John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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Durante un rato, Landron descendió a su mundo privado de fantasías: un mundo en el que las Lynnette sabían cuál era su sitio y no se fugaban en cuanto un hombre se daba la vuelta. Un mundo en que él aún llevaba uniforme y elegía a las mujeres más débiles para entretenerse. Un mundo en el que Myrna Chitty intentaba huir de él, aunque él le ganaba terreno poco a poco, hasta que por fin la alcanzaba, la volteaba, y aquellos ojos castaños llenos de temor mientras la forzaba en el suelo, la forzaba en el suelo…

En torno a él, la ciénaga del Congaree parecía retroceder, y las orillas se volvían borrosas, transformándose en una neblina gris, verdosa y blanca. Lo único que atraía su atención era el gotear del agua y el trino de los pájaros. Pero incluso aquello no tardó en volverse inaudible para Landron, sumergido como estaba en su mundo privado.

Pero Landron Mobley no había salido del Congaree.

Landron Mobley no saldría jamás del Congaree.

La ciénaga del Congaree es muy antigua, antiquísima. Era ya antigua cuando los recolectores prehistóricos cazaban en ella. Era ya antigua cuando Hernando de Soto la cruzó en 1540. Era ya antigua cuando la viruela aniquiló a los indios congaree en 1698. Los colonizadores ingleses utilizaron los canales del interior como medio de transporte desde 1740, pero no fue hasta 1786 cuando Isaac Huger emprendió la construcción de una auténtica red de transporte fluvial para cruzar el Congaree. En los extremos del noroeste y del sudoeste, bajo el lodo y el sedimento, están sepultados los cuerpos de los trabajadores que murieron durante la construcción de los canales ideados por James Adams y otros en la primera década de siglo XIX.

Al final de aquel siglo empezó la explotación forestal en los terrenos que eran propiedad de la Francis Beidler's Santee River Cypress Lumber Company, hasta que pararon en 1915, para volver a explotarla medio siglo más tarde. En 1969, el interés por la explotación forestal se reanudó y se comenzó la tala en 1974, lo que llevó a que se organizasen movilizaciones ciudadanas para intentar salvar aquel territorio, ya que en algunas zonas había extensiones de árboles que no habían sido talados jamás y que representaban la última y más importante reserva forestal ribereña de árboles de madera noble en aquella parte del país. Había cerca de veintidós mil acres declarados monumento nacional, la mitad de los cuales eran bosques vírgenes de árboles de madera noble, que se extendían desde el cruce de Myers Creek y la carretera de Old Bluff hacia el noroeste y que invadían los límites de los condados de Richland y Calhoun por el sudeste, bordeando la línea ferroviaria. Sólo una pequeña parte de terreno, más o menos un millón ochocientos mil metros cuadrados, estaba en manos privadas. Cerca de aquella extensión era donde Landron Mobley se había sentado, absorto en sus sueños de mujeres llorosas. La ciénaga del Congaree era su territorio. Todo cuanto había hecho antes allí, entre los árboles y en el lodo, no le creaba ningún tipo de conflicto. Por el contrario, se regodeaba en aquellos recuerdos que añadían relieve a su anodina vida actual. Allí el tiempo carecía de sentido, y revivía sus momentos de placer a través de la memoria. Landron Mobley nunca se sentía más cerca de sí mismo que cuando estaba en el Congaree.

Los ojos de Mobley se abrieron de repente, pero se quedó muy quieto. Lentamente, de manera casi imperceptible, giró la cabeza a la izquierda y su mirada se posó en los ojos castaños de una cierva de Virginia. Era de color castaño rojizo y medía más de metro y medio. Alrededor de los ojos, de la nariz y de la garganta tenía cercos blancos. Meneaba la cola con cierta inquietud, dejando al descubierto la blancura de su envés. Mobley sabía que había ciervos por los alrededores. Había visto sus huellas a más o menos un kilómetro y medio de allí, en dirección al río, y había seguido el rastro de sus excrementos, de la vegetación ramoneada y de los troncos de los árboles en que los machos se habían restregado la cornamenta y habían desgarrado la corteza, pero les había perdido el rastro en la espesura de los matorrales. Cuando ya había dado por hecho que en aquella ronda no iba a poder abatir ningún venado, aparecía, observándolo fijamente debajo de un pino taeda, una hermosa cierva. Sin quitar los ojos del animal, Mobley intentó alcanzar el rifle con la mano derecha.

Pero su mano sólo agarró el vacío. Desconcertado, giró la vista a la derecha. El Voere había desaparecido, y lo único que atestiguaba que alguna vez lo había dejado allí era un hoyuelo en la tierra. Se incorporó a toda prisa y oyó cómo la cierva emitía un agudo y silbante resoplido de alarma antes de refugiarse, silenciosa y con la cola erguida, entre la arboleda. Mobley ni siquiera se dio cuenta de su huida. El Voere se contaba entre sus más preciadas pertenencias y en ese momento alguien se lo había robado mientras él soñaba despierto con la polla en la mano. Escupió con furia y buscó huellas en el suelo. Había pisadas a poco menos de un metro a su derecha, pero los arbustos eran muy tupidos a partir de ese punto y no pudo seguir el rastro del ladrón y la profundidad de su hendidura daba a entender que se trataba de una persona pesada.

– La madre que te parió -musitó-. ¡La madre que te parió! -gritó luego-. ¡Tu puta madre!

Volvió a mirar las pisadas y la ira empezó a debilitarse para dar paso a las primeras punzadas de miedo. Estaba en el Congaree sin arma alguna. Es posible que el ladrón hubiese puesto rumbo al interior de la ciénaga con su trofeo, o puede que aún estuviese por los alrededores esperando ver la reacción de Landron. Echó un vistazo a los árboles y a la maleza, pero no halló rastro de ningún ser humano. A toda prisa, y tan en silencio como pudo, recogió la mochila y echó a andar en dirección al río.

El trayecto de vuelta hasta donde había dejado su barca le llevó casi veinte minutos, ya que no podía avanzar todo lo rápido que quería por temor a hacer más ruido de la cuenta y por las paradas que hacía a intervalos regulares para comprobar si alguien le seguía. Una o dos veces creyó vislumbrar una figura entre los árboles, pero cuando se detenía no lograba detectar señal alguna de movimiento y el único sonido que le llegaba era el del agua que goteaba levemente de las hojas y las ramas de los árboles. Pero no fueron aquellos falsos indicios lo que aumentó el temor de Mobley.

Los pájaros habían dejado de cantar.

A medida que se acercaba al río, aceleraba el paso. Sus botas hacían un ruido de succión al avanzar sobre el barro. Se halló en medio de un bosque enano de neumatóforos, demarcado por unos troncos podridos y restos erguidos de árboles secos, convertidos ya en hábitat de pájaros carpinteros y de pequeños mamíferos. Parte de aquella destrucción era el vestigio dejado por el paso del huracán Hugo, que había diezmado el parque en 1989, pero que a su vez favoreció el rebrote de la vegetación. Más allá de unos pujantes árboles jóvenes, Mobley vio las oscuras aguas del río Congaree, que se alimentaban del Piedmont. Rompió con fuerza la última barrera de vegetación y se encontró de pronto a orillas del río. El llamado musgo de España, que colgaba de la rama de un ciprés, casi le hizo cosquillas en la nuca cuando se hallaba cerca de donde había amarrado la barca.

La barca también había desaparecido.

Pero en su lugar había algo.

Había una mujer.

Estaba de espaldas, de modo que Mobley no podía verle la cara. Una sábana blanca la cubría desde la cabeza hasta los pies, como si fuese una túnica con capucha. Estaba de pie en el bajío, y el extremo de la tela se arremolinaba en la corriente. Mientras Mobley la miraba, ella se agachó para coger agua con las manos, levantó luego la cabeza y se mojó la cara. Mobley pudo ver que debajo de la túnica blanca no llevaba nada. Era una mujer fuerte y la tela se ciñó a la hendidura oscura de sus nalgas al agacharse, dejando entrever una piel de chocolate debajo del merengue de su indumentaria. Mobley estuvo a punto de excitarse, a no ser por…

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