– ¡Se acercan! -gritó el suizo presa del pánico al ver aproximarse a toda velocidad a los tiburones y, un instante después, profirió un grito y desapareció en el agua.
Dio la impresión de que los tiburones lo habían atrapado, pero luego volvió a emerger lamentándose a voces.
– Mi pie -se quejó-. ¡Lie resbalado y me he torcido el pie! No puedo continuar…
Volvió a caerse y las cuatro aletas cambiaron bruscamente de rumbo y se dirigieron hacia él.
– ¡Ayúdenme! ¡Por favor…!
Sarah vio al erudito agitarse en las aguas oscuras. Instintivamente se dispuso a ir hacia él, pero su padre la detuvo.
– ¡Tú te quedas! -decretó enérgicamente-. Obedéceme al menos esta vez…
Kincaid dio media vuelta y se apresuró a acudir en ayuda de Hingis, que seguía gritando fuera de sí. El viejo Gardiner aún estaba ocupado metiendo cartuchos en la recámara del revólver y todo apuntaba a que perdería la carrera con los tiburones…
– ¡Padre! ¡No! -gritó Sarah, y quiso retroceder, pero una mano fibrosa la retuvo inflexible, y supo que era Du Gard-. ¡Suéltame! -exigió-. ¡Maldita sea, suéltame…!
Du Gard no pensaba hacerlo.
Con la ayuda de Laydon se llevaron a Sarah por el corredor, que al final subía escarpado, con lo que el nivel del agua descendía y podían avanzar más deprisa. Pero eso no consoló a Sarah.
– ¡Padre! -gritó desesperada.
Entonces se precipitaron los acontecimientos.
Cuando el primer tiburón estaba casi a punto de alcanzar a Friedrich Hingis, Gardiner Kincaid acabó de recargar el arma. Con un giro rápido de muñeca cerró el tambor del revólver y apretó el gatillo, no una vez, sino varias veces seguidas. Con la mano izquierda dándole sin parar al percutor, el arqueólogo envió a los tiburones una salva de plomo mortífero que, si bien perdía ímpetu debajo del agua, bastó para atajar la sed de sangre de los animales.
Dos resultaron alcanzados y empezaron a girar como barrenas. La nube de sangre que dejaron en el agua bastó para que sus congéneres perdieran por unos instantes el interés por un erudito que temblaba de miedo… Unos instantes que Gardiner Kincaid aprovechó.
– Vamos, Hingis -gritó, dio media vuelta y avanzó por el corredor sujetando con una mano el revólver y con la otra a Hingis por el cuello de la camisa, al que arrastró consigo.
A medida que iba siendo menos profundo, fueron avanzando más deprisa y finalmente llegaron al punto donde el agua solo cubría hasta las rodillas, donde los esperaban Sarah y Du Gard. No se veía ni rastro de los tiburones. El canal subterráneo volvía a estar tan tranquilo como antes. La luz que penetraba por el techo se reflejaba en las aguas calmadas. Nada parecía recordar los terribles sucesos, excepto el hecho de que faltaba uno de ellos…
Se desplomaron exhaustos y abatidos. Mientras el doctor Laydon se ocupaba del pie de Hingis, Sarah abrazó en silencio a su padre, contenta de volver a tenerlo a su lado y a salvo. El semblante de Gardiner Kincaid reflejaba alivio, pero también un profundo agotamiento. Respiraba entrecortadamente y tosía.
– ¿Estás bien, padre?
– No te preocupes, hija -informó con una sonrisa animosa-. Estoy bien, es solo que me estoy haciendo viejo para estas cosas…
– Mon Dieu , ¿qué ha pasado? -preguntó Du Gard-. ¿Qué eran esas bestias?
– Tiburones -respondió Sarah-. Tiburones tigre para ser más exactos. Suelen encontrarse en las aguas turbias del litoral.
– ¡Maldita sea mil veces! -renegó Hingis-. ¿Cómo diantre han llegado hasta aquí esas bestias?
– Ya les dije que tiene que haber un enlace con el mar abierto -contestó el padre de Sarah con voz ronca-. Los tiburones habrán entrado por ahí.
– ¡Inconcebible! -dijo Hingis escuetamente.
Todos esperaban que el suizo volviera a lanzar una sarta de improperios culpando a lord Kincaid del terrible incidente y, sobre todo, de la muerte de Ali Bey, pero Friedrich Hingis calló.
Estaba acurrucado en el suelo y en silencio como los otros, calado hasta los huesos y tiritando de frío, y con la mirada clavada en el agua oscura. Sarah pensaba en Ali Bey y en el espantoso final que había sufrido, y por primera vez se preguntó si perseguir un enigma arqueológico, por muy importante que fuera, valía tanto sacrificio…
– Eh bien -dijo Du Gard, que fue el primero en volver a ponerse en pie-. Al menos, ahora sabemos por qué la tumba de Alejandro nunca ha sido descubierta.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Sarah.
– Alors , el enlace con el mar seguramente existe desde hace mucho tiempo y los tiburones han estado vigilando siempre el cementerio.
– ¿Quién sabe? -manifestó Gardiner Kincaid-. Pero nosotros hemos vencido el obstáculo y veremos lo que ningún ojo humano ha visto desde hace mucho tiempo.
– Después de todo lo que hemos pasado, nos lo merecemos -afirmó Hingis, que aún tenía el semblante lívido-, pero ninguno de nosotros tanto como usted.
– ¡Caray! -El padre de Sarah enarcó las cejas-. Qué palabras tan poco habituales en su boca…
– Usted ha retrocedido y me ha salvado la vida -constató el suizo-. ¿Por qué? Si he de serle sincero, no creo que yo hubiera hecho lo mismo por usted…
– La sinceridad le sienta bien -reconoció el viejo Gardiner-. Le he salvado porque forma parte de mi equipo.
– ¿Yo? ¿De su equipo? -Hingis soltó una risa forzada.
– Exacto. En el momento en que mi hija le hizo partícipe del secreto, usted empezó a formar parte de un gran todo. Le guste o no, amigo mío, se trata de mucho más que de desenterrar unos cuantos cimientos sepultados. Estos muros -explicó Gardiner, e hizo un gesto amplio con la mano- contienen todo aquello a lo que siempre han dedicado sus estudios personas como usted y como yo. Al fin y al cabo, hacemos todo esto por afán de conocimiento, porque ansiamos respuestas a las preguntas fundamentales, queremos conocer nuestro origen, de dónde venimos y adonde vamos. Puede que no siempre haya compartido su parecer y admito que nunca me han gustado sus maneras petulantes, pero ahora sé que usted también busca respuestas, como mi hija y yo. Y eso nos hace iguales.
Hingis había estado escuchando con la boca abierta, asombrado, y Sarah pensó que se echaría a reír con cinismo como era su costumbre.
Pero no lo hizo.
Unas horas antes, Friedrich Elingis seguramente se habría reído de las palabras dramáticas de Gardiner Kincaid, las habría cubierto de sarcasmo incluso antes de comprender su significado. Sin embargo, los recientes acontecimientos parecían haberle dejado bien claro que en aquella expedición no había sitio para individualistas y que todos dependían de todos.
– No sé qué pensará usted -prosiguió el viejo Gardiner sonriendo-, pero si esta tiene que ser mi última aventura, preferiría acabar mi vida rodeado de amigos y no acechado por competidores.
– Y que lo digas -convino Mortimer Laydon-. Y que lo digas…
Se prepararon para proseguir la marcha y entonces se dieron cuenta de que el bombardeo había cesado. Pero, justo en el momento en que se disponían a proseguir el viaje por la Alejandría subterránea, el fuego se reinició. Se oyeron silbidos estridentes, seguidos de fuertes detonaciones que hicieron temblar la tierra hasta lo más hondo.
– Salgamos de aquí -propuso Sarah, y lanzó una última mirada sobrecogida al agua que había sido la perdición de Ali Bey.
Se puso a la cabeza del pequeño grupo; esta vez, su padre cubría la retirada. Hingis se mantenía cerca de él, como si sintiera la necesidad de subsanar algo; en el centro marchaban Mortimer Laydon y Du Gard, que, en contra de lo habitual, estaba muy callado.
Sarah se volvió hacia él.
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