– ¿Qué te pasa?
– Je ne sais pas -dijo meneando la cabeza-. No me gusta este sitio. Creo que ha sido un error venir.
– Nadie podía saber lo que ocurriría con los tiburones.
– No estoy hablando de los tiburones, chérie . Hablo de algo que rodea este lugar. De un aura de frío y de maldad. Vosotros no podéis notarla, pero es real…
Sarah calló. No le preguntó qué le provocaba esos pensamientos sombríos ni quiso saber qué creía que había que hacer. Se cerró en banda a todas las preguntas, pero eso no cambió que en lo más hondo de su ser se sintiera igual.
Al principio lo había achacado al miedo, al estruendo de los proyectiles que la acompañaba constantemente y no dejaba de recordarle el peligro que se cernía sobre ella como una espada de Damocles. Luego había creído que se debía al sentimiento de culpa que la invadía por la muerte de Ali Bey. Pero, cuando Du Gard expresó abiertamente lo que sentía, Sarah no tuvo más remedio que aceptar que ella también notaba aquel frío…
Retroceder quedaba descartado; aunque hubieran querido, los tiburones representaban un impedimento con el que ninguno de ellos querría volver a enfrentarse. Lo único que podían hacer era seguir avanzando y mantenerse alerta. Sarah no quería tropezarse con otra sorpresa aterradora…
El pasadizo acababa en una escalera que subía muy empinada. La iluminación mejoró y, súbitamente, Sarah y sus compañeros se encontraron en medio de las cisternas, muchas tan antiguas como la ciudad. La mayor parte de las espaciosas bóvedas ya no se utilizaban y hacía mucho que estaban secas, pero por parte de los canales aún corría el agua que se desviaba hasta allí desde el brazo occidental del Nilo.
– A diferencia de antiguas metrópolis como Roma o Atenas, Alejandría no se creó en el transcurso de años de desarrollo -explicó Gardiner Kincaid, cuya admiración volvía a imponerse; si notaba algo parecido a lo que sentían Sarah y Du Gard, no dejaba entrever nada-. El arquitecto Dinocrates proyectó la ciudad conforme a las ideas de Alejandro. Fue la primera localidad del viejo mundo que mereció el calificativo de «moderna» y, en su época, estaba a décadas, si no a siglos, por delante de las demás. Entre otras cosas, se trazó un sistema de canalización que no le iría mal a más de una ciudad europea actual, y había cisternas y despensas subterráneas que tenían que asegurar la supervivencia de la población incluso en los malos tiempos. Todo esto es harto conocido, pero jamás se me habría ocurrido pensar que las cisternas y el Cementerio de los Dioses podían estar unidos…
– Un descubrimiento verdaderamente importante -convino Hingis-. Solo por eso, ya pondrán su nombre junto a los de Champollion y Schliemann.
– Gracias, amigo mío -replicó el viejo Gardiner en un alarde de presunción que casi espantó a Sarah-, pero no pienso darme por satisfecho con eso…
Cruzaron varias cámaras de techo abovedado, unidas entre sí por estrechos canales en los que el agua les llegaba a la altura de la rodilla. Las iluminaban los tenues rayos de luz que caían en vertical, siempre como una columna en el centro de cada cisterna. Sarah se arriesgó a echar un vistazo por uno de los pozos de luz, cerrados con gruesas rejas de hierro, que tenían sobre sus cabezas, pero si pensaba que descubriría un retazo de cielo azul se llevó una gran decepción. El humo y el polvo oscurecían el sol y parecían extenderse como una mortaja sobre toda la ciudad. Sarah creyó notar el regusto amargo del olor a quemado. Desde allí abajo era imposible determinar el alcance de la destrucción, pero Sarah supuso que sería considerable. Además, los bombardeos proseguían.
Cada proyectil que detonaba hacía temblar las cisternas. En el agua se formaban ondas y saltaban trozos de mortero del techo, pero las bóvedas milenarias resistían la fuerza destructiva. Solo cuando los impactos se producían muy cerca y hacían temblar el suelo bajo sus pies, Sarah y sus compañeros se sobresaltaban; por lo demás, la guerra que bramaba en la superficie ya se había convertido en un espantoso hecho cotidiano para ellos. Siguieron impasibles su camino, hasta que se toparon con un nuevo obstáculo.
Una escalera de piedra conducía fuera de las cisternas, hacia un corredor corto que a los pocos metros se precipitaba en un vacío absoluto. Un foso que mediría tres o cuatro metros de anchura y cuyo fondo no podía verse en la penumbra cruzaba el pasadizo. Al otro lado del foso se alzaban dos imponentes pilares que flanqueaban un gran portal. En cada uno había una inscripción en griego.
– Ahí está -murmuró Gardiner Kincaid con veneración-. La entrada a la tumba del rey…
– «Yo soy Alejandro -tradujo Friedrich Hingis con voz trémula-, rey de linaje divino.» Y la inscripción del otro lado reza: «Quien quiera encontrarme tendrá que vencer mi obra y la falange de mis guerreros».
– ¿Qué significa? -preguntó Mortimer Laydon.
– En cualquier caso, es una prueba de que las suposiciones de mi padre eran correctas -dijo Sarah-, porque, si no recuerdo mal, en la entrada al templo de Ramsés en Tebas se encuentran unas palabras parecidas.
– Es cierto, hija mía. -La sonrisa de Gardiner estaba henchida de orgullo de padre-. Te has aplicado en los estudios.
– Ya dije que he tenido un buen maestro. -Sarah le devolvió el cumplido-. Así pues, la hermana de Recassin tenía razón. Ozymandias conoce la respuesta.
– Efectivamente, pero saberlo no nos ayuda a llegar al otro lado. -Mesándose la barba plateada, el viejo Gardiner pensaba concentrado. Daba la impresión de que no percibía ni el fragor de las bombas-. Diría que el foso está ahí para proteger de inundaciones el mausoleo en caso de que las cisternas se desbordaran. Pero, evidentemente, también es idóneo para mantener alejados a los intrusos.
– Parece que los constructores lo tenían claro -convino Hingis-. La «obra» que se menciona en la inscripción y que hay que vencer solo puede referirse al foso.
– Peut-etre , pero ¿qué significa lo de la falange?
– La falange era un cuerpo de batalla especial de los macedonios -explicó Sarah-. Se supone que contribuyó en gran medida a la victoria de Alejandro sobre el reino de los persas, ya que ni la infantería persa ni la temida caballería podían hacer nada contra la barrera de picas de sus soldados.
– Chérie … -Du Gard rió quedamente-. ¿No querrás hacerme creer que al otro lado se esconde un ejército?
– No exactamente, pero las palabras tienen que significar algo y haríamos bien en descifrarlas.
– Sobre todo -opinó su padre-, tendríamos que buscar la manera de vencer el foso.
– Yo llevaba una cuerda en mi bolsa -contestó Sarah-, pero me la quitaron cuando nos capturaron.
– Oui -comentó Du Gard secamente-. ¿Cómo era aquello? El bolso de una mujer alberga más de un secreto.
– Y la boca de un adivino mucho cotilleo tonto -contraatacó Sarah con agudeza. Le dio una patada a una piedra que estaba cerca del borde del precipicio y la piedra cayó hacia el fondo. Durante unos momentos no se oyó nada; luego, un débil chapoteo.
– Agua -constató Mortimer Laydon-. Otra vez…
– Diría que el foso sirve realmente de rebosadero de las cisternas -reflexionó Gardiner-. Tendrá entre diez y quince metros de profundidad.
– Suponiendo que el nivel del agua fuera suficiente, la caída no sería mortal -concluyó Sarah.
– Cierto, pero sin cuerda y teniendo en cuenta que las paredes del foso son lisas, no habría esperanzas de salir de él.
– Aun así, deberíamos intentarlo -insistió Sarah convencida-. ¿Veis las aberturas que hay a ambos lados de los pilares? Un poco más arriba de las inscripciones…
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