– Realmente te preocupas por mí, ¿verdad?
– Por supuesto, por eso estoy aquí.
– Mis pulmones -aseguró- están lo bastantes fuertes, hija mía, y si no lo estuvieran, tampoco daría media vuelta. Es más que probable que al otro lado de esa abertura se encuentre la realización de un sueño. Lo que he estado buscando toda la vida. ¿Entiendes a qué me refiero?
– Creo que sí. -Sarah asintió con un gesto de cabeza-. Mucha suerte, padre.
– Nos veremos en el otro lado -contestó el viejo Gardiner despreocupadamente, y se tiró de cabeza al agua oscura.
Sarah dejó que tomara cierta ventaja, cogió aire y lo siguió. Volvieron a rodearla el silencio, el frío y la luz opaca. Solo podía distinguir vagamente a su padre. Lord Kincaid avanzaba agitando las piernas con movimientos regulares, alcanzó la hendidura y la atravesó.
Sarah también cruzó la abertura, hacia la luz que penetraba por el otro lado, y entonces creyó percibir algo de reojo.
¿Había sido una ilusión o realmente se había movido algo? ¿Una sombra esbelta y alargada…?
El agua salada le quemaba los ojos como si fuera fuego mientras miraba alerta a su alrededor, pero no divisó nada sospechoso en aquel entorno verdoso y turbio. Notó que los pulmones empezaban a fallarle y sacó la cabeza del agua.
Su padre estaba a menos de un metro de distancia. Detrás de él vio a Ali Bey, con la ropa empapada y una sonrisa de alivio en el semblante. Hingis, Du Gard y Mortimer Laydon también parecían haber superado bien la inmersión y, con el agua cubriéndolos hasta las caderas, habían vadeado un trecho del paso por cuyo techo penetraba la pálida penumbra.
– ¿Todo en orden? -preguntó Sarah.
– Por suerte -afirmó Hingis-. Sin embargo, a mi regreso no podré explicar nada bueno de esta expedición.
– Está en su derecho, mon ami -opinó Du Gard, que miraba pensativo hacia lo alto-. Me pregunto de dónde viene esa claridad. ¿Tan cerca estamos de la superficie?
– No -negó lord Kincaid-; si fuera así, las detonaciones se notarían mucho más. Más bien creo que nos encontramos debajo de las antiguas cisternas y que la luz del día penetra a través de los pozos. Hará unos cuarenta años, un coronel llamado Bartholomew Gallice realizó un inventario y llegó a contar casi novecientas cisternas en la ciudad. O sea, que es posible, y más que probable, que tengamos una encima.
– Se narran muchas historias de las cisternas de Alejandría -añadió Ali Bey-. Algunas fueron construidas en los tiempos en que se fundó la ciudad, y cuentan que aún no se han descubierto todas. Incluso hay gente que afirma que en ellas continúan desapareciendo personas que…
Se interrumpió al ver que los semblantes de sus compañeros cambiaban de expresión. El interés con que lo habían estado escuchando se transformó en puro terror.
– ¡Cuidado, Ali Bey! -chilló a pleno pulmón Sarah dando el grito de alarma.
Pero ya era demasiado tarde.
En las aguas turbias se había visto fugazmente una sombra alargada que se deslizaba hacia Ali Bey. Un instante después, emergió una aleta triangular y una boca con dientes afilados surgió de la penumbra detrás de él.
– ¿Qué…?
El alejandrino se dio la vuelta y tuvo tiempo de ver al cazador despiadado que se abalanzaba sobre él con la boca muy abierta y unas mandíbulas asesinas que se hundieron en su carne un segundo después.
– ¡Un tiburón! -bramó Gardiner Kincaid retrocediendo horrorizado-. ¡Un maldito tiburón…!
Ali Bey lanzó un alarido de terror cuando el animal lo agarró. No pudieron ver dónde le había mordido, porque el agua parecía hervir a su alrededor. Se formaron unas crestas coronadas de espuma, que se tiñó de rojo mientras aquel hombre corpulento era zarandeado como un muñeco. Sus gritos desgarradores retumbaron en el techo abovedado y taparon el rugido de las detonaciones hasta que se extinguieron de repente.
Ali Bey desapareció súbitamente. El tiburón se había llevado a su víctima debajo del agua, que volvía a estar calmada como si nada hubiera ocurrido.
Pasaron unos segundos en los que todos quedaron paralizados de terror. El viejo Gardiner había desenfundado el revólver y apuntaba donde hacía un instante estaba Ali Bey; Sarah y Mortimer Laydon también empuñaron sus armas.
De repente surgió un nuevo chorro de espuma ensangrentada. Ali Bey volvió a aparecer, con las manos levantadas buscando ayuda y una expresión de infinito terror en el rostro empapado de sangre.
Pero volvió a desaparecer y ya no regresó.
Se hizo un silencio sepulcral en el que nadie se atrevió a hablar. Luego se oyó un chapoteo y Sarah vio estremecida que se acercaban más aletas por las aguas turbias.
– ¡Vámonos de aquí! -gritó con todas sus fuerzas mientras apuntaba con el fusil y apretaba el gatillo. Pero, en vez del estallido de un disparo, del Martini Henry solo salió un clic metálico. El percutor se había mojado y se negaba a cumplir su cometido.
El breve instante que le quedaba no daba para una oración, ni siquiera para un grito. El cuerpo con forma cónica se aproximaba rápido como una flecha, y Sarah ya pensaba que correría la suerte terrible del alejandrino…
Pero entonces sonaron dos disparos.
El Colt de Gardiner Kincaid cumplió formalmente su obligación. Las balas salieron a toda velocidad del cañón del arma, perforaron el agua y alcanzaron a la sombra devoradora antes de que hubiera llegado a Sarah. El tiburón se estremeció y volteó. Unas cintas delgadas de sangre le brotaron por el costado, y Sarah vio el ojo negro y frío de su cazador y su boca entreabierta repleta de dientes.
– ¡Rápido, Sarah! ¿A qué esperas?
La mano de su padre, que la cogió por el hombro y tiró de ella, la sacó de la parálisis. Enseguida fue consciente de que acababan de regalarle la vida y tenía que correr a toda prisa para conservarla.
Impulsándose en el agua con ambas manos, se situó detrás de los demás, que ya habían emprendido la huida. No habían tenido tiempo de hacer nada por Ali Bey, pero podían salvar sus propias vidas.
Quizá…
De nuevo sonó un disparo.
La cara de Mortimer Laydon, iluminada por el fogonazo, resplandeció en la penumbra y, no muy lejos de él, se levantó un gran chorro de agua. En vez de la aleta triangular que podía verse tan solo hacía un momento, apareció la aleta ancha de una cola que golpeó con furia a su alrededor. Laydon se dio la vuelta y se apresuró a avanzar por aquel corredor inundado, que parecía ser una guarida de tiburones.
Sarah y el viejo Gardiner, que cubría la retirada abriendo fuego contra los escualos para mantenerlos a distancia, ganaron terreno. Ni Hingis ni Du Gard estaban demasiado entrenados, y la huida de Mortimer Laydon era lenta debido a su avanzada edad.
– Permaneced juntos -ordenó Gardiner-, así no nos atacarán…
Hingis estaba tan aterrado y extenuado que ni siquiera replicó. Todavía conmocionados por la suerte eme había corrido el pobre Ali Bey, se apiñaron, y los tiburones se apartaron realmente de ellos. Seguían viendo las aletas, que los rodeaban amenazadoramente, pero los cazadores de las profundidades parecían demasiado desconcertados para atacar de nuevo.
Al menos por el momento…
– Ahí delante está la orilla -avisó Du Gard-; ya puedo verla…
– Pues vamos -apremió Gardiner Kincaid a sus protegidos mientras intentaba recargar el revólver, lo cual representaba una tarea casi imposible debido a la poca luz y a que tenía las manos entumecidas. Además, los tiburones se habían recuperado de la sorpresa y volvían a prepararse para un nuevo ataque.
Sarah contó cuatro aletas, que cortaban el agua oscura como cuchillos y se dirigían directas hacia sus compañeros. Laydon, que había recargado el arma, efectuó un nuevo disparo, pero el tiburón no se detuvo. El arma de Sarah estaba inutilizada y Hingis continuaba llevándola colgada al hombro, intentando encontrar la salvación en la huida.
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