Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Alejandro en las grandes gestas de su corta vida: en las victorias sobre los persas en las batallas de Issos y Gaugamela, en el juicio a Artajerjes y en las bodas de Susa. El techo abovedado estaba pintado de color azul y decorado con ornamentos plateados que brillaban como estrellas a la luz de las lámparas. Todo aquello era sin duda intencionado y, como Sarah bien sabía, se trataba de un nuevo paralelismo con el templo de Ozymandias.

El corredor desembocaba en una gran sala sostenida por columnas, cuyas dimensiones solo podían intuirse. La sala daba a otra cámara que tenía sendos pasos a ambos lados que conducían a otras estancias.

A Gardiner Kincaid se le notaba que su impaciencia iba en aumento. Para no perder tiempo, dividió el grupo y dio instrucciones a sus compañeros para que reconocieran el terreno.

– ¿Y bien? -preguntó a su regreso.

– Créame, esto es un laberinto, no un cementerio -contestó Du Gard-. La cámara que he inspeccionado da a otras dos cámaras. Y de ambas salen pasadizos que penetran aún más en el interior.

– Lo mismo ocurre por el otro lado -confirmó Sarah.

– ¿Y todas están vacías? -quiso saber su padre.

– Las que yo he visto, sí -aseguró Mortimer Laydon-. Pero si mis modestos conocimientos arqueológicos no me engañan, eso no tiene nada de extraño, ¿no?

– No. -Hingis meneó la cabeza-. Los constructores de las tumbas egipcias eran maestros en dejar pistas falsas para engañar a intrusos y saqueadores. En la mayor parte de las tumbas de faraones hay innumerables cámaras secundarias destinadas solo a cumplir ese objetivo. El arte está en encontrar la verdadera cámara funeraria.

– Así es -confirmó Gardiner-, yo no lo habría explicado mejor. Lo más sensato sería que buscáramos por separado; de ese modo, avanzaremos más.

– ¿Te parece buena idea, padre? -objetó Sarah-. Yo creo que no deberíamos separarnos. -¿Por qué no?

– Sarah tiene razón -convino Du Gard-. En un lugar como este deberíamos permanecer juntos.

– ¿Un lugar como este? ¿De qué está hablando? No es la primera vez que entro en una tumba antigua.

– Lo sé, milord, pero esta es diferente. La desgracia flota en el aire, la percibo.

– ¿Desgracia? -Gardiner lo miró dubitativo.

– Usted conoce mis habilidades. Me disgusta aludir a ellas, pero en este caso no puedo hacer otra cosa. La desgracia flota en este lugar, lo percibo claramente.

– ¿Qué clase de desgracia?

– ¿Cuántas clases hay? -preguntó irritado el adivino-. Muerte, ruina, perdición: escoja la que prefiera. Este lugar está plagado.

– ¿Y qué espera? -lo increpó Hingis, de quien se había apoderado la fiebre por hacerse con el botín, al igual que del viejo Gardiner-. ¿Que demos media vuelta y abandonemos ahora que estamos tan cerca del objetivo?

Pourquoipas ? Créame, no lo diría si no lo pensara en serio -aseguró Du Gard mirando receloso a su alrededor-. Yo ya conocía todo esto…

– ¿Lo conocías? -preguntó Sarah.

– Lo vi una vez -confirmó el francés enigmáticamente, y le lanzó una mirada que la estremeció. Sarah comprendió que se refería a la visión que había tenido en Le Miroir Brisé un día después de que la expedición de Gardiner Kincaid fuera atacada.

La visión de la muerte de su padre…

Aquel era el escenario de la visión de Du Gard, y Sarah comenzó a vislumbrar que todo aquello no era una casualidad. De acuerdo con su carácter ilustrado y moderno, había intentado convencerse de que el destino no existía y que todos tenían en sus manos la posibilidad de determinar su suerte. Pero en aquel viaje había aprendido otras cosas…

– Yo me quedaré contigo, padre -dijo escuetamente para disimular que la voz le temblaba.

– Ni hablar. -Gardiner meneó la cabeza-. Te necesito al otro lado.

– Entonces me opondré a tu deseo -objetó con obstinación, y su padre sonrió indulgente.

– Hija -dijo-, no has hecho otra cosa desde que saliste de Yorkshire. Me has seguido en contra de mis instrucciones expresas, me has estado espiando y has luchado por conseguir un puesto en esta expedición.

– Padre, yo…

– Con tu obstinación y tu valor has contribuido a que todos hayamos logrado llegar hasta aquí -prosiguió el viejo Gardiner- y, precisamente por eso, nuestros caminos tienen que separarse.

– Pero… ¿por qué?

– Porque ha llegado el momento de que te separes de la sombra de Gardiner Kincaid. Te he estado instruyendo durante años y has demostrado ser la mejor alumna que he tenido. Ahora debes acumular experiencia. Te has ganado el derecho a explorar por tu cuenta estas cámaras, Sarah. Puede que estés destinada a encontrar lo que yo tanto he buscado en vano.

– Pero yo…

– ¿Vas a decirme que no quieres? ¿Que no te importa que, en algún lugar entre estos muros, se esconda el mayor enigma de la historia de la humanidad? -Sonrió-. No me has seguido porque estuvieras preocupada por mí, Sarah. Yo lo sé, y si tú fueras sincera contigo misma, también lo sabrías.

– De todos modos, no dejaré que vayas solo -insistió ella.

– Siendo así, yo podría acompañar al viejo cabezota -se ofreció Mortimer Laydon-. Para serte franco, no me agrada la idea de moverme solo por estas catacumbas sombrías. De este modo los dos saldríamos ganando.

– ¿Eso te tranquilizaría un poco? -preguntó Gardiner a su hija.

– Un poco -replicó a disgusto.

Mortimer Laydon no era el guardaespaldas ideal, pero era el mejor amigo de su padre. Sarah no podía hacer nada que él no pudiera hacer, y quizá tenía realmente más sentido que ella se centrara en la búsqueda de la tumba de Alejandro y de la biblioteca perdida. Su padre había expresado abiertamente lo que ella se había resistido a reconocer: que no había hecho todo aquello solo por él, sino también por el secreto que rastreaban…

– Entonces, está decidido -anunció Gardiner-. Mortimer y yo nos ocuparemos de esa cámara. Hingis, usted se encargará de la cámara de la izquierda. Sarah y Du Gard, vosotros os ocuparéis de las de la derecha. Explorad el terreno, buscad y luego regresad; nos reuniremos de nuevo aquí. Pero tened cuidado de no perderos. Los complejos funerarios pueden ser un auténtico laberinto y, por desgracia, no tengo hilo a mano.

– ¿Hilo? -Du Gard enarcó las cejas.

– Según la leyenda, Ariadna, hija del rey de Creta, dio un ovillo de hilo al héroe Teseo cuando este se dirigió al laberinto del Minotauro -explicó Sarah-. Teseo fue desenrollando el hilo y luego lo siguió para salir ileso del laberinto.

C'est vrai? -Du Gard frunció los labios-. A todas luces es una leyenda: en la vida real, nunca aparecen hijas de reyes cuando las necesitas…

Sarah entornó los ojos y le dirigió una mirada de desaprobación, luego dio media vuelta y entró en la cámara que le habían asignado.

– Suerte -le gritó Gardiner Kincaid mientras en la lejanía las detonaciones bramaban como una tormenta que se acercaba, lenta pero imparable…

7

Era una locura.

Maurice du Gard tenía la sensación inequívoca de haber estado en aquel lugar. Los pasillos estrechos, el suelo cubierto de arena, la escalera que descendía cada vez más, los pasadizos de techo bajo; él ya había visto todo aquello, si bien nunca antes había estado allí.

C'est incroyable -murmuraba sin parar mientras cruzaba por cámaras y pasadizos que parecían sucederse sin orden ni concierto y se ramificaban constantemente-, c'est vraiment incroyable

Todavía era un crío cuando su madre le dijo que ella poseía « le cadeau », el don de ver el futuro. Al pensar en el pasado, Du Gard solo podía acordarse de dos o tres ocasiones en las que su madre le había hablado de sus habilidades y, como si la conversación no hubiera tenido lugar unas décadas atrás sino apenas hacía unas horas, recordó con exactitud las palabras.

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