Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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– Estoy en ello -aseguró el francés, que ya buscaba entre el manojo de llaves. De nuevo se oyó rechinar y un crujido metálico, y la puerta se abrió chirriando.

– Bien hecho.

Gardiner Kincaid cogió una antorcha encendida de la pared y se puso en cabeza. Uno tras otro lo siguieron: primero Sarah, luego Mortimer Laydon y, finalmente, Ali Bey y Friedrich Hingis. Du Gard fue el último en pasar y cerró la puerta tras de sí con cuidado.

Unos pasos más allá, el grupo se topó con otra sorpresa: en unos ganchos clavados en la pared de roca estaban colgadas las armas que habían requisado a los prisioneros: fusiles y cuchillos, pero también la canana de Gardiner Kincaid, que Sarah habría reconocido entre mil. Era una desgastada cartuchera Sam Browne del ejército británico, de la que colgaba un sólido puñal Bowie enfundado en una vaina con flecos. En la pistolera de cuero también estaba el Colt modelo 1878 Frontier que tantos servicios había prestado al viejo Gardiner.

– Mira -dijo sonriendo-, a eso lo llamo yo suerte en la desgracia…

Cogió el cinto y se lo puso; los demás fugitivos también se armaron: Sarah y Mortimer Laydon con rifles Martini Henry, que habían pertenecido al equipo de la expedición, y con bolsas de munición; Ali Bey recuperó la daga que le habían quitado al capturarlo. Du Gard se quedó con el sable (parecía odiar profundamente las armas de fuego) y Friedrich Hingis también se hizo con un fusil.

– ¡Por fin! -exclamó triunfal-. Con esto podremos luchar por abrirnos paso hacia el exterior.

– No querría frustrar sus ilusiones, mon ami -objetó Du Gard-, pero no creo que un puñado de armas viejas sean muy útiles contra toda una guarnición de soldados.

– Efectivamente -le dio la razón Gardiner Kincaid-. Por eso nos adentraremos en la galería tanto como podamos y esperaremos.

– Pero no sabemos adonde conduce el pasadizo -objetó Hingis-. ¿Y si se hunde?

– Tendremos que correr el riesgo -replicó Gardiner encogiéndose de hombros-. ¿O alguien discrepa? -Lanzó una mirada interrogativa a todos sus compañeros, pero no encontró oposición-. Entonces está decidido -dijo, siguió andando y volvió a colocarse a la cabeza del grupo.

– ¿Y si es un callejón sin salida? -apuntó Hingis desvalido, pero esa objeción tampoco encontró eco-. Tengo claustrofobia.

Nadie contestó.

Lanzando maldiciones que nadie habría creído posibles en boca de un erudito de su talla, el suizo acabó aceptando la decisión de la mayoría.

Recorrieron juntos la galería, excavada en la roca en tiempos inmemoriales, seguramente por esclavos desventurados, donde los azotó un frío glacial. Unos pasos más allá, la oscuridad los rodeó. A la llama de la antorcha que llevaba el viejo

Gardiner parecía costarle un esfuerzo enorme imponerse a la negrura que acometía desde todas partes.

Una escalera descendía aún más hacia lo hondo. El techo era cada vez más bajo, y Sarah y sus compañeros tuvieron que agachar la cabeza para no chocar con él.

La textura de las paredes cambió de nuevo. Se volvieron lisas, y Sarah pudo reconocer restos de pintura en algunos sitios. La luz de la antorcha sacó a relucir de repente algo en la oscuridad que probablemente ningún ojo humano había visto en siglos: una imagen labrada en la piedra, que enseguida llamó la atención de los tres arqueólogos…

– Mirad -murmuró Gardiner.

– Un relieve -constató Sarah-. Del período de los diádocos.

– Es posible -concedió Elingis, y se quitó las gafas para limpiarlas antes de volver a examinar la obra de arte.

Aunque probablemente tendrían unos dos mil años, las imágenes todavía se reconocían bien. En ellas aparecía un edifico alto, compuesto por bloques superpuestos que se iban estrechando a medida que ascendían. Al pie del coloso se veían barcos, representados de un modo tan realista y detallista que podían distinguirse mercantes fenicios de cargueros griegos y galeras romanas.

– Es Faros -constató Hingis-, el célebre faro de Alejandría, cuya llama se veía desde Atenas. En la Antigüedad estaba considerado una de las siete maravillas del mundo.

– No me diga -gruñó Sarah sin hacerle mucho caso, ya que estaba ocupada examinando las paredes.

– Los alejandrinos afirman que el fuerte Quaitbey se construyó sobre los cimientos del faro -añadió Gardiner Kincaid asombrado-. Quizá tengan razón.

– ¿Quizá? -aguijoneó Hingis con sarcasmo-. Si todas sus fuentes son tan creíbles, no me extraña que Schliemann descubriera Troya antes que usted. Por lo general, en el primer semestre de universidad ya te enseñan que un científico serio nunca debe dar crédito a las habladurías de los nativos.

– No he afirmado que sea así realmente, pero la experiencia me ha enseñado que en arqueología no se puede pasar por alto ninguna posibilidad.

– ¿Y qué son esas líneas que salen de la torre? -preguntó Du Gard.

– ¿Quién sabe? -respondió Gardiner-. En algunas fuentes clásicas se relata que el faro estaba en condiciones de prender fuego a los barcos que lo atacaban. Según dicen, el arma incluso tenía un nombre: el fuego de…

– ¡Padre!

El grito de Sarah obligó al viejo Gardiner a que diera media vuelta.

Encontró a su hija en medio del pasadizo, señalando el techo donde, a la luz de la antorcha, podían distinguirse cinco letras del alfabeto griego labradas en la piedra.

A B T A E

– El distintivo de Alejandro -murmuró-. Está aquí…

– ¿Qué significa eso? -preguntó Hingis.

– Se lo diré, amigo mío -contestó Gardiner desbordado por la alegría que sentía en aquel momento-. Significa que un golpe favorable del destino nos permite reanudar el juego, puesto que este símbolo indica el camino hacia antiguos secretos que…

En aquel momento se oyó un trueno lejano y una fuerte sacudida recorrió la galería.

– ¿Qué ha sido eso? -inquirió Mortimer Laydon asustado.

Siguieron otro trueno y un nuevo temblor, esta vez tan fuerte que se desprendió arena del techo de la bóveda. A todos les costó mantenerse en pie.

– ¡Un terremoto! -gritó Hingis aterrorizado.

De nuevo una sacudida, seguida por toda una salva de estruendos sordos.

– No es un terremoto -constató Gardiner Kincaid-, son impactos de proyectil.

– ¿Cañonazos? Pero ¿cómo…?

– Alors -comentó Du Gard suspirando profundamente, casi con resignación-, al parecer, el ultimátum que el gobierno británico dio a los nacionalistas ha vencido. El bombardeo de Alejandría ha comenzado…

6

Fuerte Quaitbey, Alejandría

11 de julio de 1882, 7 de la mañana

Un nuevo impacto pareció sacudir los cimientos del fuerte. Sarah se apoyó en la pared de roca para no perder el equilibrio; polvo y arena se desprendieron del techo.

No quería ni imaginar qué estaría pasando en aquel momento en el exterior. Proyectiles mortíferos volaban entre los buques de guerra británicos y las posiciones de los defensores, y sembraban el caos y la destrucción en ambos bandos; violentas explosiones despedazaban muros con siglos de antigüedad como si fueran de papel; cascotes y metralla saltaban por los aires y producían una sangrienta cosecha; polvo y humo impregnaban el aire, que estaba saturado de órdenes masculladas y del griterío de los heridos…

– Deprisa-susurró Gardiner-, ¡sigamos adelante!

– ¡Es una locura! -se acaloró Hingis, que, en vez de hacer ademán de moverse, se cruzó de brazos elocuentemente-. No pienso avanzar ni un paso más. En estas condiciones, sería un suicidio.

– ¿Prefiere probar suerte con los soldados egipcios? -preguntó Sarah mordaz.

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