– En estos momentos, estarán ocupados con otras cosas -dijo Hingis convencido.
– Efectivamente, con los proyectiles británicos, a los que no les importa lo más mínimo de parte de quién estamos -arguyó el viejo Gardiner-. Subir ahora sería un disparate. Tenemos que hacer lo contrario, adentrarnos en la galería y ver qué indica el símbolo de Alejandro…
Un nuevo impacto, esta vez justo por encima de ellos. Se oyeron gritos, tan fuertes y estridentes que consiguieron traspasar los muros de piedra. Un fragmento de roca cayó del techo y rozó el hombro de Hingis.
– ¿Habla en serio? -se escandalizó Hingis-. ¿Cómo puede pensar en su trabajo en estos momentos?
– Soy arqueólogo -respondió Kincaid lisa y llanamente.
– Yo también, pero eso no significa que quiera sacrificar mi vida por ello. Todo tiene sus límites.
– Quizá. Pero aunque no hubiéramos encontrado el símbolo, seguiría siendo más sensato permanecer aquí abajo que enfrentarse a las bombas y a las granadas.
– Me temo que tengo que dar la razón a mi estimado amigo -convino Mortimer Laydon-. En estos momentos, creo que es mucho más seguro estar en esta galería que en el exterior.
– ¿Y si se derrumba la bóveda? -preguntó Hingis y, como para subrayar sus palabras, se oyeron varias detonaciones, seguidas de una nueva explosión aún más potente que dio la impresión de que había impactado en un depósito de municiones. De nuevo cayeron escombros y polvo sobre los fugitivos-. ¿Ven a qué me refiero?
– Si estas galerías son tan antiguas como creemos -replicó Gardiner Kincaid-, ya han resistido innumerables guerras y varios terremotos. La Marina Real tampoco conseguirá alterarlas.
Nuevamente una sacudida, tan fuerte y violenta que Hingis no fue el único que pensó que el techo se derrumbaría. -¿Estás seguro, padre? -preguntó Sarah. -También hará falta un poco de suerte -reconoció el viejo Gardiner, no tan convencido como antes-. ¿Qué decís?
– Yo estoy a favor de seguir adelante -acordó Sarah, y levantó la mano.
Uno tras otro, también Laydon, Du Gard y Ali Bey mostraron su conformidad.
– Está en minoría, estimado Hingis -comentó Kincaid-. Evidentemente, puede dar media vuelta si quiere, pero no se lo aconsejo, y eso sin contar con que no alcanzaría la gloria científica.
– ¿Gloria científica? -repitió el suizo de mal humor-. ¡Al diablo la gloria científica! ¿De qué me servirá si estoy muerto?
El viejo Gardiner se echó a reír. Luego se puso en movimiento y encabezó el grupo mientras el bombardeo proseguía en la superficie. Golpes sordos sacudían una y otra vez la galería, pero se fueron amortiguando a medida que se adentraban en las profundidades, y los lamentos de Friedrich Hingis también se fueron acallando. Aunque no por mucho tiempo.
La galería acababa súbitamente ante una pared de piedra levantada con sillares imponentes.
– ¡Lo sabía! -exclamó Hingis-. Sabía que esta galería era un callejón sin salida.
– No tiene sentido -objetó Sarah-. Entonces ¿por qué la habrían cerrado con una reja?
– Quizá porque querían impedir que sabelotodos como usted se pusieran en peligro absurdamente.
– Es posible, pero no probable -replicó Sarah con calma mientras se ponía a examinar la pared junto con su padre.
– Me resulta familiar -constató Gardiner.
– A mí también -coincidió Sarah-. La galería por debajo de la columna de Pompeyo también estaba bloqueada por un muro como este.
– Efectivamente -asintió Gardiner-. Descubrimos la pared el 11 de junio por la mañana, pero no tuvimos tiempo de examinarla porque, al poco, asaltaron el campamento. -Tenía los ojos vidriosos, los recuerdos lo habían asaltado por un momento-. Fue una matanza terrible -murmuró-. Tantos muertos, tanta sangre… ¿Valía la pena?
– No lo sé -contestó Sarah-, pero creo que la respuesta se halla al otro lado de este muro.
– ¿A qué te refieres?
– Noto una ligera corriente de aire -explicó señalando una grieta en el muro de obra-. Y albergo una sospecha. -¿Qué sospecha, hija?
– Espera -contestó Sarah. Se agachó, cogió del suelo una piedra del tamaño de un puño y la tiró con todas sus fuerzas contra la pared.
– ¿Se ha vuelto loca? -exclamó Hingis-. ¿Qué pretende?
Sarah siguió en sus trece y golpeó el muro por segunda, tercera vez. La grieta se agrandó y se extendió como una tela de araña.
– No es piedra maciza -comprobó Gardiner Kincaid atónito-, es solo una imitación…
Al cabo de un momento, la pared cedió. Un fragmento grande como una calabaza se desprendió del muro y cayó hacia ellos, y pudieron ver que la pared no estaba hecha de sillares macizos, sino de piedra caliza de no más de dos palmos de grosor.
Todos intercambiaron miradas de sorpresa y luego ayudaron a Sarah a tirar el resto de la pared, que había resistido intacta el embate de los siglos. La golpearon y la aporrearon con todas sus fuerzas y la piedra caliza acabó cediendo. Se derrumbó con un fuerte crujido y, cuando la nube de polvo se aposentó, vieron un pasadizo que se adentraba oblicuamente en las profundidades y cuyas paredes estaban decoradas con más relieves. La luz de la antorcha palideció en la negrura más absoluta.
– Es increíble -se vio obligado a reconocer Hingis-. Tenía usted razón.
– ¿Qué, doctor? -preguntó Sarah sonriendo irónicamente-. ¿Aún quiere dar media vuelta?
– Eso dependerá -respondió el suizo, en el que parecía haber despertado el afán del investigador- de lo que encontremos ahí abajo.
– ¿Cree usted que Schliemann sabía dónde se metía? -Sarah entró resuelta en el pasadizo-. Solo hay una cosa segura: alguien no quería que nadie entrara en esta galería…
Se puso al frente del grupo con su padre, y Laydon, Hingis y Ali Bey los siguieron. La retaguardia la cubría Du Gard, que miraba receloso a todas partes y cuyo semblante había adoptado una vez más aquella expresión dura e insondable que Sarah ya le había visto en otras ocasiones.
La galería descendía trazando un ángulo recto, luego seguía por unos escalones empinados y, cuanto más se hundía en las profundidades, más fría y húmeda se tornaba. Las detonaciones que bramaban en la superficie ya no se oían; allí reinaba un silencio opresivo, únicamente perturbado por los pasos de los fugitivos y el suave chapoteo del agua que chorreaba por las paredes formando regueros brillantes. La mayoría de las imágenes labradas en piedra habían resultado tan erosionadas que ya no se distinguían; otras mostraban escenas del panteón egipcio, desde la creación del mundo por Geb y Nut o el viaje del dios del sol hasta imágenes de Thot, la deidad con cabeza de ibis, patrón de los escribas y de los magos…
– Hay algo que no cuadra -planteó de repente Hingis.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Sarah.
– Me refiero a que llevamos una eternidad caminando por esta galería. Tendríamos que haber salido de la península hace mucho.
– Estoy de acuerdo con usted -convino Gardiner Kincaid sosegadamente-. A juzgar por el olor salobre y la creciente humedad, podría ser que estuviéramos debajo del mar desde hace rato.
– ¿Debajo del mar?
– Según mis cálculos, estamos a punto de cruzar por debajo de la dársena del puerto.
Sarah alzó angustiada la vista hacia el techo abovedado. Pensar en la masa de agua que se acumulaba por encima de ellos la impresionaba, y las caras de sus compañeros delataban que a ellos les ocurría lo mismo. El único que no parecía nada afectado era su padre, que tenía un aspecto mucho más relajado que poco antes en la mazmorra. Daba la impresión de que los enigmas arqueológicos que los rodeaban eran una fuente de juventud y él se refrescaba en el agua que brotaba de ella.
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