John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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Joan era la fuerte del matrimonio, y normalmente unas palabras afables de ella inducían a Frank a bajar un poco el tono. Era maestra de parvulario, y una demócrata liberal a la antigua usanza que se tomaba de manera muy personal los cambios experimentados por el país en los últimos años con gobiernos tanto republicanos como demócratas. A diferencia de Frank, casi nunca hablaba de manera abierta de su preocupación por su hija, o al menos no a mí. Sólo de vez en cuando, por lo general cuando nos despedíamos al final de otra visita más, a veces incómoda, a veces moderadamente grata, me cogía la mano con delicadeza y susurraba: «Cuida de ella, ¿lo harás?».

Y yo le aseguraba que cuidaría de su hija, mirándola a los ojos y viendo su deseo de creerme en colisión con el miedo de que fuese incapaz de cumplir mi promesa. Me pregunté si, como en la desaparecida Alice, había una mancha en mí, una herida del pasado que de algún modo siempre contaminaría el presente y el futuro. En los últimos meses había intentado encontrar una manera de neutralizar la amenaza, básicamente rechazando ofertas de trabajo que parecían implicar cualquier tipo de riesgo grave, aunque mi reciente velada en compañía de Jackie Garner había sido una honrosa excepción. El problema era que cualquier encargo que valiera la pena conllevaba un riesgo u otro, y por tanto me dedicaba a casos que gradualmente minaban la voluntad de vivir. Ya antes había intentado tomar ese camino, pero en esa época no vivía con Rachel, y no perseveraba mucho en él antes de descubrir que no podía pasar por alto la atracción de los bosques tenebrosos.

Y ahora una mujer había acudido a mi puerta, y había traído consigo su dolor y el sufrimiento de otra persona. Era posible que la desaparición de su hija tuviese una explicación sencilla. No tenía mucho sentido hacer caso omiso de las realidades en la existencia de Alice: su vida en el Point era en extremo peligrosa, y su adicción la volvía aún más vulnerable si cabe. Las mujeres que trabajaban en esas calles desaparecían con frecuencia. Algunas huían de sus chulos u otros hombres violentos. Algunas intentaban abandonar esa clase de vida antes de que las consumiera por completo, cansadas de los robos y las violaciones, pero pocas lo conseguían, y la mayoría volvía penosamente a los callejones y aparcamientos, ya sin la menor esperanza de escapar. Las mujeres procuraban cuidarse entre sí, y los chulos también las vigilaban, aunque sólo fuese por proteger su inversión, pero eran meros gestos y poco más. Si alguien se proponía hacer daño a una de esas mujeres, lo lograba.

Llevamos a la tía de Louis a la cocina y la dejamos en manos de una pariente de Rachel. Poco después estaba comiendo pollo y pasta y bebiendo limonada en una cómoda butaca del salón. Cuando Louis fue a verla un rato después, la encontró dormida, extenuada por todo lo que había intentado hacer por su hija.

Walter Cole se reunió con nosotros. Sabía algo del pasado de Louis, y sospechaba mucho más. Estaba mejor informado acerca de Ángel, ya que Ángel tenía la clase de antecedentes penales que por sí solos merecían un grueso expediente, por más que los detalles perteneciesen a un pasado relativamente lejano. Yo le pregunté a Louis si podíamos implicar a Walter y él me dio su consentimiento, aunque con cierta reticencia. Louis no era una persona confiada, y con toda seguridad no le gustaba meter a la policía en sus asuntos. No obstante, Walter, aunque jubilado, tenía contactos en el departamento de policía de Nueva York que yo ya había perdido, y estaba en mejores relaciones con los miembros en activo que yo, cosa que no era difícil, todo ha de decirse. En el departamento algunos sospechaban que yo tenía las manos manchadas de sangre, y de muy buena gana habrían querido verme pagar por ello. Para mí, los agentes de a pie no representaban un problema, pero Walter aún gozaba del respeto de los altos cargos que podían estar en posición de ofrecer ayuda si era necesario.

– ¿Volverás a la ciudad esta noche? -pregunté a Louis.

Asintió.

– Quiero encontrar a ese G-Mack.

Vacilé antes de hablar.

– Creo que deberías esperar.

Louis ladeó un poco la cabeza, y dio una leve palmada en el brazo de la butaca. Era un hombre que no hacía gestos innecesarios, y ése prácticamente equivalía a un estallido de emociones.

– ¿Y eso por qué? -preguntó sin cambiar de tono.

– Así actúo yo -le recordé-. Si te presentas allí hecho un basilisco y repartiendo tiros, desaparecerá cualquiera que se preocupe mínimamente por su seguridad personal, te conozcan o no. Si escapa, tendremos que buscarlo hasta debajo de las piedras y perderemos un tiempo valioso. No sabemos nada de ese individuo y eso habría que remediarlo antes de ir a por él. Estás pensando en vengarte por lo que le hizo a esta mujer. Eso puede esperar. Lo que nos preocupa es su hija. Quiero que te contengas.

Eso entrañaba un riesgo. G-Mack ya sabía que alguien andaba preguntando por Alice. En el supuesto de que Martha tuviese razón y a su hija le hubiese ocurrido alguna desgracia, el chulo tenía dos opciones: o limitarse a decir que no sabía nada y ordenar a sus mujeres que hicieran lo mismo, o huir. Yo esperaba que mantuviera la calma hasta que diéramos con él. Estaba convencido de que así sería: era nuevo, ya que Louis no sabía nada de él; y joven, lo que significaba que debía de tener la arrogancia de considerarse un macarra en la calle. Había logrado establecer algún tipo de negocio en el Point y sería reacio a abandonarlo a menos que fuese realmente necesario.

Se produjo un largo silencio mientras analizaba sus opciones.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.

Miré a Walter.

– Veinticuatro horas -contestó-. Para entonces debería tener lo que necesitáis.

– En ese caso, caeremos sobre él mañana por la noche -dije.

– ¿Caeremos? -preguntó Louis.

– Caeremos -repetí.

Clavó su mirada en la mía.

– Esto es una cuestión personal -dijo.

– Lo entiendo.

– Una cosa tiene que quedar clara. Tú actúas a tu manera, y lo respeto, pero aquí tu conciencia no pinta nada. A la primera duda, quiero que lo dejes. Eso va por todos.

Lanzó una rápida mirada a Walter. Al ver que Walter se disponía a contestar, tendí la mano y le toqué el brazo, y él se relajó un poco. Walter no participaría en nada que implicase una transgresión de su estricto código moral. Aun sin la placa, seguía siendo policía, y de los buenos. No sentía la necesidad de justificarse ante Louis.

Con eso quedó todo dicho. Habíamos acabado. Le indiqué a Walter que empleara el teléfono del despacho, y empezó a hacer llamadas. Louis fue a despertar a Martha para llevarla de vuelta a Nueva York. Ángel se reunió conmigo en la puerta de la casa.

– ¿Sabe ella lo de vosotros dos? -pregunté.

– Yo no la conocía -respondió Ángel-. Para serte sincero, ni siquiera tenía muy claro que existiera la familia. Me imaginaba que alguien lo había criado en una jaula y luego lo había soltado en la selva. Pero creo que es una mujer lista. Si aún no lo sabe, pronto lo adivinará. Y entonces ya veremos.

Observamos a Rachel mientras acompañaba a dos amigos suyos al coche. Era preciosa. Me encantaba su manera de moverse, su porte, su gracia. Sentí que algo se desgarraba dentro de mí, como un punto débil en una pared que lentamente empieza a extenderse, amenazando la resistencia y la estabilidad del conjunto.

– No va a gustarle -comentó Ángel.

– Se lo debo a Louis -contesté.

Ángel casi se echó a reír.

– No le debes nada a él ni a mí. Quizás a ti te lo parezca, pero nosotros no lo vemos así. Ahora tienes una familia, tienes una mujer que te quiere y una hija que depende de ti. No la cagues.

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