John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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»Y el chico -no, el hombre, porque ahora es un hombre- intentó velar por ella, pero desistió, y ahora se ha ido. Mi hija se ha ido, y a nadie le importa lo suficiente para buscarla, a nadie excepto a mí. Pero ya me encargaré yo de que les importe. Es mía, y la haré volver. Él me ayudará, porque es sangre de su sangre, y tiene una deuda de sangre con ella.

»Él mató a su padre. Ahora la hará volver a esta vida, y a mí.»

Los invitados estaban dispersos por el salón y la cocina. Algunos habían salido y se hallaban sentados bajo los árboles deshojados del jardín, con el abrigo puesto, disfrutando del aire libre mientras bebían cerveza y vino y comían caliente en platos de papel. Ángel y Louis, como siempre, se habían quedado un poco al margen del resto, ocupando un banco de piedra que miraba hacia la marisma. Nuestro labrador, Walter, yacía a sus pies, y Ángel le acariciaba suavemente la cabeza con los dedos. Me acerqué a ellos asegurándome por el camino de que a nadie le faltaba comida y bebida.

– ¿Quieres oír un chiste? -preguntó Ángel-. Hay un pato en un estanque y, cabreado con otro pato que anda detrás de su chica, va y contrata a un pato asesino a sueldo para que se lo cargue.

Louis soltó un resoplido por la nariz, un sonido semejante a una fuga de gas bajo una presión casi insoportable. Ángel hizo caso omiso.

– Así que llega el asesino, y el pato se reúne con él entre unos juncos. El asesino le dice que le costará cinco trozos de pan matar al objetivo, pagaderos tras la realización del hecho. El pato está de acuerdo y el asesino dice: «¿Y quieres que te mande el cadáver?». El pato contesta: «No, basta con que me mandes la factura».

Se produjo un silencio.

– La factura -repitió Ángel-. Ya sabes, es…

– Yo sé otro chiste -dijo Louis.

Los dos lo miramos, sorprendidos.

– ¿Sabéis aquel del hombre inaguantable que murió vestido con un traje barato?

Esperamos.

– Ya se ha acabado.

– No tiene gracia -protestó Ángel.

– A mí sí me hace reír -afirmó Louis.

Un hombre me tocó el brazo, y, a mi lado, me encontré a Walter Cole de pie. Ya se había jubilado, pero me había enseñado casi todo lo que sabía cuando era policía. Habíamos dejado atrás nuestros resquemores mutuos y aprendido a asumir lo que yo era y lo que era capaz de hacer. Dejé a Ángel y Louis con sus peleas y volví a la casa con Walter.

– En cuanto al perro… -dijo.

– Es un buen perro -atajé-. Aunque no muy listo, es leal.

– No tengo intención de ofrecerle un empleo. Le has puesto Walter.

– Me gusta el nombre.

– ¿Le has puesto mi nombre a un perro?

– Pensaba que te halagaría. Además, nadie tiene por qué enterarse. Y no puede decirse que se te parezca. Para empezar, es más peludo.

– Ya, muy gracioso. Hasta el perro tiene más gracia que tú.

Entramos en la cocina, y Walter sacó una botella de cerveza Sebago de la nevera. No le ofrecí un vaso. Sabía que prefería beber a morro cuando podía, o sea, siempre que no lo veía su mujer. Fuera, vi a Rachel hablar con Pam, su hermana, que era más baja y tenía peores pulgas, lo cual no era poco decir. Cada vez que la abrazaba, temía empezar a rascarme de un momento a otro. Sam dormía en una habitación del piso de arriba. La vigilaba la madre de Rachel.

Walter me vio seguir con la mirada a Rachel por el jardín.

– ¿Cómo os va a vosotros dos? -preguntó Walter.

– A los tres -le recordé-. Bien, supongo.

– Cuando llega un niño a una casa, todo es más complicado.

– Lo sé. Lo recuerdo.

Walter levantó un poco la mano. Parecía a punto de tocarme el hombro, hasta que la bajó despacio.

– Lo siento -dijo-. No es que las haya olvidado. No sé qué es exactamente. A veces parece que fue en otra vida, en otro tiempo. ¿Lo entiendes?

– Sí -respondí-. Sé muy bien a qué te refieres.

Un soplo de brisa movió el columpio colgado del roble, que se balanceó en un lento arco, como si un niño invisible jugara sobre él. Más allá, vi el resplandor de los canales en las marismas, convergiendo en algunos sitios al abrirse paso entre los juncos, las aguas de uno entremezclándose con las de otro, cada uno cambiado irreversiblemente al confluir. Así eran las vidas: cuando sus caminos se cruzaban, quedaban alteradas para siempre por el encuentro, unas veces de una manera leve, casi invisible, y otras de forma tan profunda que ya nada podía ser después igual. El residuo de otras vidas nos contagia, y nosotros a nuestra vez lo transmitimos a quienes encontramos más adelante.

– Creo que está preocupada -dije.

– ¿Por qué?

– Por nosotros. Por mí. Ha arriesgado mucho, y ha salido malparada. No quiere volver a sentir miedo, pero lo tiene. Teme por nosotros, y teme por Sam.

– ¿Habéis hablado del tema?

– No, la verdad es que no.

– Tal vez haya llegado la hora, antes de que empeoren las cosas.

En ese momento me costaba imaginar que las circunstancias pudiesen empeorar mucho más. Detestaba esas tensiones inexpresadas entre Rachel y yo. La quería, y la necesitaba, pero yo también tenía mis razones para estar enfadado. Últimamente el peso de la culpa recaía sobre mis hombros con demasiada facilidad. Estaba cansado de cargar con él.

– ¿Trabajas mucho? -preguntó Walter, cambiando de tema.

– Bastante -contesté.

– ¿Algo interesante?

– No creo. Nunca se sabe, pero he intentado ser selectivo. Son casos muy evidentes. Me han ofrecido cosas… cosas más complicadas, pero las he rechazado. No estoy dispuesto a perjudicarlas, pero…

Callé. Walter esperó.

– Sigue.

Moví la cabeza en un gesto de negación. Lee, la esposa de Walter, entró en la cocina. Arrugó la frente al verlo beber de la botella.

– En cuanto te doy la espalda cinco minutos, abandonas los modales civilizados -reprochó Lee, pero sonreía al hablar-. Acabarás bebiendo de la taza del váter.

Walter la estrechó entre sus brazos.

– ¿Ya sabes que le han puesto tu nombre al perro? -dijo ella-. A lo mejor es por eso. En cualquier caso, hay un montón de gente que quiere conocerte gracias a él. Hasta el perro quiere conocerte.

Walter frunció el entrecejo cuando ella lo cogió de la mano y lo arrastró hacia el jardín.

– ¿Vienes? -me preguntó Lee.

– Ahora voy -contesté.

Los observé cruzar el jardín. Rachel les hizo una seña con la mano y ellos se le acercaron. Su mirada se cruzó con la mía y me dirigió una parca sonrisa. Levanté la mano, luego la apoyé en el cristal, y su cara quedó oculta tras mis dedos.

No har é nada que os perjudique ni a ti ni a nuestra hija, y aun as í , puede suceder contra mi voluntad. Eso es lo que me da miedo. Ya me ha encontrado antes, y volver á a encontrarme. Soy un peligro para ti y para nuestra hija, y creo que eres consciente.

Nos estamos distanciando.

Te quiero, pero nos estamos distanciando.

El día avanzó. Unos se marcharon y otros, que no habían podido llegar a tiempo a la ceremonia, ocuparon su lugar. Al declinar la luz, Ángel y Louis ya no hablaban y se mantenían aún más al margen de todo que antes. Los dos miraban fijamente la carretera que serpenteaba desde la Estatal 1 hasta la costa. Entre ellos había un teléfono móvil. Arno los había llamado hacía unas horas, en cuanto dejó sin percances a la mujer en el autocar de Greyhound en Nueva York.

– No dio su nombre -dijo a Louis entre interferencias en la línea.

– Ya sé quién es -contestó Louis-. Has hecho bien en llamarme.

En ese momento se veían unos faros en la carretera. Me reuní con ellos y me apoyé en el respaldo del banco. Juntos observamos cómo cruzaba el taxi el puente sobre la marisma, los destellos del sol en sus aguas, el avance del coche reflejado en sus profundidades. Sentí un nudo en el estómago, y una presión en la cabeza como si unas manos me apretaran las sienes. Vi a Rachel inmóvil, de pie entre los invitados. También ella observaba cómo se acercaba el coche. Louis se levantó cuando se adentró por el camino de acceso de la casa.

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