Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– Si quieren mi opinión, considero que es lo bastante grave como para hospitalizar al paciente. Al menos, para tenerlo en observación.

– Eso supondría, como mínimo, la suspensión del juicio -sonríe Harry.

– Naturalmente, tendré que hablar con el médico supervisor del hospital del condado -dice Karashi-. Recomendaré que él informe al tribunal.

– ¿Cree que debemos llamar al médico personal del señor Hale? -pregunto.

– Eso sería una buena idea. Aunque, naturalmente, la fiscalía querrá usar sus propios médicos.

– ¿Usted no lo es?

– No -sonríe Karashi-. Querrán que intervenga alguno de los médicos de mayor categoría. Probablemente desearán que lo examine el jefe de cardiología del hospital del condado.

El doctor Karashi quiere decir que Ryan querrá a alguien que se preste a dar un diagnóstico favorable para él. Lleva en la profesión tiempo suficiente para conocer las reglas del juego. Lo último que Ryan desea en estos momentos es a un acusado que se encuentra demasiado enfermo para continuar, después de que nosotros hayamos visto todas las pruebas y oído a los testigos de cargo. La peor pesadilla de Ryan en estos momentos es que el juicio sea declarado nulo.

– Deberían hacerle un electrocardiograma -dice Karashi.

– ¿Cuándo?

– No puedo decirle al tribunal que la vida del paciente corre peligro -dice-. Pero yo recomendaría que se hiciera mañana por la tarde. A veces, los viernes, la vista se suspende temprano.

Le doy las gracias. Karashi vuelve a guardar el estetoscopio en la pequeña bolsa negra.

– Si pueden ustedes reducirle el estrés, les recomendaría que lo hiciesen

– ¿Y cómo quiere que lo hagamos? -pregunta Harry.

Karashi lo mira, se encoge de hombros y no contesta.

Le damos las gracias, y él se retira.

Puedo ver a Jonah a través del pequeño cuadrado de acrílico de dos centímetros y medio de grosor que hay en la puerta de la celda. Ahora está sentado en el camastro. Parece veinte años mayor que el hombre que entró en mi bufete hace sólo unos meses para hablarme de Amanda y de su madre.

– ¿De qué servirá todo lo que hagamos por él, si Jonah muere antes de que acabe el juicio? -dice Harry-. Quizá deberíamos hablar con el juez.

– No nos servirá de nada si no nos respalda una sólida recomendación médica. Llamemos a su médico personal esta misma tarde, cuando salgamos del tribunal.

Lo que Ryan nos tiene preparado para esta mañana no es algo que posiblemente pueda reducir el estrés, ni el de Jonah ni el mío.

Susan vuelve a ocupar el banquillo de los testigos, y Ryan está de nuevo frente a ella.

Anoche llamé a casa de Susan para hablar con Sarah. Cuando Susan contestó al teléfono se produjo un momento de incomodidad.

– No podemos hablar -le dije.

– Ya lo sé. No, hasta que yo termine de prestar testimonio -dijo ella. Conocía las normas, quizá porque Ryan ya la había puesto sobre aviso.

No me fue posible detectar amargura ni enfado en su voz, sino simplemente un deje de resignación.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– Te llamo desde casa.

Ella no dijo nada, pero comprendí que lo que viene sucediendo le parecía una necedad. Tengo la impresión de que han pasado siglos desde la noche en que los mexicanos me siguieron al salir de la cárcel. Inspeccioné la calle frente a mi casa varias veces, la recorrí de arriba abajo. A estas alturas me siento casi demasiado cansado para preocuparme. No vi ningún vehículo sospechoso, ninguna cabeza silueteada sobre el respaldo de los asientos. Traté de imaginar el aspecto que tendría C í clope con las luces apagadas: una vieja limusina Mercedes. Llegué a la conclusión de que no había moros en la costa, así que estacioné el coche, no en la rampa de acceso, sino en el interior del garaje.

Entré en casa y llamé a Susan. Hablé con Sarah, le di las buenas noches. Ella parecía confusa, muy reservada, como si Susan la estuviera oyendo. Quiso saber si todo iba bien, preguntándose por qué ella estaba en casa de Susan y yo en la nuestra. Me preguntó si me había peleado con Susan. Ella no ha ido nunca al tribunal, y Susan y yo hemos procurado no hablar de nuestras preocupaciones delante de ella. Pero los niños son muy perspicaces. Advierten la tensión en una relación, como las vibraciones que preceden a un terremoto.

Le dije que no se preocupase, que todo iría bien. Que era simplemente una cuestión de trabajo, algo de lo que yo debía ocuparme. No estoy seguro de que Sarah quedase convencida. Yo mismo no lo estoy.

Ryan está ante el podio, moviendo las manos.

– Posteriormente, ese mismo día, señora McKay… Me refiero al 17 de abril. ¿Se enteró usted de que la policía había encontrado el cadáver de la señora Suade en el lugar en que trabajaba?

Hoy Susan parece más calmada. Lleva un traje pantalón de color gris oscuro. Ha tenido oportunidad de consultar con la almohada y de apercibirse para cualquier cosa que Ryan le tenga preparada. Su competitividad natural está entrando en acción.

– Me enteré de que había muerto -dice Susan-. No creo que me dijeran dónde habían encontrado su cuerpo. Al menos, no me lo dijeron por teléfono.

– Bien. -Ryan acepta su palabra.

Parado ante el podio, el fiscal mira su cuaderno de notas, pendiente de no olvidarse de ninguna pregunta. Alza la vista hacia Susan, en el banquillo.

– ¿Quién le comunicó la muerte de Zolanda Suade?

– Según recuerdo, el señor Brower me llamó y me dijo que había oído la noticia por el receptor de radio que lleva en el coche, y que capta las emisiones de la policía.

– ¿Sabe usted por qué motivo la llamó?

– No. -Concisa y al grano.

– A lo que voy es a que esa noticia no tenía por qué atañer a su departamento, ¿no?

– No.

– ¿Sería apropiado decir que el señor Brower la llamó debido a las amenazas de muerte que aquel mismo día había proferido el señor Hale en presencia de usted?

– Es posible.

– O sea que al señor Brower le pareció que la noticia era significativa.

– Protesto. Pregunta especulativa.

– Admitida la protesta.

– ¿Mencionó su investigador las amenazas del señor Hale cuando la llamó a usted por teléfono para comunicarle la muerte de la señora Suade?

– Es posible. No lo recuerdo.

– Aparte de por esas amenazas, del hecho de que ustedes dos las habían oído, ¿se le ocurre alguna otra razón por la que el señor Brower la hubiese llamado para informarla del asesinato de la señora Suade?

– No creo que en aquel momento dijera que se trataba de un asesinato -dice Susan.

– De acuerdo. Digamos que simplemente le dijo que había muerto. ¿Se le ocurre alguna razón, amenazas aparte, para que él la llamase?

Susan recapacita unos momentos y al fin niega con la cabeza.

– Tiene usted que hablar para que sus palabras consten en acta -dice el fiscal.

– No.

– ¿Qué hizo usted inmediatamente después de recibir esa llamada telefónica del señor Brower?

– Le pedí que fuera a la oficina.

– ¿Qué hora era?

– No lo recuerdo.

– ¿No fue al final de la jornada laboral?

– Probablemente fue a media tarde. No recuerdo la hora exacta.

– ¿Le sorprendería que le dijese que, según los registros del teléfono móvil del señor Brower, la llamada se efectuó pasadas las seis de la tarde?

– Es posible que fuera a esa hora.

– Pero usted, pese a todo, le pidió que fuera a la oficina. ¿Por qué?

– Quería enterarme de lo que sabía. De lo que había oído.

– ¿Acerca de la muerte de Zolanda Suade?

– Sí.

– Podría habérselo preguntado por teléfono, ¿no le parece?

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