Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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A Susan se le dan bien estos hipnóticos actos de seducción, en los que uno ya no sabe quién es el seductor y quién el seducido. Como les ocurre a los grandes felinos, el territorio de Susan son las sombras, las primeras horas de la mañana. Sus labios están sobre los míos con la lengua entre ellos. A los pocos segundos ya no soy capaz de controlarme y las partes del pijama vuelan por los aires. A Susan le gusta jugar duro, y en más de una ocasión me ha hecho sangre. Ahora, mientras yo la penetro, sus dientes me mordisquean el lóbulo de la oreja. Cierra las piernas en torno a mí. Se aferra a mi cuerpo, alza el suyo, me rodea el cuello con los brazos. De pronto sus manos comienzan a moverse y las uñas me arañan suavemente la espalda. Susan envía una descarga que me recorre la espina dorsal hasta embargarme totalmente, un instante de insuperable liberación.

Susan no ha terminado. Me espolea, apretándome con los talones, que están cerrados sobre la parte inferior de mi espalda, mientras ella vuelve a caer, como una hoja impulsada por el viento, sobre las sábanas. La forma como utiliza los músculos es un misterio para mí. Arquea la espalda hasta levantarla de la cama. Tiene los ojos cerrados, y los dientes superiores le muerden el labio inferior.

Me muevo una vez más dentro de ella hasta que la pasión se extingue. Susan lanza un grito ahogado, y un estremecimiento le recorre todo el cuerpo. Fiel a su palabra, Susan lo ha arreglado. Ya no recuerdo qué fue lo que me despertó.

Por la mañana, los dos estamos grogui, consecuencia de nuestras aventuras de la noche anterior. Yo me hallo de pie, mirándome en el espejo del tocador de Susan, y pasándome las manos por el cabello.

– Parece que no soy el único al que le cuesta dormir -le digo.

– ¿De qué hablas?

Sobre la repisa hay dos frascos de Ambien, un somnífero que sólo se vende con receta. Cojo una de ellas y hago sonar las pequeñas pastillas del interior.

– Ah, eso. Tomo una de vez en cuando. Por los problemas en el trabajo.

– Quizá tus dificultades para dormir se deban a otra cosa.

– ¿A qué te refieres? -De pronto, Susan se incorpora y veo su imagen detrás de mí en el espejo. Hay una nota defensiva en su voz, y el tono soñoliento ha desaparecido, como si yo hubiese tocado un punto sensible.

Me vuelvo a mirarla.

– Quizá no estés acostumbrada a vivir con otra persona. Extraños en tu casa. En tu cama.

– Ah, eso. -Parece tranquilizarse-. No seas tonto.

– ¿A qué pensabas que me refería?

– A nada -dice ella. Tiene la cabeza de nuevo sobre la almohada y palmea la cama para que yo regrese junto a ella.

– Quizá Sarah y yo deberíamos buscarnos otro sitio.

– No. -Susan se incorpora sobre un codo-. No después de lo de anoche.

– No me refiero a volver a casa, sino a irnos a un hotel.

– Sarah no se sentirá cómoda en una habitación de hotel.

– Tienes razón. Dejaré a Sarah aquí.

– Tampoco se sentirá feliz si no estás tú.

– Pero puede que se encuentre más segura. No logro sacarme a esa chica de la cabeza.

Susan me mira como si no me comprendiera.

– Me refiero a Amanda, la nieta de Jonah. ¿Crees que serían capaces de hacerle lo mismo que le hicieron a Murphy?

– Ya casi me había olvidado de ella -dice Susan.

– Yo no. Desde anoche, no dejo de pensar en esa niña.

– ¿Por qué no acudes a la policía?

– No necesito hacerlo. La policía acude a mí con bastante regularidad.

– Ya sabes a qué me refiero. Cuéntales lo que está sucediendo. Háblales de Ontaveroz.

– Ryan ya sabe más de lo que debería. Y yo sigo sin disponer de pruebas.

– Tienes dos cadáveres -dice Susan.

– Sí, pero la policía tiene su propia teoría acerca de ellos. No me creerán.

– ¿Cómo puedes saberlo si no lo intentas?

– Si no fuese por el juicio de Jonah, tal vez me hicieran caso y rae dieran protección. Al menos, vigilarían la casa. Pero, debido al juicio, cualquier acción que ellos tomen que dé verosimilitud a la teoría de que el mexicano mató a Crow y a Murphy abre la puerta al argumento de que Ontaveroz también mató a Suade. Y Ryan no permitirá que eso suceda.

Estoy mirando por la ventana hacia el patio trasero, donde el sol se filtra hasta su dura superficie. Las sombras de las hojas de los árboles danzan sobre las junturas de las losas del pavimento.

Susan se levanta, se pone a mi espalda y enlaza los brazos en torno a mi cintura. Noto la calidez de su cuerpo contra el mío. Permanecemos así, una oscilante silueta frente a las puertas ventana.

– Me preocupa hacerte correr riesgos -le digo-. Vi lo que le ocurrió a Murphy por estar en el lugar inadecuado en el momento inoportuno.

– Eso no fue culpa tuya -dice ella.

– No hablo de culpas. Hablo de la dura realidad. De lo que esa gente será capaz de hacer si lo considera necesario para sus fines. En estos momentos piensan que, con Crow muerto, ellos se hallan a salvo. ¿Qué ocurrirá si tengo suerte y descubro algo debajo de otra piedra? Y no me queda más remedio que intentarlo.

– ¿Por qué?

– Porque, de lo contrario, a lo máximo que puedo aspirar es a una sentencia reducida por una acusación menor. Jonah irá a prisión. ¿No lo comprendes? Probablemente morirá allí.

Susan lanza un suspiro al tiempo que se aprieta más contra mí.

– Estoy segura de que, si Jonah lo hizo, fue en defensa propia. Con el arma de Suade.

– Lo malo es que él dice que no estuvo allí.

– Entonces, ¿qué piensas hacer?

– Debo esforzarme al máximo por encontrar a Jessica.

– ¿Crees que ella ayudará a su padre?

– No lo sé. Pero al menos puedo intentar recuperar a la niña. -Me vuelvo para mirar a Susan, cuyos brazos siguen cerrados en torno a mí.

Ella no me mira. Tiene los ojos perdidos y su mirada vaga sobre mis hombros hacia el patio.

– Te ayudaré -me dice.

– No. No quiero que te metas en este asunto. Si te ocupas de cuidar a Sarah…

– Ya estoy metida.

– ¿Te refieres a lo de la pistola de Suade? Eso ya es historia. Con un par de días más en el juzgado, Ryan se olvidará de la cuestión sobre de dónde salió el arma.

Esto no parece afectar demasiado a Susan.

– La niña está en peligro -dice-. Tenemos que encontrarla.

– Yo me ocuparé de ello.

Ella no responde y, haciendo caso omiso de mis palabras, cambia de tema.

– Hay algo que me intriga -dice-. ¿Cómo crees que dieron con ese hombre, con Crow?

– Le he estado dando vueltas a eso. Es posible que nos siguieran a Murphy y a mí la noche que fuimos a entregarle la citación. De ser así, probablemente Ontaveroz le apretó las tuercas a Crow para ver si conocía el paradero de Jessica. En ese caso habría visto la citación y la tarjeta de visita de Murphy.

– Dijiste que Crow no sabía dónde estaba Jessica.

– Eso fue lo que él nos dijo. ¿Quién sabe lo que le diría al mexicano? Cualquier cosa con tal de salvar la vida. Si Ontaveroz encontró la citación, comprendió que nos proponíamos hacer testificar a Crow. Eso hubiera colocado a Ontaveroz en el centro del juicio contra Jonah. No creo que a ese tipo le agrade la publicidad.

– ¿Y por eso mató a Crow?

– Creo que sí.

– Pero la cosa sigue siendo absurda -dice ella-. ¿Por qué iba a matar a Murphy?

– Tal vez creyó que Crow le había contado algo.

– Pero no fue así.

– Eso, Ontaveroz no lo sabe.

Estoy pensando que la llamada telefónica a Murph no fue un acto voluntario por parte de Crow.

– Probablemente le inyectaron la droga a Crow después de la llamada, lo metieron en la bañera y luego se sentaron a esperar la aparición de Murphy.

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