– ¿Qué quieren? -La voz que nos llega a través de un viejo y chirriante altavoz no es amistosa.
– Unos chicos están maltratando un coche al otro lado de la calle -dice Murphy-. Un Datsun gris. Me han dicho que el coche es suyo.
– ¡Mierda! ¿Quién es usted?
– Un vecino -dice Murphy.
– Un momento.
Quedamos a la espera y al cabo de unos diez segundos oímos el sonido de unas botas en la escalera de madera del interior. El de las botas baja los peldaños de dos en dos. Una sombra en el vidrio de la puerta principal. El propietario de la sombra abre la puerta y luego empuja con fuerza la pantalla de tela metálica, y que se joda el que esté en el umbral.
Pero Murphy ya se ha hecho a un lado y se halla entre Crow y yo, de modo que cuando Crow cruza la puerta se encuentra con el puño de Murphy, que lo golpea con violencia en la entrepierna.
Crow suelta un estentóreo gemido, una octava más alto que la voz masculina normal. Crow cae de rodillas sobre el suelo de madera del porche, y trata de protegerse la entrepierna, pero ya es demasiado tarde.
– ¡Jesús! ¿Te has hecho daño? -Ahora Murphy está sobre él. Le agarra un brazo y se lo dobla a la espalda, retorciendo los dedos y la muñeca para maximizar el efecto. El tipo es como un gnomo, un hombrecillo con poderes mágicos. Obliga a Crow a levantarse.
– ¡Mierda! -El rostro de Crow adquiere un tono púrpura que yo jamás he visto en un ser humano.
Murphy empuja al hombre y lo obliga a entrar en la casa y a subir la escalera. La mano y el brazo de Crow deben de dolerle endemoniadamente, y los testículos tampoco estarán precisamente intactos.
Dos minutos más tarde nos hallamos en el interior del apartamento de Crow, con la puerta y los postigos cerrados.
El lugar es una pocilga. Sobre una mesita baja hay parte de una mohosa hamburguesa sobre una arrugada hoja de papel de aluminio. En torno a ella, cuento no menos de seis latas abiertas de cerveza, dos de ellas caídas de costado. Veo más en el suelo. Hay un sofá-cama abierto, sin sábanas, sólo con una manta que no parece haber sido lavada desde el día que la compraron.
Esparcidas por el suelo hay revistas con fotos de mujeres desnudas en las portadas, casi todas ellas en posiciones obscenas, con las partes privadas ennegrecidas. En un rincón hay una desvencijada silla. Murphy se sienta en ella.
– Mierda. -La palabra se está convirtiendo en el mantra de Crow. Está sentado en el borde del colchón del sofá. Tiene una mano en la entrepierna, cerciorándose de que sus preciadísimos órganos siguen allí. Al mismo tiempo, intenta doblar en la dirección adecuada el otro brazo, el que Murphy le ha retorcido.
Su rostro va recuperando el color normal.
– ¿A qué coño viene esto?
– Creo que te has golpeado con la puerta -dice Murphy-. Hay que tener cuidado con los tiradores.
– Mi coche. -Crow está aturdido. Habla de lo último que recuerda.
– No te preocupes por él -dice Murphy-. Espantamos a los chiquillos. ¿Eres Jason Crow?
– ¿Quién lo pregunta?
– ¿El mismo Jason Crow que fue novio de Jessica Hale? -sigue preguntando Murphy.
– Ohhh… -El tipo está demasiado dolorido para responder.
– ¿Eso es un sí? -Murphy se ha levantado de la silla, y va hacia Crow, que sigue en el sofá.
– Sí.
Murphy me mira, como diciéndome «su testigo». Luego va hacia la ventana y se queda mirando al exterior por entre las hojas de los postigos.
– ¿La has visto recientemente? -le pregunto a Crow.
– ¿A quién?
– A Jessica Hale.
– No. ¿Por qué lo pregunta?
– ¿Cuándo la viste por última vez?
– No lo sé. Hace tiempo.
– Intenta recordar -le digo.
– Quizá yo pueda refrescarte la memoria -dice Murphy desde la ventana.
– No la he visto en los dos últimos años. Desde que me encerraron.
– ¿En prisión? -pregunto.
Él asiente con la cabeza. Lo más probable es que esté mintiendo.
– La muy puta me la jugó. Dio a los policías parte del material.
– ¿Drogas?
– No. Parte del botín que nos llevamos. -Habla de los objetos que sustrajeron durante los robos que lo condujeron a prisión-. Me apuñaló por la espalda cuando la policía la detuvo. -Ahora trata de ponerse de espaldas, intentando estirar una pierna y después la otra.
– Quédate donde estás -le ordena Murphy.
– ¿Conoces a un hombre llamado Esteban Ontaveroz? -pregunto.
Crow me mira. Ojos hundidos en las cuencas, un rostro con ganas de llevar barba, pero que se conforma con unos cuantos pelos descuidados que le brotan de la barbilla. El pelo de la cabeza parece haber sido cortado con un cuchillo de matarife.
– ¿Lo conoces?
Él asiente con la cabeza.
– ¿Qué quieren de él?
– Tengo entendido que, hace algún tiempo, Jessica vivió con Ontaveroz.
– Se conocían.
– ¿Cuándo viste a Ontaveroz por última vez?
Él hace una mueca.
– Fue en México -dice-. Hará… no sé, quizá tres años.
– ¿Estaba él con Jessica por entonces?
– Sí. Vivían en la misma casa. Cerca de La Paz. En las colinas. Jessica me habló de ella. Yo nunca la vi. Viajaban. Pasaron algún tiempo en Mazatlán. Hacían esquí acuático. También recogieron material. Asuntos de negocios.
– ¿Cocaína?
Él asiente con la cabeza.
– Ella hacía de mula y se quedaba con una parte.
– ¿Del dinero?
Crow niega con la cabeza.
– Cobraba en drogas. Nunca tenía un puñetero centavo en el bolsillo. Él tenía que darle los pasajes para regresar. Ella entraba en el país en avión, llevando la mierda en sus maletas. Al menos, eso fue lo que me dijo.
– ¿Tú nunca viste la droga?
Él hace una mueca.
– Un par de veces -dice.
– Pero viste juntos a Jessica y a Ontaveroz, ¿no?
Crow asiente con la cabeza.
– Claro.
– ¿Se te ocurre algún motivo por el que Ontaveroz deseara ver muerta a Jessica?
De pronto, la mirada de Crow va de mí a Murphy y vuelve a posarse en mí, todo ello en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Está muerta?
– ¿Sabes por qué podría querer matarla Ontaveroz? ¿O localizarla?
– Me han contado cosas, pero no lo sé a ciencia cierta.
– ¿Qué cosas te han contado?
– Que ella se quedó con un dinero. Pero puede que fueran simples rumores.
– ¿Quién te contó eso?
– Un tipo que estaba cumpliendo condena en Folsom. Él la conocía. Me dijo que la había visto en México. Pero no sé si me dijo la verdad.
– ¿Cómo se llamaba el tipo?
– Eddie. Eddie algo.
– ¿Sigue encerrado?
– A no ser que hayan comenzado a dar permisos a los que cumplen una perpetua, allí sigue.
– ¿Pero no recuerdas su apellido?
Crow reflexiona unos momentos, y luego menea la cabeza.
– Si pienso en ello, es posible.
– Si lo recuerdas, anótalo.
Él asiente con la cabeza.
– ¿Trabajaste alguna vez para Ontaveroz?
– ¿Yo? No. Ni hablar. Nunca me he metido en drogas -dice, como si su elevada moral se lo impidiese.
– Él te utilizaba para otros fines, ¿no?
– A veces. Hice cosas para él. Pero nunca drogas.
– ¿Qué cosas?
– Ya sabe -dice él.
– No, no sé.
– Le vendía cosas. Baratas. -Mira hacia Murphy, preguntándose cómo es posible que el tipo, que es como un toro sin piernas, lograra sacudirle. No está seguro de que le convenga volver a intentar oponerse a mi compañero.
– ¿Qué cosas?
– De las buenas. Televisores. Cámaras. Sonys de pantalla enorme. Esas cosas le gustaban.
– Y tú, naturalmente, las sacabas de casas ajenas.
Él asiente con la cabeza.
– ¿Cuándo conociste a Jessica?
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