Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– Protesto, señoría. No existen pruebas de que la víctima disparase contra ella misma. -Ryan se ha puesto en pie.

– Yo no he dicho eso.

Ryan ha plantado la semilla. Yo trato de aprovecharla al máximo.

– Pero ya que la acusación lo menciona, en este caso hay tantas pruebas de suicidio como de homicidio.

– Protesto. -Ahora Ryan ha descargado el puño sobre su mesa.

– El jurado hará caso omiso del último comentario -dice Peltro-. Señor Madriani, no siga por ese camino.

– Sí, señoría.

– Solicito que la pregunta sea eliminada -dice Ryan.

– ¿Cuál era la pregunta? -dice el juez.

– Pregunté al testigo si los residuos de pólvora encontrados en las manos de la víctima tendían a indicar que era ella la que sostenía la pistola.

– Y yo protesto -dice Ryan-. La pregunta contiene una insinuación que no se halla sustanciada por pruebas.

– ¿A qué insinuación se refiere? -pregunto.

Él me mira, sin querer dar explicaciones frente al jurado, con lo cual sólo conseguiría aumentar sus problemas. Sabe que yo pretendo sacar a colación la pequeña pistola de Suade.

Peltro nos hace seña de que nos acerquemos al estrado y pide al jurado que salga un momento. Los jurados hacen mutis, seguidos por un alguacil.

– ¿A qué viene todo esto? -Peltro mira a Ryan desde lo alto de su estrado. No tiene ni idea de adónde pretendo ir a parar porque hemos aplazado nuestro alegato inicial hasta que nos toque el turno de plantear nuestras tesis. Tuve que hacerlo para poder aludir a Ontaveroz, si es que logro encontrar las pruebas necesarias.

– Intenta conseguir que mi testigo diga que la pistola estaba en manos de la víctima. No hay prueba alguna de que disparase contra sí misma -dice Ryan.

Dos reporteros situados en la primera fila se echan hacia adelante, inclinándose sobre la barandilla, con la esperanza de enterarse de lo que decimos.

Peltro los ve, y los señala con el índice.

– Tal vez les apetezca salir un momento a tomar café -dice. ¿Y perder sus puestos ante la horda que espera conseguir asiento? Retroceden.

Peltro me mira.

– Existen pruebas de que la víctima poseía una arma de fuego -le digo-. Una pistola calibre tres ochenta.

Al oír esto, el juez enarca las cejas. Mira a Ryan.

– No existe ninguna prueba de que la tuviera en su poder en la escena del crimen -dice Ryan.

– Tampoco hay pruebas de que no la tuviera -digo-. No encontraron ustedes el arma -le recuerdo.

– ¿Insinúa usted que ésa fue el arma del crimen? -Peltro me lo pregunta a mí.

– Nos limitamos a decir que cabe esa posibilidad, señoría.

– ¿Niega usted que la víctima poseyera una pistola? -El juez vuelve a dirigirse a Ryan.

– No, señoría.

– ¿Han encontrado ustedes la pistola? ¿La que era propiedad de la víctima?

Ryan niega con la cabeza.

Peltro ya ha oído suficiente. Se retrepa en su sillón.

– Voy a permitir la pregunta -dice, y nos indica por señas que volvamos a nuestros puestos. Vuelven a hacer pasar al jurado, cuyos componentes están haciendo más ejercicio del que esperaban.

– Doctor Morris. Se lo pregunto de nuevo: ¿no es cierto que la existencia de residuos de pólvora en las manos de la víctima es coherente con la posibilidad de que fuera ella la que sostuviese la pistola?

– Es posible -responde Morris-. Pero no está del todo claro.

– Bien. Concentrémonos en la mano derecha. ¿Está usted familiarizado con el concepto del soplo hacia atrás en lo referente a la descarga de una arma de fuego?

– Creo que sí.

– ¿Y cuál es ese concepto, según lo entiende usted?

– Que cuando alguien sostiene una arma y la dispara, parte de los residuos de pólvora caen sobre la mano del que la empuña.

– ¿Y dónde caen esos residuos? ¿Sobre la palma?

– No.

– Porque la palma está cerrada, sosteniendo el arma, ¿no?

– Sí.

– Entonces, ¿dónde se encuentran esos residuos, doctor?

– En el dorso de la mano -dice Morris. Se roza la parte superior de la mano derecha, entre el índice y el pulgar, en un movimiento en dirección a la muñeca.

– ¿Y dónde encontró usted los residuos de pólvora en la mano derecha de la víctima? ¿No fue precisamente en esa zona?

– Parte de ellos, sí.

– Gracias, doctor.

DIECINUEVE

Esta tarde Murphy nos está esperando, sentado en la parte alta de la escalinata exterior de nuestro bufete cuando Harry y yo regresamos del juzgado. Yo cargo mi portafolios, que está lleno de documentos. Harry va detrás de mí, con un carrito plegable de los que se usan para llevar equipajes en los aeropuertos. Mi socio lleva en él dos grandes cajas llenas de documentos y, sobre ellas, un embalaje de cartón sin tapa con documentos del caso de la fiscalía, junto con anotaciones que tal vez utilicemos nosotros para repreguntar a los testigos periciales.

– ¿Por qué demonios no ha respondido usted a mis mensajes? -pregunta Murphy-. Llevo dos días intentando localizarlo. -Se pone en pie cuando nos ve pasar frente al restaurante Miguel, de cuyo interior salen cálidas notas de música de salsa.

– ¿Encontró usted a Bob y a Jack? -le pregunto.

– No, pero he localizado a Jason Crow, el antiguo novio de Jessica. -El mozo de equipajes del aeropuerto.

Veinte minutos más tarde me hallo en el asiento del acompañante mientras Murphy conduce su baqueteado Chevy Blazer por el Gaslight District y Golden Hill (Colina Dorada) arriba. Pese a su nombre, la zona no tiene nada de dorada. El vecindario se encuentra situado sobre el centro de la ciudad, al sur de Balboa Park. Las grandes y antiguas viviendas unifamiliares de la zona se han transformado en edificios de apartamentos.

Murphy se mete por una de las calles laterales situadas al sur de Market, recorre dos calles, buscando una dirección. Conduce con una mano y en la otra lleva un pedazo de papel.

– Aquí es -dice.

Se detiene junto al bordillo frente a una gran casa de madera de tres pisos. En sus tiempos debió de ser la vivienda de una familia acomodada, pero sus tiempos pasaron hace mucho. El edificio necesita una buena cantidad de reparaciones. Sobre el borde de uno de los desagües del tejado hay una vieja antena, una reliquia de los años cincuenta. De ella cuelga un cable por el que, probablemente, no ha pasado ninguna señal de televisión en los últimos treinta años. A una de las ventanas de la parte delantera le falta el cristal, que ha sido sustituido por un panel de madera que parece llevar ahí no menos de una década.

En la parte delantera y en un costado de la casa hay luces encendidas. Dos bombillas desnudas iluminan el porche.

Ahora Murphy está mirando hacia el otro lado, hacia la izquierda, y lee lo que está escrito en el pedazo de papel.

– El pequeño Datsun de ahí es de Crow. Conseguí la matrícula en el Registro de Vehículos de Motor. Crow compró el coche hace una semana, y pagó en efectivo. Pero el vendedor presentó la documentación en el registro. Supongo que temía que Crow atropellase a alguien y lo demandaran a él. Fue así como obtuve la dirección.

– Parece que Crow ha conseguido dinero -digo.

– Probablemente, dinero ajeno -responde Murph.

Nos apeamos, cerramos lo más silenciosamente posible las portezuelas y subimos la escalinata de madera que conduce a la puerta principal de la casa.

Murphy estudia las tarjetas con nombres que hay junto a la hilera de timbres situada junto a la puerta principal. Advierto que una de las tarjetas, escrita a bolígrafo y con mayúsculas, parece más nueva que las demás.

Murphy se vuelve hacia mí y levanta tres dedos y luego pulsa el botón adecuado. Sin esperar, lo pulsa de nuevo varias veces. En algún lugar de la parte alta de la casa se escucha el sonido de un zumbador.

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