Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– Generalmente, lesiones de color rojo pardusco o rojo anaranjado en torno al orificio de entrada de una bala.

– Eso en el caso de que se hallen en la piel de la víctima, ¿no?

– En efecto.

– Pero… ¿no podrían esas huellas quedar enmascaradas por la ropa gruesa en el caso de que la víctima la llevase? Lo que pregunto es si no está demostrado que en una situación así las huellas del tatuaje podrían aparecer sobre las ropas, no sobre la piel.

– He visto casos así.

– En este caso, ¿encontró rastros de tatuaje en las ropas de la víctima?

– Algunos -dice Morris-. Pero eso puede ocurrir aun en el caso de que la distancia sea de cuarenta o cuarenta y cinco centímetros.

– Lo que le pregunto no es eso. Lo que le pregunto es si encontró en las ropas de la víctima indicios de tatuaje, de partículas calientes de pólvora y gas procedentes de la descarga de una arma de fuego en los orificios de entrada o cerca de ellos.

– Sí, algún indicio encontré.

– Gracias. Si no he entendido mal, esto indicaría que el cañón del arma de fuego que disparó las dos balas estaba lo bastante cerca como para dejar esas marcas de pólvora, ¿no?

– Como he dicho, a cuarenta o cuarenta y cinco centímetros.

– ¿Me está diciendo que, cuando se efectuaron los disparos, el cañón del arma estaba a esa distancia?

– Podría haberlo estado -dice Morris. Ahora está mirando a Ryan.

– Eso se aplica a un calibre treinta y ocho, doctor, ¿no es así? ¿No hablamos en este caso de una bala menor? ¿Con menos pólvora en el cartucho?

– No lo sé -dice Morris.

– ¿No es cierto, doctor, que las dos balas en cuestión no eran de nueve milímetros, sino de calibre tres ochenta, lo que se conoce como una bala del nueve corto?

– Tenían un diámetro de nueve milímetros -dice. Morris intenta dejar claro que no ha engañado al jurado, sino que simplemente lo ha despistado un poco.

– Usted sabe lo que es una bala del nueve corto, ¿verdad?

– Sí.

– Y también conoce la diferencia entre una bala así y una del nueve largo.

– Sí: la del nueve corto es más corta -dice Morris alzando un poco la voz, y luego mira al jurado y sonríe. Suenan algunas risas.

– Doctor, ¿no es un procedimiento habitual en las autopsias pesar las balas extraídas de un cadáver para determinar el peso en granos de tales proyectiles?

– Sí.

– ¿Y pesó usted esas balas?

– En efecto.

– ¿Recuerda el peso en grano de las dos balas en cuestión?

– Tendría que consultar mi informe -dice él.

– ¿Puedo acercarme al testigo? -pregunto a Peltro.

El juez asiente con la cabeza. Tengo los papeles grapados en la mano. Se los muestro a Morris.

– Página cinco del informe de la autopsia -digo al tribunal. Ryan pasa varias hojas.

– Parece que fueron noventa y cuatro coma tres granos en una y que la otra estaba fragmentada. Alcanzó el hueso. Ésa pesaba sólo ochenta y dos, con fragmentos.

– Concentrémonos de momento en la bala que pesaba noventa y cuatro coma tres granos. -Me vuelvo y regreso hacia el podio-. ¿Es ése el peso habitual de una bala de nueve milímetros?

– Señoría, esto va más allá del tamaño y el calibre del proyectil -dice Ryan.

– Si el testigo conoce la respuesta, puede darla -dice Peltro.

– No estoy seguro -dice Morris. Trata de encontrar una escapatoria, aprovechando el cable que le ha echado el juez.

– Doctor, ¿no es cierto que el peso normal de una bala de nueve milímetros, de las que se pueden comprar en las armerías, es de ciento quince granos?

– Sí, ciento quince parece una cifra adecuada -dice.

– Y, sin embargo, ambos proyectiles pesan considerablemente menos.

Él no dice nada y se limita a asentir con la cabeza.

– ¿Conoce usted el peso en granos de un proyectil del tres ochenta o del nueve corto?

Morris hace una mueca y, tras una larga pausa:

– ¿Noventa y cinco granos? -Aunque lo dice como una pregunta, resulta evidente que conoce la respuesta.

– Exacto. O sea que es probable que se tratase de proyectiles de tres ochenta, ¿no?

– Probablemente. Pero el calibre sigue siendo de nueve milímetros. -No está dispuesto a dejar de insistir en este detalle.

– Pero en un cartucho menor, ¿no?

– Probablemente.

– ¿Y con menos pólvora en su interior?

– Supongo que sí.

– O sea que su cálculo de la distancia máxima para el tatuaje no es correcto para una distancia de entre cuarenta y cinco y sesenta centímetros, ¿no?

– Se trata de distancias aproximadas.

– ¿No resulta más probable que la distancia máxima sea de unos treinta centímetros?

– Es posible.

Es todo lo que voy a sacar del testigo: pequeñas victorias hechas de posibilidades.

– Y ésa es la distancia máxima posible, ¿no?

– Quizá.

Lo miro fijamente.

– Sí -concede al fin Morris.

– ¿Estaba chamuscada la ropa de la víctima?

– Sí, un poco.

– ¿No indica eso que la distancia a la que se hizo el disparo fue considerablemente menor de lo que antes ha dicho usted?

– Insisto en que todo son cálculos acerca de la distancia a la que se efectuaron los disparos.

– ¿No es posible que la víctima se hubiese debatido por el arma?

– ¿Qué quiere decir con «debatido»?

– Doctor, ¿encontró usted residuos de pólvora en las manos de la víctima?

– Heridas defensivas -dice él-. Serían de esperar si ella hubiese alzado las manos para defenderse cuando la pistola se disparó.

Comienzo a hojear el informe mientras él me estudia desde el banquillo de los testigos a través de las lentes de sus gafas, gruesas como culos de botella.

– En el lugar del crimen, ¿le puso usted a la víctima bolsas en las manos, doctor?

– No.

– ¿Por qué no?

– No lo consideré necesario.

– ¿Acaso no es el procedimiento habitual en la mayor parte de los homicidios colocar sobre las manos de la víctima bolsas de papel que luego se cierran en torno a las muñecas para proteger las pruebas que pueda haber bajo las uñas?

– A veces se hace -dice Morris-. Depende de cuál sea el crimen.

– Comprendo. ¿Y para qué clase de crímenes envolvería usted las manos de la víctima en bolsas?

Él reflexiona un instante.

– Una violación en la que la víctima hubiera muerto -dice-. Se puede encontrar piel o cabello debajo de las uñas.

– ¿Qué más?

Morris mira a su alrededor, pensando.

– Un apuñalamiento en el que pueda haber habido lucha. Una pelea por el arma.

– ¿Qué más?

Él menea la cabeza, inseguro, ya sin respuestas.

– ¿No es cierto, doctor, que el procedimiento adecuado en prácticamente todos los homicidios es embolsar las manos de la víctima para evitar que las pruebas se contaminen?

– Ciertos profesionales lo hacen. Depende de los criterios de cada cual.

– ¿Ah, sí? ¿En este caso dependió de su criterio hacerlo o no?

Él asiente con la cabeza.

– Y sin embargo, según su informe, se hallaron restos de pólvora en las manos de la víctima, ¿no?

– Como he dicho, se trató de un movimiento defensivo -dice Morris.

– ¿En la parte posterior de la mano derecha de la víctima? -pregunto.

Esto lo deja callado.

– ¿Es habitual que una víctima extienda la mano en movimiento defensivo con la palma vuelta hacia ella?

– Es posible, si sólo inició el ademán.

Golpeo el podio con el informe.

– ¿No es más cierto, doctor, que los residuos de pólvora que encontró en la mano derecha de la víctima tienden a indicar que era ella la que sostenía la pistola? ¿Que, en realidad, también encontró usted residuos en la otra mano, y que ambas manos se encontraban sobre el arma cuando ésta fue disparada?

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