Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– Cuando pienso en Brower, la última palabra que se me ocurre es sensible.

– Exacto -dice ella.

Estoy pensando que ahora el futuro profesional del hombre es francamente limitado. Susan vuelve a concentrarse en el espejo y en el cepillo, y se lo pasa por el sedoso cabello.

– Quizá quien debió mostrarse más sensible fui yo -le digo-. Quizá fui yo el que no debió pedirte que fueras por el bufete aquella mañana.

– Yo estaba allí por un motivo justificado. A fin de cuentas, tenías razones para sospechar que Suade se había llevado a la nieta de Jonah.

– Sí. Lo cual es un excelente motivo para cometer un asesinato.

– Dime una cosa: ¿qué sucedió con la teoría de que el asesino disparó desde un coche que pasaba?

Aquélla fue la versión que publicaron inicialmente los periódicos, mientras la policía aún estaba ocultando lo ocurrido, antes de que hubiese nada de lo que informar.

– Un tiroteo en la boca de un callejón. Era la hipótesis más razonable. Pero sospecho que la policía nunca creyó en ella. No encaja con las pruebas materiales.

– ¿A qué pruebas materiales te refieres?

– Pues, por ejemplo, que encontraron dos cigarrillos que pertenecían a Suade encima de su cadáver. Uno de ellos incluso le quemó parte del vestido. La policía piensa que las colillas y la ceniza pertenecen al cenicero del asesino.

– ¿Como el cigarro?

– Exacto.

– O sea que ella fumó. ¿Y qué?

– Si Suade tuvo tiempo de fumar dos cigarrillos y de apagarlos en el cenicero del coche, ella y el que la mató, quienquiera que fuese, pasaron un rato charlando en el vehículo. Ese es el tipo de prueba que hace que los expertos en reconstrucción piensen que se trató de un acto premeditado.

– Ah. -Por el espejo veo que Susan asiente lentamente con la cabeza según lo va asimilando todo, las pruebas y las conclusiones que se pueden sacar de ellas-. ¿Han encontrado la pistola?

– Todavía no. O, si la han encontrado, no nos han dicho nada a nosotros.

– ¿Jonah tenía una pistola?

– Él dice que no.

– Pero tú no lo crees.

– No sé qué creer. Tengo a alguien investigándolo. Ése es el problema cuando uno no está en el ajo -le digo-. A los departamentos que se encargan de registrar quiénes tienen armas de fuego y cosas por el estilo no les hace la menor gracia compartir información con uno cuando saben que uno es el defensor en un caso de homicidio. Es algo que va contra su religión.

– ¿Cómo era la bala? ¿De qué calibre?

– ¿Qué es esto? ¿Un súbito y morboso interés por la balística?

– Dame ese gusto.

– Dispararon contra ella dos veces. Calibre tres ochenta. Debió de tratarse de una pequeña semiautomática.

– El tipo de arma que usaría una mujer. Le cabría en el bolso.

– Sí.

– Ella tenía una así.

– ¿Quién?

– Suade. -Susan me mira a través del espejo. Su expresión es inescrutable-. ¿Qué quieres? -sigue-. Algunos sí estamos en el ajo. -No puede contener una sonrisa-. Hice que alguien lo investigara. No Brower, desde luego. Alguien en quien confío.

Pienso en el sustituto de Brower. Tiberio tiene un nuevo Sejano.

– Yo no pensaba decirte nada a no ser que el calibre fuera el mismo -dice Susan-. ¿Para qué hacerte albergar falsas esperanzas? Pero los de Alcohol, Armas de Fuego y Tabaco…

– Alcohol, Armas de Fuego y Tabaco -digo-. AAFT.

– Eso es lo que he dicho. Alcohol, Armas de Fuego y Tabaco. Sus registros demuestran que Suade tenía una pistola. Y creo que era del mismo tipo que el arma del crimen.

Me mira en el reflejo del espejo y se da cuenta de que me he quedado estupefacto. Se levanta, cruza la habitación y va hasta su bolso, que está colgado en uno de los postes de la cabecera de la cama. Saca de él una nota y lee un número de serie.

– Sí. Dice que es una Walther tres-ocho-cero. PPK. No sé lo que es eso.

– El modelo -le digo.

Susan me entrega el papel.

– Es el mismo calibre, ¿no?

Le echo un vistazo a la nota.

– Pues sí, el mismo.

– Quizá la mataron con su propia pistola -dice Susan-. Podría tratarse de un caso de defensa propia. O incluso de un accidente. Pero hazme un favor: no le digas a nadie de dónde sacaste la información.

Asiento con la cabeza.

– ¿Dónde estará?

– ¿El qué? -pregunta ella.

– La pistola de Suade -respondo.

Susan se encoge de hombros, como diciendo «¿Quién sabe?».

TRECE

Existe el extendido mito de que los tribunales son inmunes a la política. En este estado, los jueces se presentan a la reelección, y generalmente cada seis años les entran sudores fríos pensando si los confirmarán en sus puestos o no.

Lo de los jueces en televisión se ha convertido en una floreciente industria, un ejército de ambiciosos con toga que buscan aparecer en la pequeña pantalla y convertirse en la próxima juez Judy o el siguiente juez Joe Wapner. En un juicio famoso, pueden convertirse en celebridades de la noche a la mañana, con una nueva carrera en perspectiva: repartir justicia a cambio de índices de audiencia.

Por una serie de razones, algunas de ellas incluso lógicas, a Jonah le han denegado la fianza. El fiscal ha hecho valer el argumento de que un hombre con los recursos financieros de mi cliente, antes que hacer frente a un juicio por un delito capital, puede sentirse súbitamente atraído por las cálidas playas de México o incluso de Río, donde la palabra extradici ó n ni siquiera aparece en el diccionario.

Jonah ya se ha resignado a pasar un breve período de tiempo tras las rejas en espera de juicio. Yo rezo por que sólo sea un breve período de tiempo.

Cada día que pasa parece que la montaña que hay que escalar sea más y más escarpada. Los grupos feministas se han hecho con las pruebas incriminatorias y con el comunicado de prensa que Suade nunca llegó a enviar, en el que acusa a Jonah de agresiones sexuales contra su hija y su nieta. Han organizado un gran revuelo en los medios, emponzoñando con gran eficacia a los posibles jurados. Jonah se está convirtiendo rápidamente en el prototipo del maltratador de mujeres, aunque Mary se ha colocado frente a las cámaras en el patio delantero de su casa para decirle a la prensa que las acusaciones son infundadas.

Hace dos días se vio obligada a comparecer ante los medios frente a su casa, con Harry junto a ella.

– Mi marido jamás me ha maltratado. Nunca ha agredido sexualmente a nuestra hija.

Como no desmintió con la suficiente celeridad las acusaciones acerca de su nieta, los periodistas interpretaron esto como una admisión de culpa, y la ametrallaron con un millón de preguntas tendenciosas, hasta que Harry tuvo que intervenir, con las manos alzadas para acallar a la multitud, explicando:

– Lo que ha dicho la señora Hale se aplica igualmente a su nieta.

Como era de esperar, el descuido se convierte en la noticia de cabecera de todos los informativos que se ocupan de la historia. Han bautizado el asunto como «El caso del violador de la lotería», y los presentadores de televisión, esos que cobran veinte millones al año, hablan de él con guiños y sonrisitas, ofreciendo el tema como aperitivo de las noticias de la noche.

Ésa es la razón de que esta mañana me encuentre en la oficina del fiscal de distrito, en un intento de extinguir el fuego antes de que se convierta en un incendio forestal. Me han llamado de la oficina del fiscal. Supongo que están preocupados. La publicidad es del tipo que puede dar base a una apelación, y está convirtiéndose en un fenómeno descontrolado.

Ruben Ryan está sentado tras su escritorio, con las manos entrelazadas detrás de la nuca y meciéndose en su sillón de cuero de alto respaldo. Ryan es un acusador profesional, uno de los tres miembros de la oficina del fiscal que se encargan de los crímenes notables que se producen en este condado. Lleva veinte años en el cargo, muestra la torva actitud que acompaña a la experiencia, y tiene un frasco de antiácidos del tamaño de un bote de mayonesa de tamaño familiar.

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