– Quiero tomar una foto. Las chicas están amontonadas unas sobre otras en una sola cama. Están tan graciosas que quería sacarles una foto antes de que se despierten. Lo único que se ve son pelos largos y almohadas.
– Si te preocupas por Sarah, tranquilízate. A no ser que le des un buen meneo, no se despertará hasta el mediodía. Y luego tardará cuatro horas en despertarse del todo. Vagará como una zombi, esperando que el desayuno aparezca sobre la mesa por arte de magia y que su hada madrina haga la cama.
– Maldita sea. -Susan está hablando consigo misma, mascullando, mientras revuelve las cosas del cajón-. ¿Recuerdas la que digo? La Olympus que tiene la lente oculta, con funda de imitación de cuero.
– Recuerdo haberla visto.
– Parece ser que también se la llevaron -dice. Susan lleva una eternidad rellenando los formularios del seguro. Una cosa aquí, otra allá. Repasando declaraciones de Hacienda y viejos resguardos de las tarjetas de crédito, buscando recibos que demuestren que tenía pertenencias que ahora han desaparecido. Los objetos que no se usan todos los días son los más difíciles de recordar. En caso de incendio o de inundación, la cosa se hace de una sola vez. Uno trata de recordar lo que estaba en cada sitio, cierra los ojos y efectúa un paseo mental por cada habitación, revolviendo todos los cajones. Pero en un robo, a no ser que se hayan llevado todo el contenido de tu casa en un camión, la cosa es muy distinta.
Una tarde abrió el armario buscando algo que ponerse. Nos habían invitado a asistir a una cena formal. Había puesto sobre la cama su vestido negro recamado de lentejuelas. Diez minutos más tarde salió del dormitorio escupiendo vinagre y hecha un basilisco. Una combinación corta de encaje, que no usaba todos los días pero que era lo único que podía llevar bajo el vestido, brillaba por su ausencia.
– Tuvieron que ser unos chiquillos. ¿Quién, si no, iba a robar algo así? -Susan casi esperaba ver aparecer la prenda colgada de cualquier señal de tráfico del vecindario. Le producía sonrojo declarar su robo en el formulario del seguro.
Susan desiste de buscar la cámara.
– Supongo que tendrás que conformarte con hacer un dibujo -le digo.
– Eso es lo que me encanta de ti. Eres tan comprensivo. -Ése es uno de los defectos de Susan. Tiende a apuntar su exasperación contra el blanco menos indicado.
– ¿Qué quieres que haga?
– Quiero que eches a un lado esa sábana. -Sus oscuros ojos refulgen al mirar la parte de la sábana que está remetida en el colchón. Su mirada me anuncia sus intenciones antes de que ella entre en acción. Mis manos se mueven con más rapidez, agarro el embozo y ella no puede quitármela. Pero sigue tirando-. Si quieres que haga un dibujo, tendrás que quitarte la sábana. -Ahora se ríe de mí con risa de colegiala-. ¿Qué pasa? ¿Nunca posaste en las clases de arte de la universidad? Creí que todos los tíos buenos lo hacíais.
– Debiste de ir a una universidad distinta de la mía -le digo.
– O eso, o tú no eras uno de los tíos buenos.
– ¿Debo interpretar eso como una queja?
– No. -Ella finalmente suelta la sábana. Yo recojo mis calzoncillos boxer-. Ya va siendo hora de que te levantes de la cama. Y luego dices de tu hija.
– ¿A qué hora nos acostamos?
– No sé. ¿A las doce y media?
– Es la noche que más pronto me he acostado en toda la semana.
– ¿Qué quieres, que me compadezca de ti? -Con el pulgar y el índice, hace como si tocase un violín en miniatura, y luego, antes de que me sea posible reaccionar, vuelve a agarrar la sábana y la arranca de la cama.
– Demasiado tarde. -Yo ya me he puesto los calzoncillos.
– Eso tiene remedio.
– En otra ocasión. -Miro a mi reloj, que se halla sobre la mesilla de noche-. No me había dado cuenta de lo tarde que es. -Dos segundos después estoy trajinando en el armario, en busca de unos vaqueros y una camisa de franela que dejé en él la última vez que dormí aquí. Nos vemos con tanta frecuencia, que cada uno tiene una especie de guardarropa informal en casa del otro. Cojo del suelo del armario unas zapatillas de correr, cada una de las cuales tiene en su interior un calcetín blanco. Es sábado por la mañana.
– Tengo que ir al centro -anuncio a Susan.
– ¿Adónde, al bufete?
– A la cárcel. Tengo que hablar con Jonah.
– ¿Estás seguro? -Comienza a bailar para mí una lasciva danza, meneando sensualmente las caderas al tiempo que juega con el botón superior-. ¿Quieres que te devuelva tu camisa?
– A la larga, sí, pero en estos momentos no la necesito.
Deja caer los hombros, ladea la cabeza y me mira torcidamente.
– Eres un aguafiestas -dice-. Pensaba que íbamos a pasar el día juntos.
– Sólo me llevará una hora. Tengo que hablar con Jonah.
– ¿Por qué no te vas a vivir con él? Desde luego, él te ve mucho más que yo.
– No creo que se prestaran a ponernos un jergón de matrimonio -digo-. Además, a él mis camisas no le sentarían tan bien como a ti.
Ella coge un sujetador, unas braguitas y un top y se dirige al baño principal.
– ¿Qué tal aguanta Jonah? -pregunta. La puerta está entornada, así que nuestras voces tienen que alzarse unos cuantos decibelios.
– Bien, supongo. Mary está preocupada por su salud.
– ¿Es que está enfermo?
– Tiene el corazón averiado -la informo-. Hipertensión.
– Encima de todo lo demás -dice ella-. Esto debe de estar resultando muy duro para los dos.
– Pues sí.
– Lamento que Brower dijera lo del cigarro. De haber sabido que iba a hacer una cosa así, informar de ese modo a la policía, al menos te habría avisado de antemano.
– No tiene demasiada importancia. Cuando registraron la casa de Jonah, encontraron una caja entera de esos puros. Él no pretendió esconderlos en ningún momento.
– Aquel día hice mal llevando a Brower a tu oficina. Ahora es un testigo. Quiero decir que, si él no hubiera oído a Jonah decir las cosas que dijo…
– Tú también las oíste.
Ella asoma por la puerta.
– Ya, pero yo soy yo.
– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no testificarías si te citasen a comparecer?
– Si Brower no hubiera estado allí, nadie habría sabido que yo estaba presente, salvo tú, tu socio y el acusado. Al acusado no pueden hacerlo testificar y, a no ser que yo haya entendido mal las normas, a un abogado no pueden obligarlo a declarar en contra de su cliente. Así que, de no ser por Brower, ¿cómo iban a saber que yo estaba en el bufete?
Susan lo tiene todo calculado. Según están las cosas ahora, es posible que la citen para comparecer, para que cuente lo que escuchó.
– ¿Los investigadores ya se han puesto en contacto contigo?
Ella, que ahora está ante el tocador, niega con la cabeza, y se pasa el cepillo por el pelo.
– Pero los espero en cualquier momento -dice-. Tarde o temprano llamarán a mi puerta. Brower me mira de un modo muy raro. Últimamente se ha mostrado muy nervioso, y mantiene las distancias. Sabe que estoy furiosa con él.
– No deberías tomártelo tan a pecho -le digo.
– Debió consultar conmigo antes de correr a entregar el cigarro a la policía. Si él estuvo presente en la reunión, fue sólo porque yo lo invité.
– ¿Y qué ibas a decirle? ¿Que se fumara el puro?
– No. -Susan deja el cepillo, se vuelve y me mira-. Le habría dicho que entregase el cigarro. Pero habría sido yo la que tomara la decisión. Ahora parece que yo haya tratado de encubrir las cosas.
– No por mi culpa, espero.
– La gente del trabajo sabe lo nuestro. Hablan de nosotros. Ya tengo bastantes problemas en el departamento. El fiscal general nos está echando el aliento en la nuca. Los periódicos nos acusan de fabricar pruebas, de sugerirles historias de horror a los niños. Bien sabe Dios que ellos no necesitan que nosotros nos inventemos nada. Brower debió mostrarse más sensible, tener en cuenta la situación general.
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