Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– ¿Espera usted que me crea que su departamento no tuvo nada que ver con la filtración a la prensa?

– No me importa lo que usted crea -dice él-. Le digo lo que sé. Estamos investigando.

– ¿Quiénes, aparte de usted y sus investigadores, tuvieron acceso a los comunicados de prensa que imprimió Suade? -le pregunto.

– Tengo entendido que usted tenía uno. -El comentario lleva tras de sí el interrogante de cómo me hice con él, aunque Ryan no llega a hacerme la pregunta.

– ¿Y por qué iba a entregárselo yo a los medios? ¿Para que la prensa se le echase encima a mi cliente?

– ¿Para crear una publicidad adversa previa al juicio? ¿Para abrir la puerta de una apelación? Ha habido casos de abogados defensores que han hecho cosas parecidas. Quizá desee usted que el caso lo juzgue otro tribunal.

– Exacto. El de Mojave en agosto -le digo a Ryan. Como si pudiéramos escapar de la publicidad. Tendríamos que irnos a la luna.

Él admite la pertinencia de mi observación con una expresión de absoluto desinterés.

– Usted se ha mudado a esta ciudad, y debe aprender cómo se hacen aquí las cosas. -Lo dice como si la Constitución no se aplicase al sur del Tehachipis-. ¿Desea escuchar la oferta que estamos dispuestos a hacerle, o no?

– Soy todo oídos.

Ésta es nuestra primera reunión, y aunque el tono es cordial, la intención está clara. Ryan desea mantenerse por delante de la curva de la percepción pública. Parte de la base de que antes de un mes, debido a las filtraciones y a la intensa publicidad, las encuestas públicas demostrarán que la mayoría de los votantes considerarán culpable a Jonah. Una vez se arraigue tal creencia, en un caso de tanta prominencia como éste, nadie querrá perderlo en un juicio con jurado. Una derrota de ese estilo puede volver del revés a una fiscalía y dejarla sumamente maltrecha. Una forma de evitar ese peligro es llegar a un acuerdo previo cuanto antes.

Ryan ensombrece ligeramente la expresión de su rostro, lo que suelen hacer algunos actores de cine cuando se disponen a decir algo trascendental.

– Su cliente es viejo -me dice-. Morirá entre rejas… si es que antes no muere ejecutado.

– ¿Pretende decirme que éste puede ser un caso que termine en una sentencia de muerte?

– Lo que le digo es que si usted insiste en una declaración de inocencia, nosotros podemos alegar circunstancias especiales.

– Hagan lo que quieran -digo.

– Lo haremos. También es posible que a Suade le disparasen cuando ella estaba fuera del coche, quizá apoyada en la ventanilla.

Ésta es una de las sutilezas de la ley. En este estado, los estatutos del homicidio en primer grado fueron enmendados hace unos años para adaptarlos a la proliferación de asesinatos cometidos desde el interior de coches en marcha. Se definió como homicidio en primer grado el cometido desde el interior de un coche hallándose la víctima en el exterior. Tal enfoque haría posible que en nuestro caso se pidiera la pena de muerte.

– ¿Y cómo explicará usted al jurado que los cigarrillos de Suade llegasen al cenicero del asesino? ¿Diciendo que ella tenía los brazos larguísimos? ¿Y lo de las quemaduras de pólvora en la ropa?

– ¿Quiere usted correr el riesgo? El asunto tiene muchas facetas. Su cliente no va a resultar nada simpático. Ganó ochenta millones de dólares en la lotería. Hay mucha gente que compra boletos con dinero ganado con el sudor de su frente y nunca consigue premio.

– ¿Es de eso de lo que se trata?

– Me limito a explicarle la dinámica del asunto -dice Ryan.

Lo que intenta hacer es sacudirme con todo lo que tiene, descerrajarme un escopetazo y ver qué perdigones alcanzan el blanco y cuáles no. Todo esto, antes de efectuar su oferta, para que luego ésta me parezca el colmo de la magnanimidad.

– Creemos que existe la posibilidad de que podamos demostrar que Suade era una testigo que poseía información acerca de actos criminales -sigue Ryan.

– ¿De qué me está hablando?

– Le hablo del asesinato de una testigo. Lo cual, según el Código Penal, es otra circunstancia especial que permite solicitar la pena de muerte.

Ahora, más que amenazar, delira.

– Para que eso se aplique es necesario que la víctima sea testigo en un juicio criminal. No recuerdo que nada de lo que Suade decía tuviera relación con alguna acción legal emprendida ni por el departamento de ustedes ni por ningún otro. De hecho, las alegaciones contra mi cliente fueron investigadas y desestimadas. Si ésa es toda la base que tienen sus acusaciones, adelante, vayamos a juicio. No me gusta hablar mal de los muertos, pero lo cierto es que la víctima había publicado un montón de mentiras.

– Quizá por eso la mató su cliente -dice Ryan-. No le fue posible controlar su furia.

Hace una pausa para que yo asimile sus palabras. Como motivación, una mentira es tan válida como la verdad.

– Ésa es una excelente teoría, pero, por si no había reparado usted en ello, Suade tenía un montón de enemigos. Mi cliente no era el único que estaba furioso con ella. Creo que esa mujer había interpuesto una demanda contra el condado. Si no me equivoco, con la muerte de ella se extingue la posibilidad de querella. Quizá debería estar usted buscando a algún contribuyente furioso.

Me doy cuenta de que esto obra su efecto. A Ryan no le haría la menor gracia tener que explicarle a un jurado que la víctima había demandado al condado por veinte millones de dólares por detención injustificada ordenada por el juez que preside el tribunal.

Ryan carraspea, se endereza en su sillón y se pasa una mano por el reluciente cabello negro.

– Si usted y yo estamos hablando, es precisamente por eso -dice-. Si creyese que su cliente es un asesino sin entrañas, no lo habría convocado aquí. Crea que no me haría ninguna ilusión enviar al señor Hale al corredor de la muerte. Pero él, desde luego, debe mostrarse razonable y aceptar un veredicto de compromiso.

– ¿Cuál?

Él reflexiona unos instantes para dar la sensación de que hasta este momento no ha considerado la cuestión, como si no hubiera ido y venido infinidad de veces a consultar con sus jefes en el piso de arriba.

– Segundo grado -dice-. El señor Hale se salva de la inyección letal, y recibe una sentencia de entre quince años y cadena perpetua.

Para Jonah Hale, quince años equivalen a cadena perpetua. Le digo esto a Ryan.

– Además, con independencia de quién sea el sospechoso, no conseguirá que lo declaren culpable de nada superior a segundo grado. Lo que plantea usted no es un trato, sino unas vacaciones. Si quiere usted un mes de permiso, debería pedírselo a su jefe.

Él se remueve, incómodo, en el sillón. Se da cuenta de que ni siquiera ha estado cerca de convencerme.

– No puede usted demostrar que el acusado permaneció a la espera en el lugar de los hechos -le digo-. A no ser, claro está, que tenga usted a un testigo que viera el coche en la escena del crimen. Y usted y yo sabemos que no existe tal testigo.

– ¿Está usted seguro?

Me encojo de hombros. Es un farol. Lo noto.

– Todo lo demás son pamplinas -le digo-. ¿Quiere usted hacer malabarismos con las pruebas materiales? ¿Estaba Suade dentro del coche? ¿Estaba fuera? ¿Cuándo comenzaron las balas a cruzar el aire? Quizá se trató de una cita a ciegas que salió mal. Haga usted lo que le dé la gana. Pero he visto los informes forenses, y no le será a usted posible sacar adelante ninguna de las teorías que me ha mencionado.

– Tal vez nos limitemos a situar a su cliente en el lugar de los hechos y dejemos que el jurado saque sus propias conclusiones -dice Ryan-. Sobran motivos para pensar que el crimen fue premeditado y deliberado. -Otra teoría para reforzar la posibilidad de homicidio en primer grado-. A fin de cuentas, un hombre no acude armado a una cita a no ser que piense liquidar a alguien.

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