Como si fuéramos por el corredor de la muerte, caminamos por el pasillo bajo la atenta mirada de los guardias del otro lado del cristal. Avery abre marcha, dobla un recodo y llegamos a la zona de recepción. Allí nos recibe un hombre de mediana edad, fornido y calvo, que viste uniforme de alguacil y lleva unas botas en las que están remetidas las perneras de los pantalones. De su cintura cuelga un manojo de llaves. Avanza hacia Jonah.
– Échese hacia adelante, con las manos en la pared.
Jonah me mira. Yo no puedo hacer más que asentir.
– Dentro de un momento le leeré sus derechos -dice Avery.
El guardia coloca a Jonah en posición. Le separa los pies y le registra los bolsillos. Mete en un sobre todo lo que encuentra.
– Eso es su medicina para la tensión -dice Mary-. La necesita.
– Nos ocuparemos de que la tome -dice Avery.
El guardia hace que Jonah se enderece y luego lo esposa con las manos a la espalda.
– ¿Es eso necesario? -pregunto.
– Es la norma -responde el guardia.
Cuando nosotros nos marchemos, lo harán desnudarse, probablemente le registrarán las cavidades corporales, lo obligarán a ducharse, lo necesite o no, y le darán un mono carcelario.
– ¿Podemos hablar un momento antes de que se lo lleve?
El guardia mira a Avery antes de contestar.
– Pueden meterse ahí. -Avery señala una de las celdas de detención, una habitación de hormigón con una gruesa ventanilla de cristal blindado y puerta de acero.
– Harry, ¿por qué no te llevas a Mary al coche?
– No, quiero quedarme.
– Es preferible que te vayas -le digo.
Ella va a oponerse, pero Jonah la interrumpe.
– Me lo prometiste -dice-. Me prometiste que no harías escenas.
Ella se echa a llorar, avanza un paso y rodea con los brazos a su marido. Él no puede corresponder al abrazo, pero la besa en la mejilla y le acaricia el cuello con la barbilla. El abrazo de Mary es como un cepo cerrado en torno a él. Ella casi le hace perder el equilibrio, y el guardia tiene que agarrarlo por un codo para que no se caiga. Harry se adelanta y coge a Mary por un brazo. Jonah le susurra algo al oído, pero sus palabras llegan hasta nosotros.
– No te preocupes -dice. Ahora hay lágrimas en su rostro y yo no sé a ciencia cierta si son de él o de ella.
Suavemente, Harry obliga a Mary a soltar a su esposo y finalmente los separa. Cuando se dirige hacia la puerta, los labios de la mujer dibujan las palabras «Te quiero». Su cuerpo se mueve en una dirección mientras la cabeza permanece vuelta en la dirección contraria. Alza la mano libre en ademán de adiós.
Tras el cristal de la cabina de control, un guardia acciona el zumbador, y cuando vuelvo a mirar hacia la puerta, Mary y Harry ya han desaparecido.
Avery hace seña al guardia de que abra la pequeña celda de detención. Jonah y yo entramos en ella y la puerta se cierra a nuestra espalda.
– ¿Seguro que estás bien?
Él asiente con la cabeza.
Estoy preocupado. Jonah sufre de tensión alta. Al menos en dos ocasiones lo han tenido que hospitalizar para controlársela. Ése es uno de los argumentos que aduciré ante el tribunal, que su salud estará mejor protegida en su casa que aquí.
– Sólo una última cosa -le digo. Lo miro fijamente a los ojos. Parece ofuscado. No estoy seguro de que me oiga-. Siéntate. -Lo ayudo a acomodarse en el duro banco de acero que está atornillado al suelo-. No hables con nadie, ni respondas a ninguna pregunta. Ni del sheriff, ni del fiscal. No tienen derecho a interrogarte. ¿Entendido?
Él asiente con la cabeza.
– Y, lo que es aún más importante -continúo-, no les digas nada a los otros prisioneros. Puede que te metan en una celda con otro hombre. Mantén la distancia. No te muestres demasiado cordial. Si dices algo a la ligera, pueden desvirtuarlo y utilizarlo luego contra ti. No digas más que hola y adiós. No hables del caso ni de ninguno de sus detalles con nadie. Sólo conmigo y con Harry. ¿Está claro?
– Sí.
– Estupendo. Trataré de que la audiencia para conseguirte la libertad bajo fianza se celebre lo antes posible.
– ¿Crees que hay alguna posibilidad?
– No lo sé. ¿Necesitas algo?
– Mi medicina -dice él-. Y quizá algo para leer.
– Yo te lo traeré.
– Gracias. Supongo que esto es todo. ¿Volverás?
– Mañana. Para ver cómo estás.
Treinta segundos más tarde, el guardia ya está fichándolo, y Avery me acompaña al exterior.
– Una situación trágica -me dice-. Lamento que las cosas tengan que ser así. -De pie en el vestíbulo, con las llaves de su coche entre las manos, Avery me mira con la fría expresión habitual en los policías. Cosas que pasan. Sin embargo, sospecho que, en la escala de uno a diez de la maldad y la peligrosidad de los detenidos, Avery calificaría a Jonah con la nota más baja-. Parece buen hombre -continúa-. Lástima que hiciera lo que hizo.
– Parece estar usted muy seguro.
– Si no lo estuviera, no lo habríamos arrestado.
– Eso cuénteselo al jurado, porque yo no me lo creo.
– Las pruebas son irrebatibles.
Lo miro inquisitivamente.
– No irá usted a negar que el señor Hale formuló amenazas contra Suade unas horas antes de que la mujer muriese.
– La mitad de los habitantes de la ciudad están clavando alfileres en muñecas que llevan el nombre de Suade.
– El señor Hale no tiene coartada. No puede justificar dónde estuvo en el momento del crimen. Y el cigarro, el que encontramos en el lugar de los hechos. Era idéntico al que Brower nos entregó. Dijo que el señor Hale se lo había dado. ¿No es cierto que su cliente repartió puros mientras estaba con ustedes en el bufete?
– Hay mucha gente que fuma cigarros.
– No de esa clase -dice Avery-. Son muy raros. Cubanos. De contrabando. Sólo se venden en el mercado negro. Cuando ganó la lotería, su cliente no debió adquirir hábitos tan costosos. Encontramos una caja de esos cigarros en su casa, en el escritorio de su estudio, y un recibo de la tienda en que los compró. Hemos hablado con el propietario. El hombre está muy inquieto. No quiere problemas con los de aduanas. El señor Hale es el único que compra esa marca en particular. Cuando los analistas del laboratorio terminen sus pruebas, nos será posible decir hasta en qué campo cubano fue cultivado el tabaco. -Me dirige una sonrisa de satisfacción, como Morgan Freeman en una escena en la que él ha tenido la última palabra-. ¿Quiere algo más? -Avery se lo está pasando en grande amargándome el día-. Tenemos pruebas físicas. En las ropas de su cliente y en su coche encontramos sangre y otras cosas. Idénticas a las que encontramos en la víctima. ¿Quiere usted un consejo?
Sin esperar mi respuesta, Avery prosigue:
– Debe usted llegar a un acuerdo con el fiscal cuanto antes. El señor Hale es un agradable anciano. No quisiera verlo pasar el resto de sus días entre rejas… o algo peor.
– Me siento como si hubiera sido violada.
– No por mí, espero.
– No digas tonterías. -Susan está rebuscando en el segundo cajón de la cómoda de su dormitorio, donde guarda la ropa interior. Lleva mi camisa blanca, cuyos faldones le llegan hasta la mitad de los muslos. Es su atuendo mañanero cuando las niñas están dormidas en la otra habitación y la puerta está cerrada.
– ¿Qué buscas?
– La cámara. La pequeña de treinta y cinco milímetros con el zoom que sobresale.
– Yo también tengo un zoom que sobresale -le digo, al tiempo que, con la sábana por la barbilla, señalo en dirección a mi entrepierna-. A lo mejor también te sirve. Y es mucho más entretenido que una cámara.
Ella se echa a reír.
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