John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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– ¿Cuál es Merrick? -pregunté al ayudante del forense.

El hombre, cuyo nombre no conocía, señaló el cadáver más próximo a la pared. Lo cubría una sábana blanca de plástico.

– ¿Sientes lástima por él? -Era Hansen-. Mató a cinco hombres con tu pistola. Deberías sentir lástima, pero no por él.

Callé, optando por quedarme inmóvil junto al cuerpo del asesino de Merrick. Creo que incluso conseguí permanecer inexpresivo cuando se me reveló la cara de aquel hombre, con la herida enrojecida en el lado derecho de la frente todavía sucia de tierra y materia gris coagulada.

– No lo conozco -dije

– ¿Estás seguro? -preguntó O'Rourke.

– Sí, seguro -afirmé a la vez que me apartaba del cadáver de Jerry Legere, el ex marido de Rebecca Clay-. No lo conozco de nada.

Todas las mentiras y medias verdades volverían para atormentarme, tendrían para mí un coste mayor del que entonces podía haber imaginado, aunque quizás hacía tanto que vivía de tiempo prestado que no deberían haberme sorprendido las consecuencias. Podía haber informado a los inspectores de todo lo que sabía. Podía haberles hablado de Andy Kellog y Otis Caswell, y de los cadáveres que tal vez estuvieran enterrados entre los muros de una iglesia ruinosa, pero no lo hice. No sé por qué. Quizá porque estaba cerca de la verdad, y deseaba descubrirla por mí mismo.

E incluso en eso me llevaría una decepción, pues, ¿qué era en definitiva la verdad? Como había dicho el abogado Elwin Stark, la única verdad era que todos mentían.

O quizá se debiera a Frank Merrick. Yo sabía lo que él había hecho. Sabía que había matado, y habría vuelto a matar si lo hubiesen dejado con vida. Yo aún tenía las magulladuras y seguía doliéndome allí donde me había golpeado, y me quedaba un resto de resentimiento por cómo me había humillado en mi propia casa. Pero en su amor por su hija, y en su obsesión por descubrir la verdad de su desaparición y por castigar a los responsables, había visto reflejado algo de mí.

Ahora que se conocía el lugar donde estaba enterrada Lucy Merrick, quedaba por encontrar a los otros hombres que la habían llevado hasta allí. Tres -Caswell, Legere y Dubus- habían muerto. Andy Kellog recordaba cuatro máscaras. Yo no había visto tatuaje alguno en los brazos de Caswell, ni en los de Legere cuando me mostraron su cuerpo en la oficina del forense. El hombre del águila, el que Andy consideraba el jefe, el elemento dominante, seguía vivo.

Justo cuando subía a mi coche encajó una pieza. Pensé en los desperfectos de un rincón de la casa donde había muerto Lucy Merrick, los agujeros en la pared y las marcas donde unos tornillos habían sujetado algo en otro tiempo, y recordé parte de lo que Caswell me había dicho por teléfono. En ese momento me había chocado, pero tan concentrado estaba en sonsacarle información que no me fijé. Acudió entonces a mi memoria: «Mi intención era pasar a ver cómo estaba cada pocas horas, pero yo también me quedé traspuesto. Cuando me desperté, la encontré tendida en el suelo», y encontré la conexión. Tres habían muerto, pero ahora tenía otro nombre.

34

Raymon Lang vivía entre Bath y Brunswick, en una parcela contigua a la Carretera 1, cerca de la orilla norte del río New Meadows. Yo había echado una mirada a la casa de Lang cuando llegué poco antes de las nueve. No había hecho gran cosa en su propiedad, a excepción de colocar una caravana de color tostado tan endeble que, a simple vista, se diría que podía salir volando al primer estornudo. La caravana estaba en alto, a cierta distancia del suelo. En una parca concesión a la estética había plantado una valla alrededor entre la base de la caravana y el suelo, ocultando la suciedad y las tuberías de debajo.

Esa noche sólo había dormido tres o cuatro horas, pero no estaba cansado. Cuanto más pensaba en lo que me había contado Caswell antes de morir, más me convencía de que Raymon Lang había participado en el secuestro de Lucy Merrick. Caswell me había dicho que había visto a Lucy tendida en el suelo, moribunda o ya muerta. La cuestión era: ¿cómo lo sabía Caswell? ¿Cómo pudo verla cuando despertó? Al fin y al cabo, de haber estado en la casa con ella, también él habría muerto. No se había quedado dormido allí. Dormía en su propia casa, y eso significaba que disponía de una manera de observar el interior de la otra casa desde allí. Había una cámara. Las marcas en el rincón indicaban dónde estuvo instalada. ¿Y a quién conocíamos dedicado a la instalación de cámaras? Raymon Lang, con la ayuda de su viejo amigo Jerry Legere, que lamentablemente ya no se encontraba entre nosotros. A-Secure, la empresa para la que trabajaba Lang, también había colocado el sistema de seguridad en casa de Daniel Clay, lo que ahora ya no parecía casualidad. Me pregunté cómo se tomaría Rebecca la noticia de la muerte de su ex marido. Dudaba que la embargase el dolor, pero ¿quién sabía? Había visto a esposas deshacerse en llanto hasta sumirse en un estado de estupor junto al lecho de muerte de maridos que las maltrataban, y a niños llorar como histéricos en los entierros de padres que les habían desgarrado la carne de los muslos y las nalgas con un cinturón. A veces, sospecho, ni siquiera entendían el porqué de sus lágrimas, pero para ellos la pena era una explicación tan válida como cualquier otra.

Supuse que Lang era asimismo el otro implicado en el asesinato de Frank Merrick. Según los testigos presenciales, un coche plateado o gris había abandonado el lugar del crimen, y desde donde yo estaba se veía el Sierra plateado de Lang, resplandeciente entre los árboles. La policía no lo había detectado en la carretera al Refugio de Old Moose cuando se dirigía hacia el norte, pero eso no significaba nada. En el pánico después del tiroteo, la policía debió de tardar un tiempo en recoger las declaraciones de los testigos, y para entonces Lang habría llegado ya a la autopista. Incluso si alguien había informado ya de la presencia del coche en el momento mismo de denunciar el hecho a la policía, Lang habría tenido tiempo para llegar al menos hasta Bingham, y allí habría podido elegir entre tres rutas: la 16 en dirección norte, la 16 hacia el sur, o seguir por la 201. Probablemente habría tomado hacia el sur, pero pasado Bingham había suficientes carreteras secundarias para permitirle evitar, si tenía suerte y conservaba la calma, a docenas de policías.

Aparcado junto a una gasolinera, a unos quince metros al oeste del camino de acceso de Lang, me tomaba un café y leía el Press Herald. Había un Dunkin' Donuts contiguo a la gasolinera, con cabida sólo para un puñado de clientes, por lo que no era raro ver a gente comer en el coche. Por eso mismo, difícilmente llamaría la atención mientras vigilaba la parcela de Lang. Al cabo de una hora, Lang salió de la caravana y la mancha plateada empezó a moverse hacia la carretera principal, donde dobló en dirección a Bath. Segundos después, Louis y Ángel lo siguieron en el Lexus. Yo tenía el móvil a mano por si se trataba de un desplazamiento corto, aunque Lang, camino del coche, cargaba con la caja de herramientas. Aun así, le di media hora, no fuera que decidiese volver por algún motivo, y después dejé mi coche donde estaba y atajé entre los árboles hacia la caravana.

Al parecer, Lang no tenía perro, y mejor así. No es fácil allanar una morada mientras un perro intenta hincarte los dientes en la garganta. La puerta de la caravana no parecía gran cosa, pero yo carecía de la destreza de Ángel para forzar una cerradura. Para ser sincero, es mucho más difícil de lo que parece, y no quería pasarme media hora en cuclillas delante de la puerta de Lang intentando abrirla con una ganzúa y una herramienta de tensión. Antes tenía un rastrillo eléctrico, que cumplía con su cometido igual de bien, pero lo perdí cuando mi viejo Mustang quedó para el arrastre en un tiroteo hacía unos años y ya no me molesté en sustituirlo. De todos modos, la única razón por la que un investigador privado podía llevar un rastrillo en el coche era entrar ilegalmente en una casa ajena, y si la policía llegaba a registrar mi coche por alguna razón, causaría una mala impresión e incluso podía ser motivo para perder la licencia.

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