John Connolly - Los atormentados

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Daniel Clay, en otro tiempo un respetado psiquiatra infantil, desapareció al salir a la luz los abusos sufridos por varios niños que él atendía. Ahora, cinco años después, y cuando ya se le ha declarado muerto, su hija, Rebecca Clay, es acosada por un desconocido que pregunta por su padre. Ese desconocido, llamado Merrick, está obsesionado con descubrir la verdad sobre la desaparición de su propia hija, y Rebecca contrata al detective Charlie Parker para deshacerse de Merrick a toda costa. Parker no tarda en verse atrapado entre aquellos que quieren conocer la verdad sobre Daniel Clay y aquellos que quieren permanecer ocultos a toda costa, pues quizá no estaban del todo al margen de los abusos. Pero intervienen otras fuerzas. Alguien, un fantasma del pasado de Parker, financia la cacería de Merrick. Y las acciones de Merrick han inducido a otros a salir de las sombras: figuras semivislumbradas decididas a vengarse a su manera, pálidos espectros que vagan sin reposo. Han llegado los seres atormentados… Así arranca este nuevo y esperado caso del detective Charlie Parker, alias «Bird», en la que es la sexta novela de la serie policiaca escrita por John Connolly.

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Me acordé de Andy Kellog, de cómo se había sacrificado por salvar a otra niña.

«Tenían sus métodos…»

– ¿Qué le pasó a Lucy, Otis? ¿Qué salió mal?

– Fue un error -contestó. Casi se había serenado, como si hablara de un pequeño tropiezo, o de una equivocación en su declaración de Hacienda-. La dejaron conmigo después de… Después. -Tosió, y luego prosiguió, omitiendo una vez más lo que se le había hecho a Lucy Merrick, una niña de catorce años que se había extraviado-. Iban a volver al día siguiente, o quizás al cabo de un par de días. No me acuerdo. Ahora estoy confuso. Yo debía cuidar de ella. Lucy tenía una manta y un colchón. Le di de comer, y le dejé unos juguetes y unos libros. Pero de pronto empezó a hacer mucho frío, mucho frío. Iba a traerla a mi casa, pero temía que viera algo aquí, algo que los ayudara a identificarme cuando la soltáramos. Tenía en la casa un pequeño generador de gasolina, así que se lo encendí y se durmió.

»Mi intención era pasar a ver cómo estaba cada pocas horas, pero yo también me quedé traspuesto. Cuando me desperté, la encontré tendida en el suelo. -Empezó a sollozar otra vez, y casi tardó un minuto en poder continuar-. Olí los gases cuando llegué a la puerta. Me tapé la cara con un trapo, y aun así apenas podía respirar. Ella estaba tendida en el suelo, roja y morada. Se había vomitado encima. No sé cuánto tiempo llevaba muerta.

»Se lo juro, el generador funcionaba bien. Quizás ella lo toqueteó. La verdad es que no lo sé. No era mi intención que sucediera algo así. Dios mío, no era mi intención que sucediera eso.

Comenzó a gimotear. Lo dejé llorar un rato y luego lo interrumpí.

– ¿Adónde la llevó, Otis?

– Quería que descansara en algún sitio bonito, cerca de Dios y los ángeles. La enterré detrás del campanario de la vieja iglesia, era lo más parecido a tierra sagrada que encontré. No pude señalar el lugar ni nada por el estilo, pero allí está. A veces le pongo flores en verano. Le hablo. Le digo que siento lo ocurrido.

– ¿Y el detective privado? ¿Qué le pasó a Poole?

– Yo no tuve nada que ver con eso. -Parecía indignado-. No se marchaba. Andaba por ahí preguntando. Tuve que hacer una llamada. También lo enterré en la iglesia, pero lejos de Lucy. El lugar de ella era especial.

– ¿Quién lo mató?

– Confesaré mis pecados, pero no confesaré los de otro hombre. Eso no me corresponde a mí.

– ¿Daniel Clay? ¿Tuvo él algo que ver?

– No llegué a conocerlo -contestó Otis-. No sé qué le pasó. Sólo lo conozco de nombre. Y ahora, recuérdelo: yo no quería que pasara lo que pasó. Sólo quería protegerla del frío. Ya se lo he dicho: adoro a los niños.

– ¿Qué era el Proyecto, Otis?

– Los niños eran el Proyecto -respondió-. Los niños pequeños. Los demás los encontraban y los traían aquí. Lo llamábamos así: el Proyecto. Era nuestro secreto.

– ¿Quiénes eran esos otros hombres?

– No puedo decírselo. No tengo nada más que decirle.

– De acuerdo, Otis. Ahora iremos a su casa. Lo llevaremos a un lugar seguro.

Pero en ese momento, mientras transcurrían lentamente los últimos minutos de su vida, las barreras que Otis Caswell había levantado entre él y sus actos parecieron desmoronarse.

– No hay ningún lugar seguro -afirmó-. Sólo quiero que esto se acabe. -Respiró hondo, ahogando otro sollozo. Fue como si eso le diera fuerzas-. Ahora tengo que dejarle. Tengo que dejar entrar a unos hombres.

Colgó y se cortó la comunicación. Cinco minutos después yo estaba en la carretera, y diez minutos después donde el sendero que iba a la casa de Caswell se desviaba de la carretera principal. Hice señales con los faros allí donde sabía que estaban Louis y Ángel, pero no recibí respuesta de ellos. Más adelante, la verja estaba abierta y el candado roto. Seguí el camino hasta la casa. Fuera había aparcada una furgoneta. El Lexus de Louis se hallaba al lado. Vi abierta la puerta de la casa, y una luz dentro.

– Soy yo -anuncié en voz alta.

– Aquí -contestó Louis, desde algún lugar a mi derecha.

Seguí su voz hasta el dormitorio, exiguamente amueblado. Tenía las paredes enjalbegadas. Vigas vistas cruzaban el techo. Otis Caswell colgaba de una de ellas. En el suelo había una silla volcada y gotas de orina caían aún de sus pies descalzos.

– He salido a mear -explicó Ángel- y he visto… -Le costaba hablar-. He visto la puerta abierta, y me ha parecido ver entrar a unos hombres, pero cuando hemos llegado, sólo estaba Caswell y ya había muerto.

Di un paso al frente y le subí las mangas de la camisa una detrás de otra. No tenía tatuajes en la piel. Fuera cual fuese su participación, Otis Caswell no era el hombre con el águila en el brazo. Ángel y Louis me miraron, pero guardaron silencio.

– Él lo sabía -dije-. Él sabía quiénes eran los autores, pero se ha negado a decirlo.

Ahora estaba muerto, y se había llevado la información consigo a la tumba. Entonces me acordé del hombre abatido por Frank Merrick. Aún quedaba tiempo. Pero antes registramos la casa, revisando cuidadosamente los cajones y los armarios, examinando el suelo y los zócalos en busca de algún escondrijo. Fue Ángel quien encontró por fin el alijo. Había un agujero en la pared detrás de una estantería medio vacía. Contenía bolsas con fotografías, en su mayor parte impresas mediante un ordenador, y docenas de cintas de vídeos y DVD sin etiquetar. Ángel echó un vistazo a un par de fotos, luego las dejó y se apartó. Les dirigí una mirada pero no tuve estómago para examinarlas. No había necesidad. Sabía lo que contenían. Sólo cambiarían las caras de los niños.

Louis señaló las cintas y los DVD. En un rincón había un soporte metálico, dominado por un televisor nuevo de pantalla plana. Parecía fuera de lugar en la casa de Caswell.

– ¿Quieres verlos?

– No. Tengo que irme -dije-. Limpiad todo lo que hayáis tocado y luego marchaos también de aquí.

– ¿Vas a avisar a la policía? -preguntó Ángel.

Negué con la cabeza.

– No hasta dentro de un par de horas.

– ¿Qué te ha dicho?

– Me ha contado que la hija de Merrick murió por envenenamiento con monóxido de carbono. La enterró detrás del campanario en el bosque.

– ¿Le has creído?

– No lo sé.

Miré a Caswell a la cara, amoratada por la acumulación de sangre.

No podía compadecerle, y sólo lamentaba que hubiese muerto sin revelar más información.

– ¿Quieres que nos quedemos cerca? -preguntó Louis.

– Volved a Portland, pero no os acerquéis a Scarborough. Tengo que echar un vistazo a un cadáver, y después os llamaré.

Salimos. El aire estaba quieto, el bosque en silencio. Un aroma extraño flotaba en el ambiente. A mis espaldas oí que Louis olfateaba en el aire.

– Alguien ha estado fumando -dijo.

Pasé al lado de la furgoneta de Caswell, por la hierba corta y un pequeño huerto, hasta llegar al linde del bosque. Unos pasos más allá lo encontré: un cigarrillo liado a mano, tirado en el suelo. Lo cogí con cuidado y soplé la punta. El ascua ardió por un instante y se apagó.

Louis apareció a mi lado, seguido de cerca por Ángel. Los dos habían desenfundado sus pistolas. Les enseñé el cigarrillo.

– Ha estado aquí -informé-. Lo hemos guiado hasta Caswell.

– Hay una señal en el dedo meñique de la mano derecha de Caswell -dijo Ángel-. Parece que antes llevaba un anillo. Ahora no aparece por ningún lado.

Escruté la oscuridad del bosque, pero no percibí la presencia de nadie. El Coleccionista se había ido.

O'Rourke, fiel a su palabra, había dejado dicho en la oficina del forense que quizás yo pudiera identificar el cadáver. Llegué a la oficina a eso de las siete, y poco después se reunieron conmigo O'Rourke y un par de inspectores de la policía del estado; uno de ellos era Hansen. No habló cuando me llevaron al interior del depósito para ver el cadáver. En total había cinco muertos listos para pasar por el bisturí del forense: el hombre no identificado del Refugio de Old Moose, Mason Dubus, los dos rusos y Merrick. Estaban tan escasos de espacio que habían llevado a los dos rusos a una funeraria cercana.

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