– Lo siento -musito-. Lo siento mucho.
Su piel brilla bajo la tenue luz de la lámpara de la sala, y crea una pálida superficie marfileña; es tan pura que merece un beso de buenas noches. Cuando me inclino para besarla en la mejilla, los ojos de Sarah se abren de par en par y me mira con creciente sorpresa. Una mano se alza para acariciarme la cara, y el calor se extiende por cada zona que toca.
– Te… te pareces a alguien a quien conocí una vez __dice-. Hace mucho tiempo.
– ¿Quién era?
Pero Sarah ha vuelto a dormirse.
En esta noche de Halloween, el bar de dinosaurios en la parte trasera del Worm Hole tiene probablemente el mismo aspecto de siempre: hierbas, bullicio y tíos borrachos. Pero el local reservado a los mamíferos en la parle delantera del local bulle con una actividad que nunca había visto antes. Está lleno hasta los topes de esos apestosos monos, cada uno con un disfraz francamente patético. Me abro paso con dificultad a través de abejorros y ninjas, personajes de tiras cómicas y criadas francesas, y enfilo hacia la entrada secreta que hay detrás de los lavabos.
Glenda me está esperando en una mesa apartada, y mientras me acerco a ella, examino olfativamente el lugar, buscando olores que me resulten familiares. El local está limpio… al menos está limpio en lo que respecta a asesinos pasados. Si alguien ha enviado a nuevos dinosaurios en mi busca, es muy poco lo que puedo hacer en esta etapa del juego. Acerco una silla y pido un té helado.
– Sin menta -le digo a la camarera.
Glenda me mira con una expresión de sorpresa.
– ¿Sin menta? -pregunta-. Te encanta la menta.
Señalo la carpeta de tres argollas que lleva debajo del brazo.
– ¿Qué tienes para mí?
– Esta mierda estaba oculta, y bien oculta.
– ¿Borrada?
– Eso creo. Pero quienquiera que haya destruido el material, lo hizo de prisa, o bien no pensó en los archivos temporales. Utilicé un restaurador de archivos para recuperar la información y tuve éxito con la mayor parte.
Glenda es un fenómeno con los ordenadores; al menos lo es más que yo. El polvoriento PC de Ernie está en mi casa; en la actualidad espera a ser redamado por el banco, pero como no ha sido usado desde que Ernie murió excepto como otro lugar donde dejar mis platos sucios, el tío encargado de los embargos puede llevárselo en cualquier momento.
– Muéstrame qué es lo que tenemos.
Las primeras hojas son notas de las entrevistas de Ernie escritas a mano; algunas están impresas en tinta negra.
– Ernie las escaneó -me explica Glenda-. Eso es lo que hacemos en J &T. Tenemos ese jodido programa que convierte nuestra letra manuscrita en texto, pero aún no había aprendido la caligrafía de Ernie, así que quedó de este modo.
Se me hace un pequeño nudo en la garganta cuando miro las vueltas, los giros y los garabatos de la escritura quebrada de Ernie. Su caligrafía era realmente horrorosa y no era infrecuente que tuviese que pedirme ayuda para descifrar algunas partes ilegibles de sus notas. Es casi como si él estuviese sentado ahora a mi lado, pasándome un bloc sobre el que acabara de garabatear alguna cosa.
«Vincent… ¿aquí dice: el testigo afirma haber abrazado a la víctima, o el testigo afirma haber apuñalado a la víctima?»
– De lo que he podido descifrar de su jodida escritura, parece que Ernie hablaba con la misma gente que tú: la señora McBríde, esa mamífera cantante de clubes nocturnos, unos cuantos empleados, incluso ese forense. Puedes comprobar sus notas y ver si encuentras alguna contradicción.
– Lo haré. ¿Qué más tienes?
– La basura habitual: cuentas de gastos, planillas de nóminas, unos cuantos garabatos que no he podido descifrar, una agenda…
– Dame eso…, la agenda.
Glenda busca entre las fotocopias y me da tres hojas que parecen haber sido copiadas de un organizador personal de alguna clase. Las fechas están impresas en la parte superior de las páginas (en este caso, 9, 10 y 1 i de enero); la sección inferior está dividida en incrementos de media hora con un espacio para anotaciones. Las páginas están en blanco en su mayor parte, aunque también se han apuntado algunas citas.
EÍ 9 de enero, por ejemplo, Ernie se reunió con Judith McBride y cuatro de los máximos ejecutivos de la Compa ñía McBride. El 10 se encontró con Vallardo y Sarah, y también con otras personas cuyos nombres no me dicen absolutamente nada. Pero el 11, el día en que fue asesinado por un taxista que se dio a la fuga en algún callejón miserable, a la diez de la mañana, apenas unas pocas horas antes de que su cabeza quedara reventada contra el duro pavimento de una calle de Nueva York, Ernie tenía concertada una cita con el doctor Kevin Nade!. Y sólo tres días después de aquello, cuando volé a Nueva York presa de una furia etílica e irrumpí en el depósito de cadáveres exigiendo ver a mi socio y mejor amigo, y al forense que había practicado la autopsia y había decidido que se trataba de un simple homicidio, Nadel se había marchado de vacaciones a las Bahamas durante dos meses y estaba ilocalizable.
Una pequeña nota aparece escrita en la esquina de la cita de las diez; es demasiado pequeña y borrosa como para ser leída a simple vista.
– ¿Tienes una lupa? -le pregunto a Glenda.
– Tengo bifocales.
– Eso bastará.
Glenda me pasa las gafas y las sostengo encima de la caligrafía de Ernie. Ahora su escritura aparece más grande, pero igualmente borrosa. Si mantengo los ojos en la posición correcta y esfuerzo mis músculos oculares hasta el extremo de que estén a punto de salirse de las órbitas y botar por la habitación, puedo descifrar la nota: «Recogerfotos.»
Recoger fotos.
Miro a Glenda, y ella me muestra una fotocopia en blanco y negro de unos contactos.
– Debía de referirse a estas fotos.
Las fotografías de la escena del crimen de McBride. Las auténticas fotos de la escena del crimen de McBride. Nada de higiénicas heridas de bala y sangre salpicada en el suelo en cantidades manejables; una muerte agradable y limpia, como tantas otras causadas por armas de fuego.
No, esto es algo absolutamente diferente. La sangre llena cada cuadro y cubre las paredes, los muebies, las alfombras, como si fuese un alquitranado de acetato. Debajo de los charcos rojos puedo distinguir la forma vaga de McBride, casi destrozado hasta el punto de ser irreconocible. Yace como un amasijo contra un sofá en un rincón de la habitación. Su porte aristocrático ha sido triturado bajo lo que debió de ser un ataque furioso. Veo marcas de dientes, señales de garras, surcos de colas y más, y me doy cuenta de que lo que me dijo Judith McBride y lo que me enseñó el doctor Nadel fueron una sarta de asquerosas mentiras.
Ahora tengo la prueba. Raymond McBride fue asesinado por un dinosaurio.
– Estas fotografías fueron manipuladas -le digo a Glenda.
– ¿Has visto las otras?
– En la oficina del forense. Nadel me enseñó una de estas fotos, pero la mayor parte de la sangre había desaparecido y las heridas habían sido… limpiadas, supongo. Lo arreglaron de manera que parecieran heridas de bala, que es lo que Judith me dijo que causó la muerte de su esposo. Y el médico afirmó que McBride había recibido impactos de armas de cinco calibres diferentes…
– Lo que explicaría los diferentes tamaños de las heridas recibidas durante el ataque -deduce Glenda.
– Mierda.
– Mierda.
– Alguien se tomó mucho trabajo para hacer que esto pareciera el ataque de un humano -digo-. Y apuesto a que Ernie estaba investigando todo este embrollo antes de que lo matasen.
La camarera llega con mi té helado y lo bebo de un trago. Glenda acerca su silla a la mía y mira nerviosamente a nuestro alrededor.
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