Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Una pareja mayor entra en el ascensor cogida del brazo. ¡Qué encantador! Me resulta familiar de alguna manera, si bien no puedo ubicarlos. Los he visto antes. ¡Hummm! Las miradas penetrantes que me lanzan hacen que recuerde: se trata de la pareja de dinosaurios que esperaban en la cola de la barra en Manimal: El Musical, los que prácticamente habían sufrido sendas hemorragias nasales al ascender a las altas cumbres morales.

Sarah se desliza entre mis brazos, y yo hago lo mejor que puedo para sujetarla por la cintura; pero se desploma contra mi cuerpo como si fuese una muñeca de trapo. Mientras lucho por mantenerla erguida, sonrío a la pareja tratando de mostrar mi buen humor en esa delicada situación. ¡Ja, ja! Esta risita trata de transmitir un mensaje que dice: «Qué absurdo malentendido. Un día les contaré todo esto a mis hijos velocirraptores de pura sangre.» No hay respuesta por parte de la pareja. El silencio resulta realmente doloroso, de modo que decido romperlo. -¿Les gustó la obra?

Resulta francamente difícil discernir sus reacciones con esas narices respingonas.

Por alguna razón, Sarah decide precisamente en ese momento hablar con oraciones completas y coherentes.

– ¿Lo has pasado bien esta noche? -farfulla cada palabra, subiendo y chocando en golpes sincopados-. Porque yo lo he pasado de maravilla.

– Sí, sí, muy bien. ¡Ja, ja! Sí, sí.

Sarah coge mi nariz entre sus dedos pulgar e índice, y la retuerce más fuerte de lo que estoy seguro que es su intención. Ese gesto travieso hace que se me llenen los ojos de lágrimas. -Quiero decir, lo he pasado genial -dice. -Genial -repito yo, frotándome la nariz. Me vuelvo nuevamente hacia la pareja para explicarles, para encogerme de hombros, para indicarles de alguna manera que esta escena, a pesar de lo lasciva que pueda parecer, no es lo que ellos piensan, pero los dinosaurios de la tercera edad han desaparecido.

Sarah vuelve a cogerme la nariz, y yo aparto sus dedos con suavidad.

– Necesitas dormir un poco -le digo.

– A quien necesito -susurra Sarah, pegando su frente a la mía-es a ti.

Finjo no haber oído lo que acaba de decir,

– Tú, tú, tú -repite Sarah, y esta vez resulta difícil acallar su voz-. Te necesito a ti.

Mi mejor respuesta es no responder, de modo que mantengo la lengua pegada al paladar mientras esperamos a que llegue el ascensor, que obviamente ha entrado en alguna clase de curvatura espacio-tiempo.

El ascensor llega por fin, y las puertas de metal bronceado se deslizan en silencio. Retrocedo para permitir que los pasajeros -una pareja joven, muy enamorada, los dos abrazados- salgan al vestíbulo. Pero cuando me muevo hacia la izquierda, ellos se mueven hacia la izquierda. Me muevo a la derecha, y ellos hacen lo propio.

Es un espejo. Decido no pensar en ello. Entramos.

La aceleración del ascensor está a punto de lanzarnos a Sarah y a mí al suelo-¡oh, por supuesto!, ahora es rápido-, y nuevamente volvemos a abrazarnos mientras nos dirigimos hacia el último piso.

– Veloz -dice Sarah con una risita, hundiéndose en mi hombro en busca de un punto de apoyo.

La suite presidencial se encuentra al final de un largo corredor, apartada de las suites más prosaicas que hay en las inmediaciones. Es un trayecto bastante largo en estado sobrio y no puedo siquiera comenzar a imaginar lo que será tratar de arrastrar a Sarah hasta allí. Como sí fuese un marinero cansado que sabe que le queda una última etapa de su viaje antes de regresar a su familia, a sus amigos y a una comida casera, paso un brazo de Sarah alrededor de mí cuello y despliego mis velas al viento.

Ambos nos las arreglamos para desandar el camino con sólo algunos contratiempos, mientras Sarah recupera y pierde el conocimiento como si fuese un televisor averiado. Abro la puerta de la habitación.

Maldigo la suite por ser tan grande. Llevo a Sarah hasta el dormitorio; empleo para ello saltos breves y rápidos a fin de atravesar el vestíbulo de mármol. En este punto, mi cola me vendría de perlas y considero la posibilidad de desplegarla para el pequeño recorrido. Pero exigiría que me quitase los pantalones y lo último que necesito ahora es que un botones entre en la habitación y vea a Sarah desmayada encima de la cama y la mitad inferior de mi cuerpo al natural. Lo conseguiré de todos modos recurriendo a mis piernas.

Sarah vuelve a la vida mientras la tiendo sobre la cama y trato de acomodar su cuerpo en lo que debería ser una postura natural.

¿Dóoooonndeeeestooooy?

Tomo esta prolongada expresión como un intento interrogativo de determinar dónde se encuentra.

– En mi cama -digo, y Sarah sonríe encantada. Sus manos ascienden por mi cuerpo como arañas gigantes, y los dedos se aferran a mi camisa y tiran del cuello. Trata de atmerme hacia abajo, hacia esas sábanas, sobre esas almohadas.

– Sarah, no. -Mi tono es tan firme como la mermelada. Ella tira con más fuerza-. No. -Un poco mejor, pero no lo suficiente como para impedir que frunza los labios de ese modo, formando con ellos dos suaves montículos.

Sería tan sencillo, tan delicioso, decir: «¡Qué demonios!, sólo es sexo. A quién le importan las especies y la naturaleza, y lo que está bien o mal»; no sólo rendirse a la tentación, sino arrojarme de cabeza hacia ella. Pero mientras que la moral parece haberse tomado una licencia, la porción de superyó que pueda haberme quedado ha ocupado su lugar. Así, si bien mi corazón y mi entrepierna siguen arrastrándome hacia el calor de esos brazos, esos labios, ese maravilloso colchón, mi cabeza decide olvidarse de todo, y retrocedo con las manos alzadas.

– No puedo -le digo-. Quiero hacerlo, pero… no puedo.

– ¿Estás… casado? -pregunta.

– No…, no es eso…

– ¿Tienes…, tienes novia?

– No, no tengo novia. Escucha… -Suena el teléfono. Lo ignoro-. Escucha -repito, y el teléfono vuelve a sonar. La luz del indicador de mensajes está encendida y lo ha estado desde que entramos en la habitación. Otro timbrazo-. Espera un segundo -digo, y levanto el auricular.

– ¡Mierda, estás en casa! Rubio, ¿dónde cono te habías metido?

Es Glenda.

– Glen, ¿puedes dejarlo para más tarde? Estoy… ocupado.

– Me pides ayuda y después estás demasiado jodidamente ocupado para oír las respuestas, ¿verdad? Puedo captar una indirecta…

– ¡Espera! Espera… ¿Has descubierto algo?

– No con esa actitud, no.

Ahora está haciendo pucheros.

Sarah se contonea en la cama, me coge de los brazos para acercarme hacia ella.

– Cuelga el teléfono -dice con voz seductora-. Ya llamarás más tarde.

Genial; dos mujeres para apaciguar. Levanto un dedo hacia Sarah-«un segundo, por favor, sólo un segundo»-y me alejo hacia un rincón más oscuro de la habitación.

Glen, lo siento, es que… están-pasando muchas cosas. Pero lo que sea que hayas descubierto, me encantará oírlo.

– Por teléfono seguro que no. Tenemos que vernos, Vincent.

– El último tío que dijo eso acabó muerto.

– ¿Qué?

– Te lo explicaré más tarde. ¿Tenemos que vernos ahora? ¿No puedes adelantarme algo?

Glenda se lo piensa unos segundos, pero su respuesta es firme.

– Prefiero no hacerlo. ¿Puedes ir al Worm Hole?

– ¿Ahora?

– Ahora. Estoy segura de que querrás ver esto.

– Sí, sí, por supuesto. Dame veinte minutos. Y Glen… mantente alerta.

– Siempre.

Me vuelvo hacia Sarah mientras trato de formular alguna excusa en mi mente, una razón para abandonarla en un momento tan crucial de nuestra… relación, supongo. Pero mientras me vuelvo ya puedo oír la respiración acompasada, el ligero ronquido, y sé que puedo dejar las excusas para otro momento. Sarah Archer duerme torrencialmente y una de sus manos sigue aferrada a mi pierna derecha.

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