Cinco minutos después seguimos esperando un taxi, y la canción de Sarah se desvanece. Me suelta la muñeca y se queda en silencio. El rumor del tráfico también se aleja. El resto del mundo se retira, se evapora, y sólo queda una única farola que ilumina un banco de una parada de autobús, una bella mujer y el velocirraptor que la protege.
– Tu voz… -susurro- es increíble.
Su única respuesta consiste en alzar la vista -una verdadera proeza teniendo en cuenta la velocidad a la que debe estar girando esa cabeza- y esbozar una breve sonrisa. La luz de la farola convierte en gotas doradas las lágrimas que se derraman de sus ojos, y lo único que se me ocurre es enjugarlas con un beso. Me arrodillo y mis labios se acercan a sus ojos, se acercan a sus mejillas y, de pronto, puedo saborear el agua salada, puedo saborear el dolor, y no puedo detenerme, ya no consigo controlarme mientras mi boca resbala por su piel, deslizándose entre las lágrimas, lentamente, cobrando velocidad, buscando sus labios, la piel suave siseando entre ambos, moviéndose, las lenguas entrelazadas, apagados gemidos de deseo retumbando en nuestros pechos, un profundo beso que me arrastra y me marea…
Aparece un taxi y hace sonar la bocina.
– ¿Les llevo a alguna parte? ¡Pareja de tortolitos! Antes estaba agitando la mano, ¿les llevo a alguna parte?
Podría matar a este hombre. Sarah y yo nos separamos, y las pequeñas estrellas desaparecen lentamente de mi campo visual. Los ojos de Sarah permanecen cerrados, aunque sospecho que se debe más a la somnolencia que al placer.
– No tengo toda la noche -dice el taxista,
– ¡Un segundo! -grito.
– ¡No tiene que gritarme!
Sarah está demasiado borracha para caminar, así que la levanto del banco y la coloco sobre mi hombro como un hombre de neanderthal que lleva a su devota esposa a través de las llanuras. Me siento asqueado por mi conducta. Mi boca y una boca humana… Las posibilidades de contraer una enfermedad son tremendas.
– Tenía las manos muy ocupadas hace un momento -dice el laxista cuando acuesto a Sarah en el asiento trasero-. Un numerito muy caliente.
Decido no dignificar su desagradable comentario con una respuesta y me siento junto a Sarah, que ha elegido precisamente este momento para perder el conocimiento. No es una buena noticia, ya que no sé dónde vive. Una ligera bofetada en la mejilla no da resultado, y tampoco una violenta sacudida por los hombros.
Cuando cierro la puerta del taxi, y ambos quedamos confinados en el estrecho espacio del asiento trasero, el olor me golpea. Cuero blando y comida enlatada para perros; es el olor de un dinosaurio, sin duda. El taxista se vuelve en su asiento, ya que mi aroma ha llegado al mismo tiempo a sus sensibles fosas nasales.
– ¡Eh! -dice-, siempre es bueno ver a un compañero dinosaurio en mi taxi. Bien venido a bordo.
Extiende una pata carnosa.
– ¡Chis! -digo, señalando a Sarah con la cabeza. No es necesario que me preocupe, ya que se encuentra a cientos de kilómetros del estado consciente, pero nunca se puede estar seguro cuando se trata de seres humanos.
– Quiere decir que ella… No me extraña que no haya olido.,.
– Sí. Sí.
El taxista me mira con el ceño fruncido, una expresión lasciva que significa: «Sé lo que estás tramando, jodido cabrón.» Un momento después confirma mis sospechas.
– Bien, bien. Si vas a hacerlo, llega hasta el final del camino; es lo que siempre digo.
– No se trata de eso. Somos amigos.
– No es eso lo que parecía cuando estaban en el banco de la parada de autobús.
– De verdad, nosotros…
– No se preocupe por mí, amigo; no abriré la boca. Ese jodido Consejo piensa que puede dirigir nuestras vidas, mierda; sólo puedo votar por uno de ellos, y a mis amigos siempre les están jodiendo a base de bien.
Este imbécil piensa que el Consejo realmente hace algo durante sus interminables sesiones semanales. Debe de ser un Compsognathus.
– No -digo, posiblemente más por mi bien que por el suyo-, no hay ninguna historia entre nosotros.
El taxista se inclina por encima del respaldo del asiento, y casi se instala en mi regazo.
– Conozco a un puñado de tíos como usted -dice con un susurro apenas audible-, y le diré algo: ojalá tuviese sus cojones para hacerlo. Veo a estas tías por la calle, y yo también tengo mis necesidades, ¿verdad? ¡ Eh!, paso la mayor parte de mi vida disfrazado como esta gente y me pone caliente sentir lo mismo que ellos, ¿sabe? Pero supongo que mi educación fue muy dura en ese sentido. Mi cabeza no lo acepta.
Este tío está sugiriendo que mi fibra moral no está a la altura de las circunstancias. Considero la posibilidad de golpearle, sacar a Sarah del taxi y llamar al Consejo para que le castigue por alguna infracción menor que ya me inventaré si tengo que hacerlo; pero la verdad es que tiene razón. Ese beso -haya sido o no en un momento de debilidad- lo demuestra.
– Pero si sólo pudiese poner mis manos sobre uno de esos culos humanos verdaderos… La jugada arriesgada de todo dinosaurio, ¿verdad? -Mira a Sarah, y prácticamente se la come con los ojos-. Y, ¡oh, amigo!, ha conseguido el premio gordo.
– Mire -digo, reuniendo toda la indignación posible de mi depósito casi vacío-, no hay nada entre nosotros. Nada. Lamento echar a perder sus sueños húmedos. ¿Podemos irnos ahora?
El taxista entrecierra los ojos, aprieta los dientes, veo los latidos en sus sienes -¿acaso piensa golpearme?-, luego se encoge de hombros, se vuelve hacia el volante y pone la primera con un gesto de karateca.
– Lo que usted diga, amigo. Me importa un huevo lo que haga con su vida. ¿Adonde?
No tiene sentido insistir en el tema; si él no lo convierte en un problema, yo tampoco lo haré.
– Al Plaza -digo.
Cuando lleguemos al hotel, Sarah ya estará lo bastante sobria como para darme su dirección, y entonces le pagaré al taxista para que la lleve a su casa.
El taxista lanza un gruñido de burla cuando el coche se aleja del bordillo para mezclarse en el tráfico. De camino al Plaza pasamos por la entrada trasera del Prince Edward. La función de esta noche ya debe de haber terminado, puesto que cuando los espectadores abandonan el teatro se congregan junto a la entrada de artistas, donde los actores, aún maquillados y con el vestuario que han llevado en la obra, firman autógrafos para personas de las que jamás han oído hablar. Pero cuando pasamos junto a la multitud, veo a niños y adultos, hombres y mujeres, cantando, bailando, riendo, representando los números musicales, y me complace comprobar que alguien ha salido obviamente enriquecido por la experiencia de Manimal.
Bajo el cristal de la ventanilla y arrojo mi programa a la multitud.
He tenido suerte de que Sarah haya decidido vomitar dentro del taxi en lugar de hacerlo en la habitación del hotel, ya que ha sido el taxista y no yo quien se ha visto obligado a limpiar toda esa porquería. También ha sido una suerte que la regurgitación de Sarah -una abundante mezcla de berenjenas, tahini y grandes cantidades de vino blanco- haya servido para que a mi pequeña modelo humana se le pasase un poco la borrachera. Ahora ha cambiado su estado de caída-hacia-la-desintegración por otro de estupor vacilante.
Tolal que Sarah es capaz de mantenerse en pie mientras la conduzco a través del vestíbulo del Plaza y en dirección a los ascensores. Un pequeño descanso en la habitación, eso es todo, y luego de regreso a su apartamento. Está aturdida y su paso es tambaleante, pero camina, y eso es más de lo que se podía esperar. Aguardamos mientras los dos ascensores supuestamente supersónicos se precipitan hacia la planta baja desde los pisos más altos. Debajo de nuestros pies se extiende una alfombra oriental, una valiosa pieza con un complejo diseño, que, si resultase dañada o destruida, dejaría en números rojos mi cuenta de ahorros y algo más, de modo que imploro en silencio a los dioses de la náusea para que excluyan a Sarah de cualquier otro percance. Si quieren una ofrenda, la próxima vez que entre en una tienda de licores haré pedazos con gusto una botella de Maalox.
Читать дальше