– ¿Tengo comida en la cara? -digo, súbitamente cohibido. Me limpio con celeridad los labios y la barbilla con la servilleta, pasando la tela una y otra vez con la intención de absorber cualquier delicadeza griega que se las haya ingeniado para hacerse pasar por un rasgo facial.
– No es eso -dice ella, echándose a reír-. Es…, quiero decir…, el bigote.
– ¿No te gusta?
Sarah ha advertido sin duda mi expresión de dolor, ya que se retracta de inmediato.
– ¡No, no, me gusta! ¡De verdad! Es sólo que cuando te vi… la otra noche… estabas bien afeitado.
No tengo respuesta para eso. Se supone que los accesorios de los disfraces deben ser añadidos paso a paso a fin de dar la impresión de que se trata de un proceso natural -la serie Pectoral Nanjutsu, que estuve a punto de comprar durante mis años de vanagloria, por ejemplo, debe ser colocada lentamente durante varios meses-, pero los bigotes, por lo que yo sé, siempre han sido un proceso de un único día hacia el machismo.
– Es falso, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que no! -contesto con indignación-. Es tan auténtico como el resto de mi cuerpo.
Sarah, sin dejar de reír, se inclina hacia mí y tira con fuerza de mi vello facial. Es una acción que habitualmente no provoca dolor, pero la ligera capa de pegamento debajo de mi máscara transfiere su tirón a la piel y mi exclamación de dolor es auténtica.
Sarah, avergonzada, confundida, retira la mano, y su rostro se tiñe de rojo.
– Lo siento -dice-. Realmente pensé que…,
– En mi familia, el pelo nos crece muy rápidamente -digo, tratando de recuperar para nuestra conversación el ligero tono soufflé que ha presidido la velada-. Mi madre era un terrier.
Sarah se echa a reír ante mi comentario, y me alegra comprobar que su incomodidad se levanta y abandona la mesa. -Si no te gusta -continúo-, puedo afeitármelo. -De verdad, me gusta. Te lo prometo. Se hace la señal de la cruz sobre el corazón con un dedo largo y fino.
Comemos un poco más. Bebemos un poco más. Hablamos.
– ¿Cómo va el caso? -pregunta Sarah, volviendo a llenar
la copa de vino mientras habla.
– ¿Es una comida de negocios?
– No, si no quieres que lo sea.
¿Se trata de un señuelo? Decido mostrarme prudente.
– No, no, está bien. El caso sigue abierto. Pistas, pistas, pistas; ésa es la vida de un investigador privado. Las reúnes, añades hielo y esperas a ver qué pasa.
Sarah acaba la botella de vino -no hay duda de que resiste bien el alcohol- y pide otra.
– Aún no me has interrogado -señala-. En realidad, no
lo has hecho.
– No es educado interrogar a tu cita.
– ¿Es esto una cita? -pregunta.
– No, si no quieres que lo sea.
Ambos sonreímos, y Sarah se inclina sobre la mesa y me besa ligeramente en la frente. Luego vuelve a apoyarse en el respaldo de la silla, y el vestido se ciñe a su pecho. Suaves prominencias de carne se elevan desde el escote, los pezones en posición de firmes, y siento un extraño deseo de… ¿tocarlos? Imposible. Pienso en la pila de facturas impagadas que me esperan en Los Ángeles, y esos pensamientos ilícitos y pecaminosos se desvanecen.
– Me gustaría que hablásemos de ello ahora -continúa-. Pregúntame lo que tengas que preguntarme. No quiero que pienses cosas de mí que no son ciertas, o que no pienses cosas de mí que son ciertas.
– Sabes que mi caso se refiere a McBride. Raymond. No es exactamente así, pero se le acerca bastante.
– Lo sé.
– ¿Y te sientes cómoda hablando de él?
Habitualmente me importa una mierda lo que pueda sentir un testigo -pienso en aquel desagradable Compsognathus, Suárez, y se me forma un nudo en el estómago-, pero de vez en cuando me permito algunas excepciones especiales.
– Pregunta -dice Sarah.
El camarero trae una segunda botella de vino, y Sarah no se molesta en examinar la etiqueta, oler el corcho o probarlo antes de llenarse la copa.
Al no tener a mano mi cuaderno de notas, deberé confiar en mi memoria.
– ¿Cuánto tiempo hacía que conocías al señor McBride? Antes deque…
Sarah parece pensarlo un momento.
– Pocos años. Dos, tal vez tres.
– ¿Y cómo le conociste?
Una mirada nostálgica se instala en sus ojos y sus dedos recorren sin rumbo el borde del escote llamando mi atención, abajo, abajo, abajo…
– En aquel acto benéfico-dice-. En el campo.
– ¿Dónde?
– En el campo. En Long Island, creo, o tal vez fuese en Connecticut.
No tiene importancia.
– ¿Y Raymond era el anfitrión?
– Él y su… esposa. -Otra vez aparece una grave animosidad; las palabras chamuscan el aire a nuestro alrededor-. Lo habían organizado en su residencia de fin de semana.
Las preguntas fluyen con facilidad y rapidez de mi lengua ligeramente herida.
– ¿Por qué estabas allí?
– Mi agente me llevó. Era un acto de beneficencia. Estaba siendo caritativa.
– Pero no recuerdas para qué organización se estaban recaudando fondos.
– Correcto.
Sarah coloca torpemente un dedo en la nariz con una mano y me señala con la otra. Es un gesto de borracho, pero encantador.
– Muy bien; de modo que allí estás tú codeándote con los ricos y famosos…
– Ricos en su mayoría. No creo haber visto a nadie que fuera famoso.
– Sólo era una forma de hablar. Así pues, conociste a Raymond aquella noche…
– Era de día -me corrige-. Fue un acontecimiento social muy largo, si mal no recuerdo. Yo llegué a primera hora de la tarde y no me marché hasta el día siguiente. Todo el mundo se quedó a pasar la noche en la casa.
– ¿McBride y tú intimasteis en seguida?
– Yo no diría que fue en seguida, pero era obvio que había algo entre nosotros. En realidad, su esposa y yo nos llevamos bien aquel día. A ia mañana siguiente nos odiábamos.
Apunta eso.
– ¿Te acostaste con McBride aquella noche?
Casi puedo oír el ¡plaf! y ver cómo se forman los cardenales cuando mi intempestiva pregunta golpea el rostro azorado de Sarah. No era mi intención hacerlo de esa manera. No he pensado en lo que hacía. Ha sido algo estúpido e innecesario, pero estoy demasiado espantado ante mis propias palabras como para articular una disculpa. No es la primera vez que mi bocaza ha hecho añicos una circunstancia delicada. Cuando la parte de investigador privado que hay en mí enfila una dirección determinada, el pedal del acelerador se pega al piso y la servodirección no sirve para nada, lo cual es genial si me encuentro en un tramo recto del camino, pero si delante de mí hay un risco, adiós Vincent.
La respuesta de Sarah es queda y dolorida; es la voz de una muchacha que se acurruca en un rincón y no entiende por qué la están castigando.
– ¿Es así como me ves? -pregunta.
– No, no, yo…
– ¿Como una mujer que habla con un hombre una vez y después se va a la cama con él?
– Eso no es lo que yo…
– Porque si es así como tú me ves, no quiero decepcionarte. Quieres marcharte del restaurante, ir a casa y acostarte conmigo; muy bien, vamos. -La ira se desborda ahora por sus ojos, cae sobre la mesa e inunda el restaurante. Se levanta con dificultad y me coge del brazo-. Levántate, muchacho, vamos a casa y veamos cómo puedes metérmela.
Algunos clientes se vuelven, con los oídos abiertos, ansiosos por escuchar algún fragmento del discurso y enriquecer de ese modo sus patéticas vidas. Casi puedo oler el rencor en las palabras de Sarah. Cubro sus manos con la mía, tratando de recuperar la tranquilidad en nuestra antaño idílica mesa para dos.
– Por favor -digo-, no quise decir eso. -Ahora la ira parece remitir en suaves y lentas olas que se alejan hacia el mar, atentas a la resaca-. Por favor. A veces me adelanto a mí mismo. Es una deformación profesional.
Читать дальше