Espero que una rápida inspección del coche pueda darme alguna pista de quién ordenó que me enviasen al otro barrio. Pero el maletero está vacío, y la guantera también, excepto por los habituales documentos de color rosa. Incluso los papeles del coche me sirven de bien poco; está registrado a nombre de un tal Sam Donavano, un nombre que me resulta desconocido. Un rápido registro del conductor muerto da como resultado una billetera y algunas tarjetas personales. No hay duda, se trata del señor Donavano.
Mi vestimenta, aunque desgarrada, es ciertamente recuperable y, una vez que haya eliminado los fluidos corporales, debería bastarme para regresar a la ciudad sin problemas.
Consigo contener los surtidores de sangre más insistentes practicando un torniquete con un trozo de la camisa de Harry, y esta vez me alegra no haber tenido que destrozar mi propia ropa para improvisar suministros médicos. Pasará un tiempo antes de que consiga que alguien me lleve de regreso a la ciudad. Aunque no estuviese ligeramente cubierto de sangre, cojeo ostensiblemente y arrastro mi machacado cuerpo como un consumado vagabundo. El sol ha comenzado a ocultarse detrás del horizonte. La oscuridad, no obstante, sólo contribuirá a disimular mi presencia, y eso es precisamente lo que necesito ahora. Me siento junto al roble y trato de permanecer despierto.
El plan es sencillo: esperaré a que sea noche cerrada, regresaré a la ciudad y a la relativa seguridad de mi habitación en el hotel. Luego me desnudaré, me acostaré en esa mullida cama y completaré mi trilogía de sueño del día desmayándome por tercera y última vez.
Es decir, si nadie más intenta matarme.
No hay descanso para los malvados. Apenas hace un rato que he llegado a la habitación del hotel. Me he quitado el disfraz, he tomado una ansiada ducha, he reparado unos cuantos agujeros en la carne falsa y he comenzado a vestirme para meterme en la cama. Alguien llama a la puerta. Me acerco caminando como un pingüino, poniéndome unos pantalones alrededor de las caderas, y echo un vistazo a través de la mirilla. Cualquier precaución es poca con todos esos tíos tratando de acabar conmigo.
Es el conserje, un tío agradable que se llama Alfonse y a quien tuve el placer de conocer esta mañana cuando salí del hotel. Abro la puerta.
– Buenas noches, señor Rubio -dice, inclinándose ligeramente-. Lamento molestarlo.
– No hay problema. -Hago una pausa-, A menos que haya venido para decirme que hay algún problema.
– ¡Oh, no, señor! Tiene un mensaje, señor.
Echo una mirada al teléfono; el indicador de mensajes no está encendido. Parece que Alfonse entiende mi actitud.
– Decidí que era mejor entregárselo personalmente, señor Rubio, siguiendo las instrucciones de la mujer que me lo entregó a mí -añade.
Una mujer, ¿eh? Alfonse me da un pequeño sobre de color rosa, y yo le recompenso con un billete de cinco pavos. El conserje me lo agradece, me desea que pase una buena noche v se marcha. Yo cierro la puerta y me siento en la cama.
El sobre desprende una intensa fragancia a perfume, un detalle que me revela de inmediato que ha sido enviado por un humano. Sarah.
«Querido señor Rubio -dice la carta-: me sentiría muy agradecida si tuviese la amabilidad de acompañarme al teatro y a cenar esta noche. Siempre libro durante Halloween y, en lugar de vestirme de etiqueta, preferiría pasar una velada agradable con alguien tan interesante como usted. Si puede reunirse conmigo, por favor, acuda al teatro Prince Edward antes de las 19.30 horas. Espero verle allí. Afectuosamente, Sarah Archer.»
En mi manual de buenas costumbres es ilegal rechazar una cena si te invita una dama, en especial cuando también es una sospechosa. Pero Sarah Archer… es una mujer interesante -fascinante incluso-, y de alguna manera me siento atraído hacia elía, aunque el resto de su género me provoca escalofríos. Pero la lógica ha salido volando por la ventana desde que llegué a Nueva York, y aunque me estoy moviendo en aguas peligrosas, decido seguir mi instinto.
En recepción, Alfonse me indica cómo llegar al Prince Edward, que -¡oh, sorpresa!- consiste en llamar a un taxi para que me lleve hasta el teatro. Me he puesto el único traje que tenía en la maleta, un excelente conjunto a rayas finas, negras y grises, y aunque no procede de las tiendas de Rodeo Drive, creo que luce muy bien sobre mi disfraz. Le doy a Alfonse otro billete de cinco pavos, cierra la puerta del coche, y el taxi se dirige hacia el corazón del distrito teatral. No he tenido tiempo de proveerme de albahaca y descubro que, si bien estoy limpio, la falta de hierbas no me provoca el estado de pánico que suele atacarme. Estoy seguro de que encontraré una dosis en alguna parte, en algún momento.
– ¿Prince Edward? -me pregunta el taxista. Su acento es puro Nueva York, sin rastros de influencia extranjera.
– He quedado con alguien allí -le explico.
– ¿Ha visto la obra?
– ¿La obra? La obra en el Prince Edward, sí.
– Una obra jodidamente extraña -dice el taxista, moviendo la cabeza adelante y atrás-. Eso me han dicho, una obra jodidamente extraña.
Llego al Prince Edward sano y salvo diez minutos antes de la hora prevista, lo que me concede un tiempo más que razonable para estudiar la multitud. Hay un sorprendente número de dinosaurios; al menos la mitad del público pertenece a nuestra especie, según mis cálculos, y es una proporción mucho más elevada que la media nacional. No es normal, pero imagino que se trata de un fallo en las estadísticas, o bien la obra ha sido producida por uno de los nuestros.
Espero en el bordillo como un adolescente nervioso que aguarda su cita para asistir al baile de graduación; temo a cada minuto que pasa que Sarah no vendrá. ¿Me habrá dado plantón? La gente ya ha entrado en la sala y estoy seguro de que la obra está a punto de comenzar. Echo un vistazo a mi alrededor, busco algún coche en la oscuridad, una limusina, cualquier señal de Sarah. Nada.
– ¿Señor Rubio? -No es la voz de Sarah, pero me llama por mi nombre, y eso ya es un comienzo. Me vuelvo para encontrarme con la taquillera, una muchacha tan hipoglucémica que resulta casi transparente-. ¿Es usted Vincent Rubio? -Le respondo que sí, y ella dice-: Ha llamado su amiga para avisar que se le ha hecho un poco tarde. Su entrada estaba reservada, de modo que… aquí tiene.
La muchacha me da una entrada y me acompañan hasta mi asiento. Está en la tercera fila, en el centro, entre un grupo de hombres de negocios asiáticos y una pareja mayor, que ya tiene aspecto de aburrida.
El teatro ha sido adornado con una parafernalia selvática, con árboles frondosos y cuevas de cartón piedra fijados a las paredes. Telas con rayas de tigre y manchas de leopardo cuelgan del escenario, rugidos de ambiente y berridos de elefante llenan el aire, y aunque estos motivos podrían funcionar en los teatros rurales de Santa Bárbara, aquí en Broadway resultan francamente patéticos. Las cortinas están corridas, el público cuchichea sin cesar, y un cartel luminoso, de nueve metros de largo por cinco de alto, cuelga orgulloso de las vigas del techo.
Dice: «¡Manimal: El Musical!» Y sé que me espera una larga, larga noche.
Debo reconocerlo, en 1983 yo era un rabioso seguidor de «Manimal», el programa de televisión. Me encantaba ver cómo el doctor Jonathan Chase combatía el crimen; resolvía casos difíciles y se convertía en diferentes animales salvajes en un abrir y cerrar de ojos. Pero debía de ser el único, ya que el programa sólo estuvo tres meses en antena antes de que fuese suspendido y abandonado en los basureros de la televisión de bajo presupuesto y alto concepto. Hasta el más intransigente de los seguidores de «Manimal» era incapaz de permanecer sentado durante dos horas y media ante el televisor para ver cómo un tío -mitad humano, mitad leopardo- bailaba y cantaba mientras investigaba un caso de tráfico de drogas.
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