– Nada de todo esto es asunto suyo -dice la Coelophy sis -. Pero a diferencia de otras personas, no creo que deba sufrir ningún daño.
– Aparte de algún arañazo de Harry y Englebert, no he sufrido ningún daño importante. ¿Sabe que ese matón suyo amenazó con cortarme el cuello?
– Le dijeron sus nombres, ¿verdad?
Tiene los labios fruncidos; está claramente decepcionada.
Me encojo de hombros.
– Un nombre como Englebert no se te ocurre espontáneamente.
– Me gustaría que me dijese una cosa -comenta, y se acerca hacia mí; siento el aliento caliente en la garganta-. ¿Por qué encuentra necesario agitar los problemas?
– ¿Los estoy agitando? Pensé que se trataba más de una sacudida.
Una pausa. ¿Me besará o me escupirá? Ninguna de las dos cosas. La Coelophysis se aleja.
– Ha ido a ver al doctor Vallardo, ¿es eso correcto?
– Teniendo en cuenta que sus dos matones me recogieron fuera del centro médico, yo diría que usted sabe que es correcto.
Sin pedir permiso para hacerlo -ya está bien de permisos-■, me acuclillo y me levanto varias veces tratando de recuperar la sensación de mis piernas. Ella no le da ninguna importancia a mi inesperado ejercicio físico.
– No son mis matones. -Luego, un momento después-: El doctor Vallardo es un hombre retorcido, Vincent. Brillante, pero retorcido. Sería mucho mejor que le dejase trabajar solo en su bastardización de la naturaleza.
– Deduzco que no aprueba su trabajo -digo.
– He visto su trabajo, de primera mano. -Acerca una silla y se sienta-. También ha estado molestando a Judith McBride.
¿Cómo diablos sabe todas estas cosas? ¿Acaso me han seguido desde que bajé del avión? Resulta realmente embarazoso aceptar que he estado tan desorientado por la ciudad que no he sido capaz de descubrir una cola, y eso pese a mi paranoia. Los veloces giros de trescientos sesenta grados constituyen una rutina habitúa! cuando me muevo por la ciudad; para mí es un movimiento instintivo, como mirar por el espejo retrovisor del coche. Incluso compruebo si hay colas a la vista cuando estoy en la ducha.
– No he estado molestando -contesto-. He estado entrevistando.
Tras una mirada dura, me acerca una silla.
– Por favor, siéntese.
Abandono mis ejercicios en el suelo y me siento. Tomo nota de que no ha mencionado en ningún momento mi encuentro con esa amalgama de dinosaurio en el callejón detrás de la clínica, pero imagino que lo hará en cualquier momento, o bien es que sus espías habían relajado la vigilancia aquella noche.
La Coelophysis coge mi mano entre las suyas, y un estremecimiento recorre mi disfraz, sube por el brazo y detiene los latidos del corazón. Aunque es extraña, la sensación resulta muy agradable. Un momento después, los latidos se reanudan.
– El incendio en el club Evolución fue algo realmente espantoso -dice, y por el brillo de sus ojos y los tonos suaves que envuelven cada palabra en un trozo de algodón, me doy cuenta de que lo dice de verdad-. Murieron dinosaurios, y eso fue un error. Donovan resultó gravemente herido, y eso fue horrible. Horrible. Y comprendo perfectamente su preocupación por su socio muerto también, pero fue un accidente. ¿Puede entenderlo?
– ¿Estaba usted allí aquella noche? -pregunto-. ¿Cuando Ernie murió?
– No.
– ¿Y qué me dice en Los Ángeles… en el club?
– No. -Y aunque carezco de mi sentido del olfato para descubrir alguna pista, puedo sentir que está diciendo la verdad-. Pero sé que lo que sucedió no debía pasar, no de la forma en que sucedió.
– Genial. ¿Qué se suponía que debía pasar?
Miento con un gesto de la mano.
– A eso me refiero, Vincent. Tiene que dejar de hacer preguntas. Tiene que abandonar Nueva York esta misma noche y olvidarse de todo este asunto.
– No puedo hacer eso.
– Tiene que hacerlo.
– Lo entiendo. No lo haré.
No puedo decir si se ríe o si está llorando. Su cabeza ha caído entre sus brazos, su cuerpo se estremece por las sacudidas de los hombros y por una serie de convulsiones a gran escala. Puede tratarse de un ataque de sollozos, o bien de unas carcajadas a duras penas contenidas. Pero aprovecho la pausa en la conversación para volver a mis ejercicios de estiramientos. El hecho de estar sentado tanto tiempo me está dejando hecho polvo, y mi pellejo se está volviendo viscoso debajo del disfraz.
Ella se levanta y veo sus ojos brillantes por las lágrimas, aunque aún no he decidido si la causa ha sido la risa o el llanto. Sacude la cabeza y reanuda la conversación. No me sorprendería que también lanzara un suspiro.
– He hecho todo lo que podía -dice-. No puedo seguir protegiéndole.
– Lo sé -digo, aunque una parte de mí se pregunta por qué no tiro la toalla, me marcho a casa y salvo mi pellejo. La protección es habitualmente algo bueno, y es sólo porque me siento tan cerca de algo tan grande por lo que continúo en esta etapa del juego.
– ¿Acaso este trabajo es más importante que su vida, señor Rubio? -dice ella.
Pienso en ello, y la Coelophysis deja que me tome mi tiempo para contestar. Mi respuesta, que se forma lentamente, está fuera de mi boca antes de que caiga en la cuenta de cuan sincera es.
– En este momento, este trabajo es mí vida.
Ella lo entiende y no insiste en ese tema. Me siento bien. Echo un vistazo al reloj. Se está haciendo tarde y ahora que estoy completamente seguro de que no me liquidarán en mitad de Nueva Jersey, la fatiga ha comenzado a asentarse. Mis músculos quieren que los libere de su encierro, anticipando un agradable y reparador baño de espuma en el hotel.
– ¿Hemos terminado? -pregunto, señalando mi reloj-. Detesto ser descortés, pero…
– Sólo una pregunta más -dice-. Y luego les diré a Ha-rry y Englebert que le lleven de regreso a su hotel.
– Dispare.
– Es una pregunta personal.
– Nada de besos en el primer secuestro.
– Sé que fue al hospital a ver a Donovan -dice, y la forma en que pronuncia el nombre del velocirraptor quemado, la leve demora en la primera sílaba, la cadencia en las otras dos, me dice que le conoció en otras épocas.
– Así es.
– Dígame… -Y entonces se produce un alto, un cambio en su voz. Ella no desea hacer esa pregunta, tal vez porque no desea conocer la respuesta-. Dígame, ¿cómo se encuentra?
Esa mirada implorante en los ojos, una mirada que dice «dígame que todo está bien, dígame que no sufre», pone en movimiento un tren de pensamientos que nunca supe que tenía en las vías férreas: ella es una Coelophysis, me ha estado observando desde las sombras, tiene experiencia con el doctor Vallardo, ha hecho que sus matones me pinzaran la nariz para que no pudiera grabar su olor en mi mente y, en consecuencia, volver a encontrarla, pero sobre todo, y es lo más importante, ella sigue enamorada de Donovan Burke, incluso después de todos estos años.
– Donovan está bien -miento, y la escurridiza Jaycee Holden sonríe-. Saldrá de ésta.
La bolsa vuelve a cubrirme la cabeza, aunque he pasado los últimos diez minutos protestando esa decisión y argumentando que, puesto que ya sé dónde estamos, no tiene sentido que me mantengan cegado de este modo.
^Órdenes son órdenes -gruñe Harry.
– Esa mujer les ha dicho que me lleven de regreso a mi hotel. Yo estaba allí, yo oí lo que les decía, y no mencionó absolutamente nada acerca de la bolsa.
Efectivamente, Jaycee les ha dado instrucciones precisas a estos dos dinosaurios para que me lleven de regreso al Plaza sano y salvo, y cuanto antes mejor. Incluso se ha preocupado de enfatizar esta última parte, como si tuviese alguna razón para pensar que los dos matones podrían actuar de otro modo, y los dinosaurios han aceptado de mala gana.
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