Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Con una bolsa de papel de Bloomingdale cubriéndome la cabeza y una pinza para la ropa en la nariz continuamos nuestro viaje por el campo alejándonos de Nueva York, o eso supongo. Con mis dos mejores sentidos temporalmente fuera de servicio, podríamos haber girado y emprendido el regreso a la ciudad sin que yo me enterase de nada. Mi sentido del tiempo también comienza a debilitarse: el resto del viaje podría durar una hora o un día, y yo no tendría ni la más remota idea. Sólo espero que una vez que me hayan quitado la bolsa de la cabeza no me encuentre en Georgia, donde puede haba-una orden de detención a mi nombre… No pregunten, no pregunten.

Mis oídos, sin embargo, no han sufrido ninguna restricción, y después de algún tiempo alcanzo a oír un suave ronquido que procede de mi izquierda; al principio resulta bajo, pero aumenta poco a poco su volumen. Old Spice se ha dormido, y pronto se enterará todo el mundo. Un poco más tarde, el coche reduce la velocidad y se oye el inconfundible sonido de tres monedas que se deslizan en un contador automático. El coche vuelve a acelerar.

Diez minutos más tarde oigo el mugido de una vaca.

Cinco minutos después de eso, el intenso olor de los montículos de tierra y basura consigue atravesar la barrera de la pinza para la ropa, se adentra a través de mis fosas nasales y golpea con fuerza en el centro de reconocimiento olfativo del cerebro. Los ojos se me llenan de lágrimas y jadeo involuntariamente, lo que provoca que Old Spice salga de su letargo -sus ronquidos se han convertido ahora en bufidos, estornudos, un desfile de sonidos de tienda Todo a Cien- y vuelva a ajustar la pinza para la ropa en mi nariz, de manera que quedan eliminados los últimos vestigios de pestilencia.

Estamos en Nueva Jersey.

Un poco después, el coche se detiene. Esto ha sucedido ya un par de veces, pero ahora me ordenan que salga del coche. Estoy encantado de obedecer y prácticamente salto del asiento trasero. Mis piernas entumecidas están ansiosas por estirarse.

– ¿Podría quitarme la bolsa de la cabeza?

– No sería muy inteligente por tu parte.

Harry me coge del brazo izquierdo y Englebert del derecho, y ambos me conducen a través de un terreno irregular. Mis pies me envían señales furtivas; caminamos por un suelo de tierra cubierto de gravilla suelta.

Unos minutos más tarde llegamos a un claro. Ya he comenzado a organizar un plan de ataque y fuga por si llega a ser necesario. Me niego a morir con una bolsa de Blooming-dale sobre la cabeza.

– Cierra los ojos -me dice Harry, y por una vez decido no seguir sus instrucciones.

¡Aaaah! Luz, luz brillante, penetrante. ¡Ojos ardiendo, oíos ardiendo! Cierro los párpados con fuerza, bajando las persianas sobre mis iris dañados. Harry se echa a reír, y Englebert se une a él, aunque con cierta indiferencia.

– ¡Mis ojos! ¿Qué le han hecho a mis ojos?

¡Toc ¡ Otro golpe en la cabeza.

– Deja de gimotear -dice Harry-.Te he quitado la bolsa de la cabeza; eso es todo. Aquí hay mucha luz, gilipollas.

Los ojos comienzan a adaptarse a la súbita luminosidad, y las rayas rojas se desvanecen de mis córneas. El claro aparece lentamente en mi campo visual y es casi como lo había imaginado: un círculo desigual y vacío, separado de la vegetación circundante. La techumbre vegetal filtra los rayos del sol, aunque no lo suficiente como para dar un descanso a mis castigados ojos. Sin embargo, ei único rasgo que no he podido discernir es el más notable y se encuentra en el centro del claro: una cabaña construida con troncos, pequeña pero fuerte y firme, justo como la habría hecho el bueno de Abe Lincoln. Por lo que sé, la hizo.

Harry me propina un ligero empujón, una patada de fútbol en las nalgas.

– Entra -dice.

– ¿Allí?

– Sí, allí.

– ¿Puedo quitarme la pinza de la nariz?

– No.

Mientras camino hacia la cabaña, respirando agitada-mente por la boca, me doy cuenta de que Harry y Englebert no me siguen. Ahora me encuentro a unos veinte metros delante de ellos y, en teoría al menos, podría intentar la huida, salir disparado por el claro como una gacela y arrastrarme hacia la libertad a través de la maleza. Podría llamar a la policía, ponerles al corriente de la situación y vivir para contar la historia en el programa de entrevistas de mi elección.

Lamentablemente, aunque soy una especie de tejón muy eficaz cuando se trata de cavar, mi velocidad ha estado siempre más próxima a la de un dachshund bien alimentado que a la de una gacela. Aun cuando fuese capaz de dejar atrás a los dos matones, no debo descartar la posibilidad de que ambos ¡leven armas de largo alcance, que podrían dejarme seco en un segundo, sin importar lo buenas que puedan ser mis habilidades para hacer agujeros en la tierra. Decido entrar en la cabaña.

Mala suerte; en el interior de la cabaña no hay ninguna luz. Entre la cámara incubadora del doctor Vallardo y la bolsa de papel de Bloomingdale, hoy mi espectro visual ha pasado de claro a oscuro, a más claro y a más oscuro. Mis ojos lo están pasando fatal tratando de mantener el ritmo. Permanezco un momento en la puerta para permitir que entre un poco de luz exterior.

– Cierre la puerta -dice una voz femenina, vaga e insistente.

Obedezco y vuelvo a encontrarme nuevamente en la más absoluta oscuridad.

– Sus ojos se adaptarán -dice la voz-. Hasta que llegue ese momento tengo algunas cosas que decir. Y le pido que guarde silencio hasta que haya terminado. ¿Lo ha entendido?

Puedo reconocer una pregunta con trampa cuando la oigo. Siguiendo sus instrucciones, permanezco mudo.

– Muy bien -dice ella-. Esto no será tan complicado, después de todo.

Ahora comienzo a ver algunas sombras: una cocina, una silla, un hogar tal vez, y una forma larga y flexible en medio de todo eso.

– Tengo entendido que está aquí por cuestiones de negocios -dice la sombra. Una gruesa cola se distingue lentamente entre las otras siluetas-. Y lo respeto. Todos tenemos trabajos que hacer y todos los hacemos lo mejor que podemos. Y sería negligente con su trabajo sí no le concediera toda la atención que le ha dado hasta ahora.

En este momento diviso un cuello, una larga y elegante curva de cisne, brazos, pequeños pero proporcionados, y ojos almendrados colocados sobre dos mejillas rosadas y carnosas.

– También tengo entendido que es usted de Los Ángeles,__dice-, y aunque pueda tener la impresión de que está acostumbrado a la vida en una megalópolis, aunque pueda pensar que sabe cómo moverse y llevar sus negocios en la gran ciudad, quiero que se meta en la cabeza que Los Ángeles es un parque para niños en comparación con la Gran Manzana. Lo que es aceptable en el pecho de la madre no es aceptable en la guardería,

»Le he traído aquí por su bien, no por el mío. De hecho, ya le he salvado la vida en dos ocasiones. Puede no creerme si lo desea, pero es la verdad.

Una Coelophysis, de eso no hay duda, y extraordinariamente atractiva. Cada uno de los seis dedos de los pies tiene la longitud perfecta, la circunferencia perfecta; la membrana que los une no presenta una sola mancha. Y su cola -¡esa cola!, ¡oh!- tiene el doble de grosor que la mía y es cuarenta veces más valiosa. Sólo desearía quitarme esta jodida pinza de la nariz para aspirar profundamente su aroma.

– Mentiría si le dijese que no… entiendo su trabajo -dice-. Pero si insiste en hacer todas esas preguntas, si persiste en su investigación… No podré hacer mucho para protegerle. ¿Lo entiende?

– Entiendo sus puntos de vista -digo, y mis ojos acaban finalmente con sus letárgicos ajustes-, aunque no necesariamente estoy de acuerdo con ellos.

– No pensé que lo estuviese.

– Y tampoco entiendo por qué razón me ha arrastrado hasta una cabaña en Jersey. Podría haberme enviado un telegrama.

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