El conductor lanza un pequeño gruñido; es un tío a quien aún no he podido ver. Harry se inclina hacia adelante y murmura algo que no alcanzo a entender. Englebert ha permanecido en silencio lodo el tiempo, y su anterior disposición a jugar conmigo ha desaparecido por completo. Considero la posibilidad de abrir la boca, tal vez para sugerir que aumenten la potencia del aire acondicionado, pero decido quedarme tranquilo durante un rato y emplear ese tiempo para ordenar algunas cosas en mí cabeza.
Estoy examinando las conexiones una por una: Vallardo conocía a McBride, Nadel, Donovan, Jaycee… Judith los conocía a todos más a Sarah… Sarah se acostaba con McBride y había mantenido una pequeña entrevista con Ernie… Nadel se encargó de las autopsias de McBride y Ernie… Nadel ha sido asesinado por estos dos dinosaurios que ahora están sentados a mi lado en el asiento trasero del coche…
Y me doy cuenta de que el firme de la carretera ha cambiado. Hemos salido de la autopista, nos hemos alejado de cualquier clase de pavimento, y nos deslizamos sobre un suave arcén. Los neumáticos despiden pequeñas piedrecillas. El coche se mueve lentamente ahora mientras busca un lugar donde parar.
Me llevo una mano a la bolsa.
– ¿Dónde estamos?
Pero mi mano es apartada con violencia.
– No es asunto tuyo.
Arbustos y ramas arañan el costado del coche y, a pesar de mi falta de conocimiento con respecto al área de los Tres Estados, estoy seguro de que éste no es el camino que lleva a Manhattan.
– ¡Eh, tíos! Han cogido el camino equivocado -digo.
– No, no lo hemos hecho, ¿verdad, Harry?
– No.
– Estoy seguro de que sí. La señorita Holden dijo que debían llevarme de regreso al Plaza, y esto no es Park Avenue.
Harry se inclina hacia mí y presiona su frente contra la bolsa; mi oreja y sus labios apenas están separados por una una hoja de papel marrón.
– No recibimos órdenes de esa puta.
Sé lo que eso significa incluso antes de oír los botones que se abren, el zumbido de las garras que se extienden, colocándose en su sitio. Sé que jamás me llevarán a la habitación de mi hotel. Están planeando matarme, aquí y ahora.
Alzo ambas piernas y me impulso hacia atrás, contra Englebert, y mis manos rompen la bolsa que me cubre la cabeza mientras desgarran los botones que cierran los guantes…
– ¡Sujétalel-grita Harry-. Coge el…
Pero soy como una anguila escurridiza. Me deslizo detrás del confundido Englebert y lo coloco delante de mí a modo de escudo. Mis guantes están muy ceñidos -no tengo tiempo de quitármelos apropiadamente-, de modo que dejo que mis garras se abran paso. Los afilados bordes desgarran las suaves puntas de látex. Mis armas se despliegan a través de estas inútiles manos humanas.
Una cola golpea el asiento junto a mí, casi partiéndolo en dos, y me lanzo contra la puerta del sedán apoyando ambos pies en la ventanilla. Se trata nuevamente de matar o morir, y estoy preparado para jugar. Reuniendo toda mi fuerza, me lanzo contra los cuerpos de mis atacantes. El conductor se vuelve un momento, preocupado, y reduce la marcha del coche. El olor de la lucha es abrumador, una rica mezcla de miedo y furia.
Los tres formamos una pila de garras y gruñidos. Ninguno de nosotros es capaz de liberar nuestros miembros; no hay tiempo ni posibilidad de quitarnos las máscaras y escupir nuestros puentes dentales. La cola de Harry está suelta, pero se agita alocadamente. Si intenta golpearme, también se golpeará a sí mismo; de modo que me aferró a su cuerpo y araño los ojos, las orejas, cualquier tejido blando que puedo encontrar. La sangre y el sudor cubren el interior del coche. Englebert también forma parle de ese amasijo de garras y colas, y creo que sus garras podrían estar clavándose en el flanco de Harry.
– Déjalo… ríndete… -resuella Harry-. No podrás… ganar…
Y el resto de la frase se convierte en un rugido cuando encuentro una reserva oculta de energía y levanto al brontosau-rio estrellándolo de morro contra el asiento delantero. Lanzo el brazo hacia atrás con las garras preparadas y los músculos en perfecto control, dispuesto a acabar el trabajo aquí y ahora… Y una sacudida eléctrica de dolor a modo de cuatro jeringuillas de agonía atraviesa mi caja torácica. Detrás de mí, las garras de Englebert se retiran cubiertas por mi sangre.
Me doy la vuelta con los brazos extendidos, y el impulso los lanza hacia adelante. Describen un amplio círculo, pero no sé dónde aterrizará el golpe. No me preocupa realmente, siempre que mis garras alcancen algo, cualquier cosa.
Alcanzan el cuello del conductor.
El coche sale disparado sobre la carretera sin pavimentar cuando el conductor cae contra el volante, y su pie derecho es un peso muerto apoyado contra el pedal del acelerador. Ahora el sonido es terrible, y no alcanzo a distinguir los rugidos del motor. Las garras continúan volando, y la sangre sigue brotando de las heridas. La carne continúa desvaneciéndose bajo el furioso asalto y, cuando alzo la cabeza para tomar un poco de aire, alcanzo a ver a través del parabrisas un enorme árbol que se encuentra delante de nosotros y se acerca cada vez más. Entonces me lanzo nuevamente contra el amasijo de disfraces humanos destrozados y carne de dinosaurio…
Nos estrellamos.
Es una especie de sueño, si bien soy perfectamente consciente de que estoy tendido en el suelo del sedán, con el cuerpo cubierto de sangre, las garras todavía extendidas y un brazo enterrado en el destrozado asiento del acompañante delante de mí. En esta… alucinación -llamémosla así-, una mujer joven se acerca al coche -la misma mujer joven de los últimos sueños, de hecho- y se queda contemplando mi cuerpo tendido. Intento mover una mano, trato de parpadear, intento indicarle que necesito ayuda, pero es inútil. Ella abre la puerta del coche y mi cabeza cae hacia afuera, golpeándose contra el marco de la puerta. No puedo moverme. El miedo aumenta.
Me siento impotente, y sólo puedo observar cómo esta joven, cuyos rasgos son claros aunque el rostro aún está distorsionado por esa luz brillante que inunda su pelo, se inclina sobre mí como una madre que arropa a su hijo pequeño por las noches. Nuestras miradas se encuentran y puedo ver mi reflejo en ellos. Ella sonríe, y mis nervios se relajan. En silencio, ella abre la boca y la acerca a la mía. Está a punto de besarme, y soy incapaz de fruncir los labios. Los labios se separan, la lengua se mueve como una serpiente…
Ella comienza a lamer la sangre que cubre mi rostro y la sorbe con una sonrisa en los labios. Grito y, una vez más, pierdo el conocimiento.
El conductor está muerto. Harry también está muerto. Englebert no está muerto, aunque sí inconsciente, y probablemente permanecerá en ese estado durante varias horas más. Los tres salieron despedidos a través del parabrisas cuando el coche chocó contra ese enorme y viejo roble, y nunca podré agradecerle lo suficiente a los tíos que fabricaron el Lincoln que hayan hecho los asientos delanteros lo bastante resistentes como para soportar la fuerza de un velocirraptor lanzado hacia adelante a noventa kilómetros por hora. Sospecho que no se trata de una prueba de seguridad corriente.
Me despierto en el suelo trasero del sedán, al igual que en mi sueño, cubierto de sangre; en parte es mía, y en parte no. Me deslizo hacia la tierra húmeda y blanda. Me ha llevado cierto tiempo recuperar el sentido de la orientación. La autopista está cerca; puedo escuchar bocinas y ruidos de motor en la distancia. Como siempre, mi primera misión consiste en limpiar el escenario de los hechos, y aunque me lleva un rato considerable, me las ingenio para volver a disfrazar a Harry y Englebert, haciendo un notable esfuerzo para contener manualmente sus garras y volver a colocarles los guantes. Si por algún motivo Englebert es incapaz de manejar la situación cuando recupere el conocimiento, o bien comienza a chillar a causa de sus heridas, no puedo correr el riesgo de que un ser humano se tope con un puñado de dinosaurios muertos y a medio vestir en mitad de Nueva Jersey.
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