Lo que me recuerda…
– Doctor Valiardo -digo, acercándole hacia mí y procurando que el tono de mi voz resulte lo más coloquial posible-, ¿es usted el único que se dedica a esta clase de investigación?
Ahora se muestra realmente confundido; no está fingiendo.
– Que yo sepa sí. Yo diría que soy el único que se dedica a esta clase de experimentos.
– ¿Hay algún rumor, algún informe, acerca de científicos renegados que estén trabajando fuera de los límites de la ciencia aceptada?
Sé que lo que estoy diciendo suena descabellado, pero, no obstante, hay un objetivo en el futuro próximo.
El doctor Valiardo sacude la cabeza con vehemencia, y granadas de saliva se esparcen por todo el laboratorio.
– Puedo asegurarle que yo estaría enterado si alguien estuviese realizando esa clase de investigaciones.
– ¿Qué me dice de las mutaciones fortuitas? ¿Podrían producir…, bueno, algo parecido a Philip?
Una risita.
– Imposible. Las mutaciones son las que han impulsado la evolución, señor Rubio, pero no pueden engañar a la naturaleza.
– Ése es su trabajo, ¿verdad? -El doctor Vallardo no dice nada y ha llegado el momento de salir de pesca-. Y si yo le dijese -comienzo, avanzando hacia la zona de hielo fino, preparado para probar las aguas- que algunos amigos del Consejo de Nueva York me hablaron de ciertos informes de criaturas… mixtas… que vagan por las calles neoyorquinas. Avistamientos.,.
– ¿Qué clase de avistamientos? -pregunta, y la rapidez de su reacción traiciona su aparente falta de interés.
– Ha habido diferentes informes -miento-. Una mujer dijo que había visto a un alosaurio con el morro de un hadrosaurio.
El médico no contesta. Continúo.
– A otro miembro del Consejo le hablaron, escuche bien esto, de un brontosaurío adulto con púas de anquilosaurio. Absurdo, ¿verdad?
– Sí, sí, mucho.
– Y el último… En realidad no debería hacerle perder su valioso tiempo con estas…
– No, no -dice el doctor Valiardo, y estoy maravillado de haber conseguido que diga algo más que sí, sí-. Continúe.
– De hecho, es un tanto confuso. Hablé personalmente con el pobre diablo y permítame que le diga algo, doctor: jamás en mi vida había visto a un velocirraptor tan pálido. Estaba literalmente muerto de miedo. Aparentemente había estado metido en una pelea; había sido atacado nada menos que por un dinosaurio…, y permítame señalar que éstas fueron sus palabras, no las mías, un dinosaurio salido de!as profundidades del infierno.
– ¡Oh, Dios mío! -dice el doctor Vallardo. -Ya lo creo. Es posible que el tío estuviese más loco que una cabra,-pero déjeme que le cuente toda la historia. Me dijo que esa cosa tenía la cola de un estegosaurio, con púas enormes y todo eso; las garras de un velocirraptor (me quitaría los guantes para hacerle una demostración visual, pero seguro que se hace una idea); los dientes de un tiranosaurio, muchos y muy grandes, y el tamaño de un Diplodocus. Y eso sería algo muy grande, por supuesto. ¿Ha oído alguna vez una cosa tan demencia]? Mi conclusión es que el tío había estado pasando un buen rato en algunos de los bares de la zona donde se consume una amplia variedad de hierbas.
Me echo a reír, pero el doctor Vallardo no. -¿Dónde ocurrió eso? -pregunta. -¿El ataque? -El ataque, la criatura. -¿Supone alguna diferencia?
– No…, no…, naturalmente que no -tartamudea, y puedo sentir que he comenzado a rodear ese muro mental-. Sólo es curiosidad.
– Me dijo que había un callejón; las paredes estaban cubiertas de grafitos. Supuse que se trataba de una de las zonas más pobres de la ciudad.
– ¿El Bronx? -dice el doctor Vallardo; una mezcla de esperanza y negación forma arrugas alrededor de sus ojos. ¡Aja! Tal vez ahora tenga un barrio donde comenzar a buscar esa clínica.
– El Bronx -digo-, Brooklyn, Queens; no creo siquiera que el tío supiera dónde diablos estaba. Usted ha visto cómo son esos callejones oscuros…
– Sí, sí. Probablemente tenga razón. Ese hombre debía de estar bebido.
– Como una regadera; eso es lo que creo. Aunque su relato sonaba bastante convincente mientras describía a esa horrible cosa, la Criatura de la Laguna Negra. -Incluiré aquí una nota interesante: cuanto más me burlo de esa cosa que apareció en aquel oscuro callejón, más enfadado parece el doctor Vallardo. Existe una evidente relación causal entre mis pullas y su presión arteria!. Intento un nuevo chiste-. Le apuesto a que si alguna vez encontramos esa cosa podremos sacar una buena pasta por ella del circo ambulante de donde se haya escapado.
Tal vez se me ha ido un poco la mano. La falsa piel del doctor Vallardo se está volviendo azul, lo que significa que el genetista está prácticamente rojo debajo de su disfraz. Ha sido una buena jugada, pero lo mejor será que lo tranquilice antes de que sufra un colapso que lo envíe fuera de este mundo y de mi caso.
– ¡Eh, qué diablos! Si usted dice que es imposible, pues es imposible. Si usted dice que no existen dinosaurios mutantes vagando por las calles de Nueva York, entonces no hay dinosaurios mutantes vagando por las calles de Nueva York. Usted es el científico, ¿verdad? ES hombre que tiene un plan genético.
El doctor Vallardo parpadea varias veces y consigue tranquilizarse lentamente. El matiz azulado desaparece de su disfraz, que finalmente recupera un tono beige médicamente aceptable.
– ¡Hummm! Sí, sí.
El esfuerzo le ha dejado agotado.
Ahora recuerdo por qué me solía encantar este trabajo.
El doctor Vallardo sugiere que abandonemos la cámara incubadora -«los huevos necesitan descansar, sí…»-, y yo me siento más que dispuesto a seguirlo escaleras arriba. Mi expedición de pesca ha sido todo un éxito; en mi bote tengo algunas carpas más de las que tenía al comenzar la excursión, y aunque ignoro cómo encaja el doctor Vallardo en la fuente del pescador, al menos ahora estoy seguro de que es una de las guarniciones más importantes.
Mientras me preparo para marcharme, hago algunas preguntas más acerca del trabajo del doctor Vallardo, puntos científicos que él puede aclarar con un montón de datos técnicos que lo dejarán satisfecho y de buen humor una vez que haya abandonado el centro. Tal vez deba regresar al laboratorio del genetista en un futuro próximo y, si deseo que me faciliten el acceso nuevamente, no puedo dejarle haciendo una llamada al cuartel general del Consejo para quejarse por mi visita tan pronto como me haya marchado de aquí.
– Ha sido realmente un gran honor -le hago la pelota-, un gran honor.
– Por favor, no ha sido nada, sí.
– No, de verdad, una gran experiencia. Ahora comprendo muchas más cosas.
Doy unos golpecitos en mi cuaderno de notas y lo agito ostensiblemente en el aire. El doctor Vallardo no sabe que sólo contiene unas pocas notas sobre el incendio en el club Evolución, las palabras Judith, J. C. y Mamá, y un par de bocetos eróticos, parcialmente borrados, que hice de una de las azafatas durante e¡ vuelo a Nueva York.
Nos despedimos y me alejo. Pero apenas he recorrido unos cuantos pasos cuando oigo que llega corriendo hasta mí -con sonidos tan desagradables como debe de serlo la visión de su breve carrera-, y siento una mano áspera que se apoya en mi hombro.
– ¿Qué le sucedió a su amigo? -pregunta y, por un momento, no tengo ni idea de qué me está hablando.
– ¿El que sufrió el ataque? -digo.
– Sí, ¿qué le pasó?
– Que yo sepa, está visitando a un psiquiatra.
– ¡Ah! Sí, sí…
Ambos permanecemos en silencio en el corredor. Es evidente que está pensando algo, pero me niego a hablar hasta que lo haga él. Entonces, después de aclararse la garganta, llega la pregunta que el doctor Vallardo realmente quería hacerme.
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