– Tiene razón, doctor. No veo absolutamente nada.
Hemos salido del Centro Médico Cook para meternos en el Agujero Negro de Calcuta.
– Debe tener paciencia -dice el doctor Vallardo-. Podrá volver a ver muy pronto. Si, sí.
Todavía nada. Nada. Nada. ¡Oh! Tal vez… un tenue brillo anaranjado, oscilando entre el amarillo y el rosa, a la altura de la cintura, pero lejos… y hay otro, más parecido a una radiación color zumo de naranja casero…, y otro, y otro rnás… Lentamente, cientos de pequeñas cajas brillantes cobran vida. Finalmente consiguen una impresión lo suficientemente intensa sobre mis nervios ópticos como para darme cuenta de dónde me encuentro en este momento: una cámara incubadora.
– Las diferentes luces que puede ver en este lugar (los distintos colores, matices, tonos) derivan de los factores químicos y caloríferos de cada incubadora, -El doctor Vallardo me conduce por toda la sala para enseñarme sus creaciones-. Las azules, por ejemplo, son los huevos de fertilización más reciente. No los trasladaremos a las luces amarillas y anaranjadas hasta que no hayan pasado tres semanas. Después, naturalmente, una vez que hayamos comprobado que se ha producido la fertilización, los pasaremos a un ambiente más cálido, sí…
Mientras el doctor Vallardo continúa hablando, me encuentro buscando aSguna prueba del fraude, buscando los hilos en la espalda del mago volador. A pesar de todo lo que he leído acerca deldoctor Vallardo y su trabajo, mi primera reacción tiende hacia el escepticismo. Todo resultaba muy fácil de aceptar mientras participaba en una reunión del Consejo en una sala subterránea en el otro extremo del país. De acuerdo, hay un médico en Nueva York que dice que es capaz de combinar los diferentes genes de las razas de dinosaurios y producir descendientes mixtos. ¿Y qué vamos a hacer si esto llega a Los Ángeles? Pero entonces se trataba sólo de una decisión política, basada exclusivamente en cuál sería el mejor curso de acción para proteger el interés público en esa hipotética situación; pero ahora, dentro de esta cámara incubadora, siento una reacción mucho más visceral, y sus consecuencias repercuten profundamente en mis propios órganos reproductores. Cada incubadora contiene un huevo, y no hay dos iguales. Su forma y tamaño varían del béisbol a! fútbol, pasando por el baloncesto, pero no hay ninguna duda de que todos son huevos de dinosaurio. Una compleja serie de grapas y relleno de goma hace girar esporádicamente cada huevo en su lecho y lo mantiene erguido, volteándolo y colocándolo suavemente en su lugar otra vez. Un pequeño monitor, unido a la parte superior de cada incubadora, muestra lo que supongo que son sus signos vitales, aunque no puedo imaginar que un espécimen recién fertilizado pueda tener tantos signos vitales de los que hacer una lectura.
Toda la escena me recuerda una película especialmente ridícula que estuvo en pantalla hace algunos años y produjo enormes beneficios en taquilla; los humanos acudían a los cines para confirmar sus peores temores acerca de nuestra especie, y los dinosaurios llenábamos las salas para confirmar nuestros peores temores de que somos efectivamente los peores temores de los seres humanos y que seríamos barridos de la superficie de este planeta en el mismo momento en que se nos ocurriese anunciar nuestra presencia. De este modo, no debe sorprender a nadie que esa película batiese todos los récords de recaudación en ¡os países donde fue exhibida. La idea básica de la película, hasta donde puedo recordar, incluye a un científico humano que utiliza ADN fosilizado -¡ja!- para crear toda una mescolanza de dinosaurios, y nos mantiene cautivos en una isla del Pacífico sur con el propósito más que obvio de crear un parque de atracciones, sólo que nos las ingeniamos para escapar y matar a todos los seres humanos que se nos ponen por delante sin detenernos a pensar por qué o cuál será su sabor.
Basura toda la película, especialmente la forma en que nos retratan a los pobres velocirraptores. Podemos ser peligrosos, sí, pero no matamos de forma indiscriminada, y jamás se ha sabido de ninguno de nosotros que matase a un ser humano sin tener una buena razón para ello. Aunque arrastrarnos desde las profundidades de un tubo de ensayo y encerrarnos enjaulas como si fuésemos bestias salvajes podría ser una buena razón para hacerlo.
Comprendo que se trata sólo de una diversión, de fantasías de celuloide para una población humana completamente estúpida, que no podría ni en sus sueños más delirantes aceptar que ve a un dinosaurio vivo, y mucho menos creer que uno de ellos pueda hacerse cargo de una investigación criminal, procesar rollos de fotografías, servir copas en el
Dine-O-Mat o dirigir la más importante corporación de medicamentos genéricos. Pero esto no contribuye a hacer que todo este asunto resulte menos ofensivo.
Ya estoy otra vez excitándome cuando lo que quiero decir es que lo único que la película tenía de real era el increíble peso económico bajo el que uno tendría que trabajar a fin de unir el ADN y meterse con todo el código genético, y todo ello para conseguir aunque sólo fuese un único huevo de dinosaurio a través del proceso de incubación. Puesto que el tío de la película tenía contactos de negocios en las altas esferas, y teniendo en cuenta que el montaje que tiene el doctor Vallardo aquí abajo es jodidamente más increíble en cuanto a alcance y profundidad, me descubro cuestionándome una vez más de dónde diablos saca la pasta para sus investigaciones. Esta vez decido preguntárselo directamente.
– Donantes privados, sobre todo -dice-. No puedo utilizar fondos del hospital, ya que muchos de los miembros de la junta son humanos, sí, pero he sido capaz de asegurar el espacio de trabajo gracias a unos cuantos amigos en esa misma junta.
– ¿Donantes privados como…?
El doctor Vallardo agita un dedo delante de mí.
– Entonces no serían tan privados, ¿verdad?
– ¿Puedo adivinar?
– ¿Otra corazonada?
– Una suposición educada.
Se encoge de hombros y se vuelve para examinar uno de los huevos.
– No puedo impedir que haga suposiciones, ¿verdad?
No.
– ¿Era Donovan Burke uno de sus contribuyentes?
– ¿Quién?
– Donovan… Burke.
Me aseguro de pronunciar bien su nombre.
Vuelve a encogerse de hombros.
– Ese nombre no me resulta familiar. Tengo muchos contribuyentes, y la mayoría de ellos hacen pequeñas donaciones. Son demasiados como para recordarlos a todos por el nombre.
– También fue paciente suyo hace unos, dos años -digo-. Un veiocirraptor.
El doctor Vallardo hace una buena representación tratando de recordar un nombre del pasado. Los ojos miran hacia arriba y los dedos se rascan la barbilla; pero no me lo creo ni por un segundo.
– No -dice, sacudiendo la cabeza-. No recuerdo a ningún paciente con ese nombre.
– Su novia era una Coelophysis; se llamaba Jaycee Holden.
Otra vez sacude la cabeza, y otra vez no le creo.
– ¿Dice que venían por tratamiento?
– No lo dije; pero sí, venían por tratamiento.
– Sí, sí… No los recuerdo. Son tantos.
– Probablemente no eran grandes contribuyentes entonces.
– Probablemente no.
– ¿Qué puede decirme del doctor Nadel?
– ¿Kevin Nadel?
Bueno, finalmente el buen doctor admite algo.
– Sí, el forense dei condado. ¿Es uno de sus contribuyentes?
– No lo creo.
– Pero le conoce.
– Fuimos juntos a la facultad, ¿sí? Un viejo amigo. Pero trabaja para el gobierno… No gana mucho dinero.
– Por eso tal vez usted le prestó un poco de pasta. -No acostumbro a prestar dinero a mis amigos.
– Quizá no se trataba de un préstamo.
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