– Aquí no consta -dice-. ¿Cuánto hace que…?
– Unas pocas horas. No lo sé. Por favor…, tiene que encontrarla…, por favor…
Ahora me aferró a la bata blanca del pobre Wally, y tiro de ella en una desesperada súplica de ayuda.
– Tal vez podría regresar al hospital…
– Ellos me dijeron que viniese aquí…
– ¿En serio?
– Hace sólo un momento. Por favor, mi Myrtle…
Wally coge un teléfono, marca un número, y mantiene una breve conversación con la persona que se encuentra en el otro extremo de!a línea, una conversación que pronto se vuelve muy acalorada. Después de casi dejarme sordo con sus gritos destemplados, Wally cuelga el auricular con violencia y sale disparado de detrás de¡ escritorio con el rostro desfigurado por la indignación.
– No sé qué cono pasa en este lugar -exclama indignado-, pero, señor Little, le prometo que encontraré a su esposa.
– Gracias, joven-gimoteo-. Gracias.
Mantengo un flujo regular de lágrimas hasta que Wally desaparece tras la puerta, por el pasillo y hacia la planta superior. Luego estoy seco como un hueso y me pongo manos a la obra.
La puerta exterior no está cerrada con llave, por lo que la primera parte de mi plan resulta muy fácil. El despacho de Nadel es otra cosa y sólo consigo abrirlo cuando lo intento con la última llave que hay en el llavero. El lugar tiene el mismo aspecto que la vez anterior: ordenado, limpio, aburrido. Deposito toda mi fe en el archivador, un mueble metálico con cuatro cajones y una llave para cada uno de ellos; con esas precauciones, tal vez el interior me depare alguna sorpresa.
Estas llaves son fáciles de localizar, y las puertas del armario metálico se abren sin hacer un solo ruido. En cada compartimento hay cientos de carpetas de papel manila apretadas entre dos varillas de aluminio; cada archivo lleva una etiqueta donde consta la fecha del fallecimiento, y están ordenados alfabéticamente por el apellido. Busco en las secciones M y W, tratando de localizar lo que sé que no encontraré allí: los informes correspondientes a las autopsias de McBride y Erníe. También sé dónde están esas carpetas: firmemente sujetas entre las palmas sudorosas de las dos ciclistas obesas y rubias.
Estoy a punto de dar por terminada mi investigación. La falta de pruebas y el tiempo perdido me hacen lamentar esta visita no prevista; entonces descubro un pequeño subcompartimento en la parte posterior del último cajón; se trata de una caja metálica, provista de un candado cerrado. Se necesita otra llave del llavero, una pequeña que casi pasa desapercibida, para abrir el candado y la caja. Dentro encuentro un cuaderno de espiral rojo, encuadernado en pie!, perfecto para apuntar nombres y direcciones, y cosas por el estilo. Lo hojeo ansiosamente, preparado para la sorpresa, pero lo único que encuentro son números y letras aparentemente fortuitos. Por ejemplo: 6800 DREV. 3200 DREV.
Debajo hay una libreta de depósitos del First National Bank, y parece que el doctor Nadel ha ingresado dinero hasta hace no mucho tiempo. Para ser más exacto, hizo ingresos regulares hasta el 28 de diciembre, tres días después de que Raymond McBride fuera encontrado muerto en su despacho. Luego, de forma esporádica, hay imposiciones durante todo el pasado año, y son estos números los que coinciden con los que constan en el cuaderno. El 6 800, por ejemplo, representa 6800 dólares que fueron depositados en esta cuenta el pasado diciembre, y los 3 200 dólares fueron ingresados pocos meses más tarde. Ahora lo único que necesito averiguar es qué significan las letras DREV. No encuentro ningún depósito hecho en fechas próximas a la muerte de Ernie -el más cercano corresponde a treinta y nueve días después de recibir yo la noticia-, aunque con un estudio más diligente estoy seguro de que encontraré una pauta que relacione ambas cosas.
Pero también estoy seguro de que no lo haré aquí. Recojo mis nuevas pertenencias, cierro con llave los archivadores y regreso al vestíbulo. Subo las escaleras y me alejo por el pasillo justo a tiempo para observar cómo un agotado Wally entra en la morgue para explicarle al señor Little que, en las últimas diez horas, su querida Myrtle se ha bajado de la camilla de acero inoxidable y se ha marchado; para decirle que, de alguna manera, ha desertado de la muerte.
Una inesperada y súbita carencia de albahaca ha dejado mi cuerpo libre de hierbas durante más de tres horas y, a pesar de las ocasionales punzadas de dolor que se irradian desde las profundidades de mi pecho, me siento satisfecho al comprobar que comienzan a desvanecerse las telarañas que se habían formado en los rincones de mi mente. No tengo un interés especial en permanecer más de lo estrictamente necesario en este estado de sensatez, pero mientras dure puedo aprovecharlo para hacer algunos razonamientos juiciosos:
No hay duda de que no debo olvidar a Judíth, Raymond y Sarah Archer, y a esa cosa que me atacó en el callejón -todo ello merece más que un pensamiento fugaz-, pero si realmente quiero llegar al meollo del asunto, debo comenzar por el principio, aunque sólo sea para justificar la cuenta de gastos. Debo empezar otra vez por el club Evolución.
Donovan Burke, el propietario del club nocturno, salía con la representante del Consejo Metropolitano y bella muchacha estadounidense Jaycee Rolden, quien posteriormente desapareció sin dejar rastro en el atestado andén de una estación de ferrocarril, lo que hizo que su destrozado amante la buscase infructuosamente a través de todo el noreste de Estados Unidos. Hecho. Donovan Burke abandonó luego Nueva York y cambió su fracasado romance por los sencillos, tranquilos y pueblerinos valores de Los Ángeles, ciudad donde abrió un club nocturno, que ardió hasta los cimientos a pesar de la intervención de un equipo de bomberos entrenados y la utilización de cuarenta mil litros de agua. Hecho. Durante este incendio, Donovan Burke arriesgó su vida hasta el punto de permanecer en el interior del local a pesar de que las llamas estaban lamiendo su cuerpo. Hecho. Y ahora una suposición: DonovanBurke, atormentado por problemas afectivos, no era un tío que se sintiera especialmente unido a este mundo.
Un flash-back de la conversación mantenida con Judith McBride, y su afirmación respecto a la relación que mantenían Donovan y Jaycee: «Donovan y Jaycee estaban profundamente enamorados -me dijo ayer-, pero la infertilidad puede cambiar a una pareja de un modo que usted no puede imaginarse.» Tal vez Donovan Burke había decidido tirar la toalla en relación con ese asunto. Quizá provocó el incendio del club nocturno como una especie de grandioso gesto suicida. Puede ser que estuviera harto de los disfraces y las mentiras, y del dolor provocado por el hecho de saber que nunca sería quien realmente deseaba ser. Dos mundos diferentes, y todo ese rollo.
Y aquí es donde la anteriormente mencionada sensatez entra en juego. Judith McBride me dijo que el médico que estaba tratando a Donovan y Jaycee, quien permitió que Donovan albergase la esperanza de derrotar al sistema que nos ha sido tan útil durante trescientos millones de años, el genetista cuyos experimentos podrían hacer posible algún día la mezcla entre un velocirraptor y una Coelophysis, no era otro que el doctor Emil Vallardo.
Dr. E. Vallardo.
Dr. E. V.
DREV.
Y así es como una hora más tarde, después de un horrendo atasco de tráfico en Park Avenue -en comparación con éste, la hora punta de Los Ángeles se parece a las extensas praderas de Montana-, me encuentro en el despacho privado del doctor Emil Vallardo, a la espera de que llegue el famoso médico. Aunque mi criptografía de aficionado en cuanto a las letras DREV en las notas de Nadei estuviese equivocada, éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar mi investigación. Es posible que el doctor Vallardo -el Doctor Tiovivo, como le llamaban en las reuniones del Consejo debido al rumor extendido de que utilizaba centrifugadoras en sus experimentos de cruce de razas- no posea ninguna información pertinente que aportar a este caso, pero Ernie siempre me enseñó que las coincidencias no existen. Si un nombre aparece más de una vez es un nombre que está rogando que lo comprueben.
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