– Entonces, ¿te llevó a París?
– París, Milán, Tokio, todos los lugares interesantes del globo. ¡Oh, éramos una verdadera pareja de la jet-set. Me sorprende que no nos hayas visto en alguna columna de sociedad.
– No leo mucho. El TP a veces.
– Fotografías en todas las revistas internacionales, Raymond McBride y su compañera de viaje. Jamás mencionaron a su esposa y jamás montaron un escándalo por eso. Es una de las cosas buenas que tienen los europeos; para ellos, el adulterio es como el queso. Las opciones son generosas y variadas, y sólo ocasionalmente apestan.
Los rumores, por tanto, eran ciertos. McBride había perdido la cabeza. No había duda de que este conocido carnosaurio había lanzado la discreción por la borda. Había exhibido a su amante humana ante los ojos del mundo, llegando incluso al extremo de permitir que las revistas los relacionasen en términos románticos. Y mientras que los Consejos Internacionales no son tan estrictos como los Consejos Norteamericanos en cuanto a las costumbres sexuales, el cruce de especies diferentes sigue prohibido en todo el mundo. Sólo se necesita un descuido de cualquiera de nosotros, del Compsognathus más pequeño en eí barrio más pequeño de Liechtenstein, y los últimos ciento treinta millones de años de un mundo libre de persecuciones podrían saltar en pedazos. Sin incluir la Edad Media, naturalmente. Los dragones, ¡por Dios…!
– ¿Te pidió que te casaras con él?
– Como ya te he dicho, él estaba casado con la señora, y eso era todo. Imagino que tenían alguna clase de acuerdo.
– ¿Acuerdo?
– Él se acostaba conmigo; ella se acostaba con quienquiera que lo hiciera.
Sarah echa un vistazo hacia las otras mesas buscando más alcohol.
– ¿De modo que crees que Jud…, la señora McBride, también tenía un lío con alguien?
– ¿Que si lo creo? -Sarah sacude la cabeza, aclara sus pensamientos y tengo que detenerla antes de que llame al camarero convertido en sumiller-. Por supuesto que tenía un lío con alguien. Estaba liada con alguien antes de que yo apareciera en escena, de eso no hay duda.
Debería estar perplejo, lo sé, pero no puedo mostrar las emociones adecuadas.
– ¿Conocías al tío con el que se acostaba?
Sacude la cabeza con un gesto afirmativo, y no alcanzo a saber si Sarah me está contestando o está a punto de quedarse dormida.
– Sí…-musita-. Ese jodido… gerente del club nocturno.
Uno a cero para Vincent Rubio. Mis preguntas iniciales acerca de la naturaleza de la relación que mantenían Dono-van y Judith, preguntas que habían puesto muy nerviosa a Judith McBride, tendrán que volver a plantearse la próxima vez que me reúna con la señora McBride. De forma indirecta, por supuesto, y con suma delicadeza, y si eso no funciona, de forma directa y cruda.
– Sarah -pregunto-, ¿conocías a Donovan Burke?
– ¿Hummm…?
– Donovan Burke, ¿lo conocías? ¿Conocías a Jaycee Hol-den, su novia?
Pero en este momento la cabeza de Sarah se está cayendo; se bambolea hacia todos los puntos cardinales, balanceándose precariamente encima de ese largo cuello, y no recibo ninguna respuesta inteligible. Finalmente, el vino está ejerciendo su poder, cobrando su peaje a pesar de las seis toneladas de comida griega que descansan en su estómago.
– Él deseaba tanto ver a sus hijos -gimotea Sarah al borde de las lágrimas.
– ¿Quién quería ver a sus hijos?
– Raymond. Él quería tener hijos más que cualquier hombre que yo haya conocido nunca.
Ahora Sarah está divagando, murmurando palabras que no alcanzo a comprender, pero es necesario que continúe con esto un poco más. Levanto la cabeza de Sarah y la obligo a que mire mis labios.
– ¿Por qué no tuvo hijos? -pregunto, asegurándome de pronunciar claramente cada palabra-. ¿Fue a causa de la señora McBride? ¿Ella no deseaba tener hijos?
Sarah agita los brazos, apartando mi mano de su cara.
– ¡No se trataba de ella! -grita, atrayendo la atención del público en genera! por tercera vez esta noche-. Él quería tener hijos conmigo. Conmigo… -Se interrumpe, y los sollozos sacuden todo su cuerpo.
No me extraña que esté hecha polvo. Esta pobre chica ha pasado los últimos años con la ilusión de que analmente tendría un hijo con Raymond McBride sin saber que tal cosa era físicamente imposible. ¿Qué otras mentiras le dijo McBride? Y el hecho de que McBride estuviese tan comprometido también en ese proyecto me lleva a creer que quizá él sufriese realmente el síndrome de Dressler, como muchos han supuesto, que él realmente había comenzado a creerse humano, incapaz de distinguir su engaño diario de la realidad que implicaba.
La combinación de vino y recuerdos dolorosos ha convertido a Sarah Archer en una inválida emocional, y me siento obligado a asegurarme de que regresa a casa sin problemas.
– Vamos -digo, dejando cien dólares sobre la mesa para cubrir el precio de la cena, el vino y una propina considerable. Con excepción de dos billetes de veinte pavos metidos en uno de mis calcetines, es el último billete que me queda en el mundo. Debería pagar con la tarjeta de crédito de TruTel, pero llegados a este punto lo mejor es que nos marchemos lo antes posible.
Levantar a Sarah y arrastrarla fuera de la mesa no resulta tan fácil como había imaginado; no es tan pesada como el híbrido de dinosaurio que dejé detrás de aquel contenedor de basura, pero las maquinaciones de su cuerpo ebrio le añaden mucho más peso de lo que su pequeña forma debería permitir. Ambos retrocedemos tambaleándonos, y Sarah se desploma sobre mi regazo como si fuese el muñeco de tamaño natural de un ventrílocuo. Yo jadeo a causa del inesperado ejercicio.
– ¿Ya ha comenzado la diversión? -pregunta Sarah mientras enlaza mi cuello con los brazos y me aprieta contra su cuerpo.
Esto al menos resulta más fácil, si bien su proximidad me provoca algunas reacciones involuntarias que son inadecuadas tanto por el lugar como por la especie. El resto de los clientes del restaurante siguen con interés nuestra lucha, ya que disponen de asientos en primera fila para el acontecimiento principal. Veo que sus rostros se contorsionan en una mueca junto con el mío, mientras sostengo y arrastro a Sarah en nuestro camino hacia la puerta. Sólo faltan un par de metros, pero bien podría ser un kilómetro.
Los camareros se acercan, ofrecen su ayuda, mantienen las puertas abiertas para nosotros, ansiosos, supongo, de dar por finalizada esta diversión nocturna, y yo me siento más que agradecido de aceptar su ayuda. Abandonamos el restaurante y nos damos de bruces con el pesado y cálido aire de la noche. La humedad causa estragos en mi maquillaje, y echo un vistazo a mi alrededor en busca del banco más próximo. Nos tambaleamos hacia una parada de autobús cubierta de anuncios, que a su vez están cubiertos por innumerables grafitos. Dejo que Sarah se desplome sobre la dura superficie de madera. La falda del vestido se le levanta incluso más que antes, y revela un minúsculo trozo de sus bragas amarillas.
– Quédate aquí -le digo, bajándole la falda-. No te muevas.
Sarah me coge con fuerza de la muñeca.
– No te vayas -dice-. Todo el mundo se va.
– Necesito encontrar un taxi -le digo.
– No te vayas -repite.
En la parada de autobús, con un pie en el banco de madera y el otro en el suelo, con la muñeca aún retenida por las manos de Sarah, agito mi brazo libre como una bandera de SOS, esperando que un taxi surja de la oscuridad y acuda en nuestro rescate. Sarab ha empezado a cantar; es una confusa aglomeración de palabras, fragmentos de palabras. También tararea, y su canción se pierde en la noche a través de las bulliciosas calles de la ciudad. Ese rico contralto, exhibido con evidente entrenamiento, suena potente debido al ofuscamiento provocado por el alcohol, y me sorprende la claridad de la melodía a pesar de la letra fragmentada.
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