Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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– No… me acuerdo.

También había sido un error humedecer ella misma el sobre de la carta y dejar marchar a Franziska Haitinger.

Costa le preguntó entonces por ella y supo que a Franziska ya le habían sido administradas varias dosis elevadas de su propia medicación, que tres días más tarde habrían desembocado en su muerte. Si no se hubiese puesto en tratamiento nada más llegar a Alemania, también ella habría acabado tumbada en la mesa de Torres. El capitán comprendió por qué Franziska Haitinger, probablemente poco antes de la operación, había cambiado su testamento a favor de Schönbach. La gratitud por que no le hubiera operado las pantorrillas no era más que una fantasía, puesto que no podía recordar la instrucción directa comunicada durante la hipnosis.

– ¿Sabía usted por qué quería el doctor Schönbach que murieran esas mujeres?

– Le habían salido mal -pronunció la sencilla frase de un modo tranquilo.

Costa no tenía muy claro qué quería decir con eso, y ella le describió en detalle todas las operaciones que Schönbach había realizado con la señora Scholl y la señora Brendel. En ellas se le habían escapado varios pequeños errores que, con los años, podían degenerar en una fealdad monstruosa.

Costa no era un gran conocedor del tema y no comprendía los términos especializados, pero, aun así, aquella explicación le pareció un refinado embuste ideado para cuadrar con la mentalidad de Martina Kluge. A esa joven obsesionada por las terapias de belleza le resultaría fácil creer algo así. Un error quirúrgico de Schönbach, por el contrario, era algo que Teckler había descartado por completo.

Al final resultó que Martina Kluge tampoco sabía demasiado sobre el cirujano. Parecía como si para ella hubiese sido un espejo en el que se miraba con la esperanza de que le dijera: «¡Tú eres la más bella de todo el reino!». Fueron sus propias palabras, y se había reído infantilmente al decirlas. Igual que el espejito del cuento, Schönbach tenía que ayudar a todas esas mujeres a quienes ya no bastaban el maquillaje, un vestido bonito o un caro abalorio. Él no se había sometido nunca a una operación, pero siempre participaba cuando había en juego algo de valor material: acciones, casas, cuentas, cuadros, caras pipas, viejos manuscritos o un yate de lujo.

Entre las mujeres y él, sin embargo, no había sexo. Costa no estaba muy seguro de por qué consideraba tan importante ese aspecto, pero no aflojó hasta que Martina le explicó lo que sabía sobre Schönbach y Arminé. No mantenían relaciones sexuales. Schönbach sólo quería ser como el sol que iluminaba y deslumbraba. Quería resultar seductor, no le bastaba con una simple admiración, quería la entrega total: ellas se tumbaban ante él mientras él las tajaba y les daba forma como ofrenda a su diosa, Venus. La que se negaba o se resistía, era aniquilada. Ése era el reino en el que él gobernaba. ¿A cuántas más habría asesinado? Costa retomó el tema de Franziska Haitinger.

– Que Franziska supiera tantas cosas sobre Ingrid la convertía casi en una testigo -dijo Martina-. No tenía más que explicárselo todo a una tercera persona. Así se lo comuniqué, y él me aconsejó que la silenciara.

Martina dejó de hablar otra vez. Estaba sentada muy erguida, con las manos en el regazo.

– ¿Cómo tenía que silenciarla? -preguntó Costa.

– Ella tomaba un fármaco anticoagulante. Sintrom. Le disolví treinta pastillas en kombucha y se lo di a beber. Empezó a sentirse cansada y tuvo que echarse. Al irme cogí una llave y más tarde regresé para administrarle otra vez la misma dosis. Cuando entré en el apartamento, ella iba ya de camino a la cocina a beber agua, pero no llegó. Tuvo que apoyarse en la mesa. Le temblaban las piernas y pensé: «En cualquier momento se desploma». La ayudé a tumbarse en la cama y le di la bebida en kombucha. Cuando volví a visitarla el lunes por la mañana, estaba inconsciente sobre la alfombra. La incorporé, la puse en pie y volví a darle una tercera dosis elevada.

– ¿Qué le provocaron esas dosis?

– Hemorragias internas. Pero el lunes por la tarde, de pronto, desapareció. -Martina reflexionó un momento-. Qué extraño.

Entonces le dirigió a Costa una mirada interrogante, como si hubiera sido él el encargado de hacer desaparecer a Franziska Haitinger.

Por unos instantes reinó el silencio. Sólo la cinta siseaba regularmente al girar. Costa esperó y pensó en lo que había dicho Elena sobre la esteticista: que era una persona sin fuerza para vivir una vida propia y que por eso se dedicaba sólo a los demás. Esas palabras habían cobrado de pronto un extraño significado.

¿Qué más tenía que preguntarle? Miró a la joven. Ya no llevaba peluca y le había crecido un poco su pelo, de un tono castaño oscuro.

– A Franzi ya no he vuelto a verla desde entonces.

¿Había tristeza en su voz? Costa no estaba seguro.

– ¿Por qué tenía que matar a Arminé? -preguntó.

– Lo había amenazado con calumniarlo y destruir su reputación.

También eso se lo habría inculcado Schönbach. Incluso una persona manipulada por otra necesitaba una motivación para sus actos.

A Martina le temblaba todo el cuerpo, le caían lágrimas por las mejillas. Estaba vacía. Completamente vacía.

Costa salió de la sala para ir a buscar a un médico.

Cuando la psiquiatra la acompañó a la cama y la arropó, Martina se llevó el pulgar a la boca y se quedó dormida.

El capitán cerró la puerta y recorrió el pasillo en silencio. Por primera vez volvió a sentir todo su cuerpo. Inspiró profundamente. Quería olvidarlo todo, pero no podía evitar pensar en esas mujeres. Sabía que la belleza era importante, pero no había creído posible semejante lucha por conseguirla. Pensó en su hija y recordó una conversación que había tenido con ella en la que la chiquilla le había explicado el gran miedo que tenía de volverse gorda y fea y que ya nadie la quisiera más. Antes hubiese preferido estar muerta, le había dicho. «Si esa mentalidad infantil no se supera -pensó Costa-, en un adulto puede acabar en grotescas deformaciones.»

Tras el gran escándalo del juicio que tuvo lugar a lo largo del año siguiente, Martina Kluge fue puesta en libertad. No había tenido control alguno sobre sus actos. La autoría recaía únicamente en el cirujano plástico Schönbach. Hubo un largo tira y afloja entre los diferentes expertos. Sin embargo, al final el tribunal se adscribió a la interpretación legal del Tribunal Superior de Madrid, que había dejado en libertad en un caso semejante a un exiliado ruso que había asesinado a un desertor soviético en la capital española por orden del KGB. Para ello, el KGB le había proporcionado una pistola con un veneno de acción paralizante rápida. El servicio secreto ruso había invitado previamente al exiliado a Moscú, y allí le habían inducido un trance. El hombre había regresado después a Madrid para cumplir el encargo en plena calle. El tribunal había fallado que aquel hombre no poseía dominio alguno de sus actos y que había tenido que ejecutar como un autómata lo que el KGB le había sugerido con anterioridad.

Tras el interrogatorio, Costa regresó de Barcelona a Ibiza. Mientras cojeaba por el vestíbulo del aeropuerto, con los huesos doloridos y la nariz hinchada, por delante de él caminaba una mujer que le resultó familiar. Sólo podía verle la espalda, pero, no sabía muy bien por qué, estaba convencido de que la conocía. La adelantó y le dirigió una mirada de soslayo. Era Franziska Haitinger.

La mujer lo saludó con verdadera alegría, le brillaron los ojos y se disculpó por haber estado tanto tiempo fuera sin dar noticias.

– Seguro que habrá pensado cualquier cosa -dijo, con un asomo de timidez. Después añadió-: Colgó muy deprisa.

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