Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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Costa cogió enseguida el otro móvil.

– ¡Cuidado, Schönbach va para allá! ¡No dejes que te vea!

– Todo controlado, tío -respondió El Surfista.

– Déjame ver otra vez -le dijo Costa a El Obispo. Le cogió el arma y le pasó los dos móviles-. Ve informándome de lo que dicen.

Costa ajustó el objetivo y volvió a encuadrar a Martina Kluge en el centro de la mira. El Range Rover negro no tardó en aparecer en el claro del bosque. Se detuvo cerca del Mazda. Schönbach y Martina bajaron y se acercaron juntos al borde del acantilado.

– ¡Por el amor de Dios, va a matarla! -exclamó Costa-. ¡Dile a El Surfista que corra! ¡Tiene que reducir a Schönbach como sea, da igual lo que pase!

El Obispo retransmitió la orden, pero El Surfista adujo que Schönbach lo reconocería y Costa vociferó:

– ¡Que se lo ordenes! ¡Es una orden!

El Obispo lo gritó al teléfono. Schönbach y Martina Kluge ya habían llegado casi al borde del abismo.

Rafel seguía gritando al teléfono. Por lo visto El Surfista todavía no había echado a correr.

Costa dejó la escopeta apoyada en la barandilla del balcón y le pidió a El Obispo que no dejara de apuntar a Schönbach. Si intentaba tirar a Martina Kluge por el acantilado, debía dispararle. Entonces echó a correr hacia la puerta y oyó aún a El Obispo que gritaba:

– ¿Adónde vas?

Salió corriendo por el vestíbulo del hotel y allí chocó con el hombro izquierdo de un hombre corpulento y vestido con falda escocesa que arrastraba un carrito de golf. Le hubiera encantado enseñarle a ese tipo uno de sus mejores golpes, pero tenía que seguir corriendo, no podía perder un segundo.

Costa bajó a saltos los escalones de la entrada principal y corrió hasta el lugar en que el camino del bosque torcía hacia la derecha. Allí aminoró el paso para no dejarse ver antes de llegar hasta Schönbach. Sin embargo, no logró mantener ese ritmo contenido mucho tiempo, porque no hacía más que ver a la joven cayendo por ese abismo de cuatrocientos metros.

Pasó corriendo junto a Elena y le hizo una señal para que no se moviera de allí. Al llegar a las últimas malezas antes de salir al claro, casi se llevó por delante a El Surfista, que lo miró sin comprender qué hacía y sin quitarse de en medio. Costa lo apartó hacia los matojos y le siseó que no se moviera de su sitio.

El capitán permaneció oculto en el bosque todo lo que pudo. Después se detuvo un momento para valorar la situación. Sobre la explanada, en la que había grandes rocas aquí y allá, vio a Martina cerca del precipicio. Estaba sola. Su Mazda se encontraba en paralelo al borde del acantilado, a unos ocho metros del Range Rover negro, pero a Schönbach no se lo veía por ninguna parte.

Costa cogió aire y echó a correr. Tenía que alejar a Martina del borde lo antes posible, porque estaba claro que Schönbach tramaba algo.

Como no quería perder de vista a Martina en ningún momento, no miró muy bien dónde pisaba y metió el pie derecho en una estría de la roca, pero siguió corriendo sin aminorar el paso. «Creerá que corro hacia ella y que caeremos los dos al abismo», pensó, y empezó a hacerle bruscas señales con los brazos para decirle que caminara hacia él, pero ella no se movía. Seguía allí como anclada al suelo.

Por fin llegó hasta ella, sin aliento, y se dio cuenta de que la joven no lo estaba mirando a él. Miraba más allá, parecía fascinada por algo muy especial. Costa, jadeante, se volvió y siguió su mirada. En el coche de Schönbach se movió entonces algo y una sombra negra salió volando en su dirección. El capitán comprendió que Schönbach había soltado al perro de presa. La fiera sanguinaria se abalanzaba hacia ellos a grandes saltos, ya estaba a menos de ciento cincuenta metros. Costa miró un momento a Martina, que seguía inmóvil junto al borde del acantilado y miraba el coche de Schönbach. Se le pasó por la cabeza agarrarla y echar a correr, pero comprendió que era demasiado tarde para eso. Sacó su arma de la funda, le quitó el seguro y apuntó. Era una Star 30 BM 9 mm con la que hacía por lo menos un año que no disparaba. Ahora lamentaba no haber participado en los ejercicios de tiro.

El mastín, marrón y negro, estaba a sólo cien metros y se acercaba a grandes zancadas. Costa dio un paso hacia un lado para colocarse delante de Martina. Alzó el brazo derecho, se agarró la muñeca con la mano izquierda y bajó el arma hasta que tuvo a la fiera en el punto de mira. Sintió un dolor punzante en el brazo a causa del golpe que se había dado con aquel tipo robusto en el vestíbulo del hotel.

El perro estaba ya a sólo treinta metros, la distancia a la que Costa se atrevía a disparar con seguridad. Dobló el índice y apretó el gatillo. Sonó la bala. Cuando comprendió que había errado el tiro, el perro dio su último salto. Costa olvidó su corazón acelerado y su respiración. Toda su energía se concentró en la sombra negra que volaba hacia él. Quería esperar hasta el último instante, pero de repente le dio la sensación de que el tórax del animal había chocado ya contra la embocadura de su pistola. Cuando volvió a orientarse, comprendió que era debido al retroceso del arma; había vuelto a disparar instintivamente. El perro estaba a dos metros de distancia. Le había dado en el cuello, la sangre manaba de su garganta y formaba un pequeño charco sobre la roca gris. Costa se volvió hacia Martina al oír un motor que se ponía en marcha. Las ruedas derraparon y el Range Rover negro arrancó hacia ellos. «¡Ese loco quiere tirarnos con el coche!», le cruzó por la mente. De nuevo alzó el arma, apuntó a la cabeza del conductor y disparó, pero el todoterreno seguía acelerando hacia ellos. Costa vació todo el cargador, pero no consiguió nada, el coche parecía tener cristales blindados.

Dejó caer la pistola, asió a Martina de la muñeca y tiró de ella. La joven tropezaba tras él y estuvo a punto de caerse. No volvió en sí hasta que Costa la increpó. La apretó contra sí con todas sus fuerzas y la puso a cubierto tras una gran roca. Schönbach frenó tan bruscamente que las ruedas casi se bloquearon. El coche se detuvo a poca distancia del abismo.

– ¡Entréguese, Schönbach! ¡Esto no tiene sentido! ¡Salga de ahí!

Al oír crujir la caja de cambios, el capitán supo que Schönbach no bajaría, sino que intentaría dar marcha atrás. El coche retrocedió haciendo girar las ruedas. Toda su angustia contenida se transformó entonces en una avalancha de agresividad que arrolló a Costa. Corrió hacia el todoterreno negro y logró alcanzarlo, porque Schönbach estaba girando el volante para dar media vuelta. Agarró la manecilla de la puerta del conductor y tiró de ella. El coche estaba cerrado por dentro. El cirujano dio gas, Costa tropezó y se vio arrastrado. Cuando Schönbach volvió a dar vueltas al volante para salir a toda velocidad por la explanada, Costa se lanzó sobre el capó y se agarró a los limpiaparabrisas. Schönbach aceleró, el coche saltó sobre un bache y empezó a coger velocidad. Costa no sentía nada, sólo tenía un objetivo: mantenerse sobre el capó y no dejar que ese demonio escapara.

Schönbach no regresó al hotel, sino que tomó la dirección contraria sin saber qué le aguardaba allí. Al cabo de unos metros, el camino terminaba en una empinada pared de roca con un caminillo de cabras que bajaba hasta la cala del hotel. Un cartel prohibía a los clientes de la Hacienda utilizar ese sendero escarpado. Schönbach parecía querer lanzarse por la pared de piedra, pero frenó justo en el borde y con tanta fuerza que hizo resbalar del capó a Costa, que se dio con la espalda en la roca.

Quedó aturdido unos instantes. Cuando levantó la vista, vio que Schönbach saltaba por la puerta del acompañante y desaparecía por el camino de cabras. A duras penas logró levantarse, cojeó hasta el letrero y se asomó. Aquello no era un sendero, sino más bien una pendiente abrupta. Aun con todo el tiempo del mundo, bajar a tientas por allí habría supuesto arriesgar la vida. «Si él ha podido hacerlo, yo también», pensó Costa con rabia. Buscó puntos de apoyo para manos y pies y empezó a descender por el despeñadero. En realidad ya no veía a Schönbach, pero oía cómo se desprendían piedras sin parar.

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