Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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El jefe de camareros se inclinó.

– Como desee, señor doctor. ¿Y usted, la ensalada y el vino tinto?

– Y patatas salteadas.

– ¿Vino tinto con patatas salteadas?

Teckler despidió al camarero con gestos exagerados, diciendo:

– Escalopa a la vienesa con patatas salteadas. ¡Y una cerveza! ¿Correcto?

Costa asintió.

– Karl es un buen chico. Fue testigo en mi segunda boda. La celebramos aquí, en el Grüner Jäger. Hace ya mucho tiempo. Bueno, cuénteme algo de usted.

Costa le explicó que su padre era español y su madre alemana, que los primeros nueve años de su vida los había pasado en el sur, pero que después sus padres se habían separado y su madre había vuelto con él a Alemania, donde al principio había tenido dificultades para encontrar trabajo. Por eso lo envió durante un año a un internado en Irlanda.

– Fue una época espantosa. Una época llena de melancolía -explicó Costa, y Teckler lo miró con sus grandes ojos bien operados.

– Vivir sin amor es algo terrible -dijo-. Aunque sólo sea el amor por la profesión de uno. Usted ama su profesión, lo noto. También mi profesión fue para mí algo maravilloso. Sin embargo, ahora me aburro. Ni siquiera salgo ya a pasear desde que murió mi perro, y estoy solo en esa casa tan grande que tengo.

Costa se sintió extrañamente afectado. A él le gustaría disponer de más tiempo, y ese hombre sufría porque tenía demasiado.

Tenía bastante hambre cuando llegó la escalopa. No era ni muy fina ni muy gruesa, deliciosa. Las patatas estaban salteadas con beicon y cebolla, y maravillosamente crujientes. El beicon español sabía diferente del alemán. A Costa el de España no le gustaba, lo encontraba demasiado aceitoso.

Teckler, sonriente, lo miraba comer. Costa le preguntó por qué sonreía.

– El que tiene tan buen apetito como usted sabe ser feliz. -Adoptó una expresión beatífica-. Por lo que a la comida concierne.

– ¿Y cómo se siente entre comidas? -preguntó Costa mientras masticaba su escalopa.

– Tiene problemas con las mujeres -dijo Teckler con una amplia sonrisa.

– Gracias -repuso Costa con ánimo un tanto agridulce, y pensó en Karin.

– ¡Pero puedo darle un consejo! -exclamó Teckler, riendo con cierto tonillo alegre.

– ¿Y cuál es?

– Búsquese a una mujer con cara de mula y llévela a ver a Schönbach. ¡Él la convertirá en una belleza y ella le estará a usted eternamente agradecida!

Costa se echó a reír.

– ¿Y cuánto me costaría eso?

– Entre diez y doce mil marcos. Aunque, si deja que escape de ese homicidio por negligencia por el que está usted aquí, a lo mejor se lo hace gratis. -Teckler volvió a sonreír-. ¿Qué clase de negligencia médica ha cometido, por cierto, para que la policía tenga que investigar?

Costa se limpió la boca con la servilleta, se inclinó un poco hacia atrás y puso cara de pecador cazado.

– No ha cometido ninguna negligencia. En realidad, su único fallo ha sido impresionar demasiado a la mujer que me ha mandado a paseo.

– Ya decía yo.

El camarero llegó con la cuenta y Teckler insistió en pagar.

De regreso a la casa, el anciano se entretuvo explicándole más cosas sobre el cirujano.

– No debería llamarse Schönbach, «bello riachuelo», sino Schöngeist, «bello intelecto». No sólo lee mucho, sino que también se interesa por la música y la pintura. A mí incluso quiso venderme la mamarrachada de que se había hecho cirujano plástico porque tenía la convicción de que la belleza salvaría el mundo. Yo siempre le decía: «No quiero llevarte la contraria, arcángel Gabriel, pero yo lo expresaría de otra forma. No es la belleza la que salvará el mundo, ¡sino el bello dinero! Eso, al menos, es lo que nos salvará a nosotros». -Se echó a reír y abrió la verja del jardín, en la que el capitán se despidió ya de él.

Cuando Costa se disponía a marchar de nuevo hacia la estación, vio que el extravagante caballero se había quedado en la verja y alzaba ambos brazos para despedirse de él como si fuese la última despedida del mundo.

De pronto, Costa lo comprendió. Las piezas de la imagen encajaban. El gran plan de Schönbach. Lo vio todo ante sí. Antes de las operaciones, había hipnotizado a las pacientes y les había sugerido que cambiaran su testamento a favor de él. Una exposición manuscrita de su última voluntad con fecha y firma bastaba. No hacían falta testigos. En 1997 había conocido a Martina Kluge en el centro de belleza de Vista Mar y enseguida se había dado cuenta de que era una víctima complaciente. Una vez la tuvo bajo su influjo, ella cumplió siempre todos sus deseos. Hasta que le ordenó que asesinara a su antigua paciente Ingrid Scholl con una sobredosis de la medicación que tomaba para el corazón, y Martina Kluge le administró el brebaje mortal.

Lo que la masajista no podía sospechar era que en el apartamento se encontraba también en aquel momento un psicópata homosexual. Grone había hecho entrar a la policía en el juego, con lo cual Schönbach se había visto cada vez más acorralado. Costa supuso que Arminé había empezado a sospechar algo después de su visita. Schönbach tenía que ordenar su muerte. La iraní posiblemente habría desempeñado antes la misma función que cumplía ahora Martina Kluge: la red que recogía todas las herencias para que ninguna sospecha recayera sobre él como médico. Schönbach se hacía pasar por el buen samaritano que no actuaba por dinero y que lo donaba todo a una especie de asociación de la madre Teresa, de la que él luego, cuando toda sospecha hubiera pasado ya, podría recuperarlo. Bien volviendo a reclamar sus donaciones, o bien matando a la beneficiaria.

Schönbach no corría riesgo en ningún momento. Cuando los hechos tenían lugar, él estaba convenientemente lejos. Si su marioneta cometía algún error y se descubría todo, siempre podía decir: «Yo no he heredado nada, ella se lo quedaba todo». Así, eliminaba el motivo que lo señalaba como sospechoso. Y en caso de que la juzgaran por asesinato, él podía impugnar las donaciones concedidas. ¡Genial!

¿No le había explicado Elena que a los hipnotizados se les puede practicar una contrahipnosis, y que entonces recuerdan todo lo que les ha sido ordenado?

¿Había pensado Schönbach tal vez en eso al saber que Martina Kluge sería enviada al psiquiátrico y por eso lo había mirado de esa forma tan extraña?

Costa vio ante sí el plan de Schönbach en toda su perfección. Al mismo tiempo, no obstante, comprendió que Martina Kluge estaba en grave peligro. El cirujano intentaría hacer cualquier cosa para impedir su ingreso en el psiquiátrico, y eso sólo podía conseguirlo matándola. ¡La joven era como una caja fuerte que guardaba todas las pruebas contra él! El que encontrara la combinación y lograra hacerla hablar acabaría con Schönbach. Sin embargo, si Martina moría en la cárcel, él podría recuperar las donaciones y embolsarse todo el dinero, porque nadie podría demostrar nunca nada.

Comoquiera que fuese, Elena tenía que volver a interrogar a fondo a Martina… y cuanto antes.

Costa marcó su número y la teniente escuchó con calma todo su informe hasta el final.

– Pero no voy a poder interrogarla otra vez. Esta mañana la han dejado en libertad bajo fianza.

¡Costa no podía creerlo! ¡Lo que había temido! Le dijo que tenían que intentar encontrarla enseguida y vigilarla sin llamar la atención. No podían perderla de vista ni un solo momento, ni siquiera a bordo del yate de altura de Schönbach. Lo mejor sería que se pusieran enseguida en contacto con la policía del puerto para que les proporcionara un barco. En cualquier caso, Costa quería que lo mantuvieran al corriente de todo.

Después volvió a llamar a la consulta del doctor Schönbach y le preguntó a la secretaria si el doctor Hemmelrath, por casualidad, se encontraba allí. Ella se extrañó, pero le dijo que el notario había estado allí a mediodía y que se había quedado muy poco rato.

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