Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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¿Quizá por eso lo escuchó la señora Schönbach con tanto interés cuando le habló de los testamentos?

Capítulo 27

Cuando Costa llegó, Teckler estaba esperándolo ante la puerta con el abrigo y el sombrero puestos.

– ¡Nos vamos al Grüner Jäger! -graznó-. No puedo volver a coger una borrachera. Tengo que pasear un poco. No lo hago todo lo que debería desde que murió mi perro. -Se dirigió a la verja del jardín, donde lo aguardaba Costa-. Allí podemos comer algo y tomar una cerveza.

No le ofreció a Costa la mano, sino que lo asió directamente del brazo.

– Bueno, ¿qué es lo que quiere saber esta vez? -Costa iba a decir algo sobre Schönbach, pero el hombre prosiguió-, ¿cómo es la mujer de Schönbach?

La mención de Arminé emocionó a Costa de una forma extraña. Era evidente que Teckler no sabía que había muerto y que él estaba buscando a su asesino.

– ¿La conoce?

– ¡Por supuesto que la conozco! ¡Estuve incluso en el enlace! ¡Una boda persa en una granja bávara! Como el comienzo de un cuento de hadas. Un hombre al que Dios ha bendecido con todos los dones y, además, ¡le da a la mujer más hermosa que existe sobre la faz de la Tierra!

– Entonces, ¿la conocía bien?

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó el hombre con su voz de falsete-. Si uno pudiera irse con ella a la cama, saldría la luna llena y en el jardín se abrirían todas las flores. Las cigarras empezarían a cantar y las ranas croarían con una A mayúscula de Amor. ¡Ella es el aroma y el sonido de todas las cosas! ¡Una sinfonía de la naturaleza! -Hizo una mueca y se rascó la cabeza-. Por desgracia, yo no fui invitado a esa sinfonía, sólo a su boda -dijo con picardía, gesticuló un poco con el brazo que tenía libre y casi se tropezó con el borde de la acera cuando quisieron cruzar la calle.

Por suerte, Costa lo tenía bien agarrado. Disfrutó mucho de ese tranquilo paseo hasta el restaurante, y ya veía ante sí una cerveza fría recién tirada y una escalopa a la vienesa con patatas salteadas. Teckler estaba bastante animado y rebosaba de alegría por haber encontrado a alguien a quien poder explicarle historias del pasado. Aunque a lo mejor era simplemente que no se había tomado su betabloqueante, como hacía la señora Brendel, para disfrutar del gusanillo de la hipertensión. ¿No se habría tomado incluso algún estimulante? «Ninguna ocurrencia parece absurda, tratándose de estos médicos para quienes nada es sagrado», pensó Costa.

– ¿También ella estaba operada?

– No. Es verdad que Schönbach es obsesivo, pero no tonto -dijo Teckler, y le explicó que el cirujano, por entonces aún relativamente joven, había trabajado con tal tenacidad que Horstmeier y él, a su lado, parecían unos haraganes-. Por supuesto, lo que aprendió en Medico Ästhetik en aquella época aún le compensa a día de hoy. Ha llegado a convertirse en un hombre inmensamente rico, pero no será de esos cirujanos que dejan el bisturí para disfrutar de una agradable tercera edad. Al contrario: la vejez y la enfermedad parecen enardecer su pasión por utilizar la cirugía para transformar a las personas.

– ¿Por qué dice eso?

Teckler se detuvo un momento, miró hacia las copas de los árboles e inspiró hondo.

– Hay que llenar los pulmones -anunció, y le dio un golpecito a Costa- ¡Adelante!

Siguieron camino y Costa volvió a preguntarle por qué había dicho aquello.

– ¿El qué?

– Acaba de decir algo sobre la creciente pasión de Schönbach por embellecer a la gente.

– ¡Ah, sí, sí! Me encontré con él hace poco en un congreso, en Frankfurt. Era uno de los ponentes principales. Y ¿sabe? -Se detuvo de nuevo y miró a Costa-. Me levanté y le pregunté: «¿Qué tipo de artista es usted en realidad?».

– ¿Y él contestó?

– ¡Desde luego! ¡Qué se ha creído usted! Por lo visto ninguno de los caballeros allí presentes lo entendió. En cualquier caso, él divide su biografía médica en diferentes «períodos». -Sonrió con mucha malicia-. Por ejemplo, el joven Schönbach «de líneas aerodinámicas»; después, el Schönbach «diferenciado y sensualmente cultivado» de los años noventa; y ahora, el Schönbach «clásico de orientación griega».

Costa no sabía si Teckler hablaba en serio.

– ¿Está enfermo? -preguntó.

– ¡No, no, de ninguna manera! A usted le suena raro, claro, pero Schönbach es sin lugar a dudas el cirujano plástico europeo más brillante de la era tecnológica. Ya de joven, estaba completamente obsesionado por la tecnología. Siempre se compraba coches muy rápidos, y yates, incluso se sacó la licencia de piloto. Por eso es lógico que también en el campo de la medicina busque siempre las técnicas de operación más novedosas.

– ¿Podría ponerme un ejemplo, a mí, como lego en la materia?

– Por ejemplo, lo que hizo con aquella japonesa. Fue cuando aún trabajaba aquí, en Medico Ästhetik. La mujer estaba tan agradecida que lo convirtió en heredero de su fortuna. ¡Imagínese!

Costa se despertó de golpe. De repente tuvo la visión de un delito a escala mundial. ¿Sería Schönbach una especie de líder de una secta?

– ¿Qué le pasaba a esa japonesa?

– Una de las especialidades de Schönbach es la remodelación de los huesos de la cara. ¡Es muy complicado! Otros dedican años a aprender a hacerlo y a veces no llegan a conseguirlo. Pero él puede convertir un rostro alargado en uno redondo o uno redondo en uno alargado como si nada. Esa mujer, por ejemplo, tenía un rostro demasiado alargado para los estándares japoneses, y sufría por ello. Tenía otras tres hermanas y, al compararse con sus caras redondas como tortitas, no podía evitar sentirse fea. Realizó un largo viaje desde Tokio hasta Offenbach sólo para que Schönbach la operara. ¡Y él le dejó una cara redonda y genuinamente japonesa! Para ello tuvo que modificar toda la mandíbula superior y también la inferior, y lo consiguió poniendo en práctica técnicas especiales. Cuando la mujer se vio en el espejo, una amplia sonrisa cubrió su perfecto rostro de luna llena. A todos nos pareció increíble. Desde entonces, venía siempre dos veces al año a Offenbach y siempre se operaba algo con él: una vez eran los pechos, otra la nariz… Siempre encontraba algo. Más adelante, Schönbach escribió un libro sobre operaciones de rostro que ella tradujo al japonés. Sin embargo, no debió de parecerle suficiente gratitud y terminó por nombrarlo heredero suyo.

– ¿Vive aún?

– No. Tenía no sé qué extraña enfermedad de la sangre contra la que los médicos de Tokio no pudieron hacer nada.

Costa quería saber más.

– Eso es asombroso y muy emocionante. A las personas normales no se les ocurriría ni soñar con algo así -dijo, sin tener que fingir su interés.

Teckler se echó a reír y comentó que también había otros que lo hacían, que eso no convertía a Schönbach en el Von Karajan de la cirugía estética.

– ¡A ese nivel todavía nos encontramos con los pies en el suelo! -exclamó con una sonrisa traviesa.

– ¿En qué está pensando?

– Los cirujanos plásticos tenemos el problema de que la mayoría de los que quieren operarse son gente mayor, para quienes una anestesia total puede conllevar peligro de muerte. Ya en aquella época, Schönbach se ocupó a fondo de ese problema. Esa limitación lo enojaba muchísimo, así que empezó a experimentar con técnicas anestésicas alternativas. La hipnosis se adecuaba a la perfección y le fascinaba sobremanera. Poco después empezó a operar en algunos casos sin ningún tipo de anestesia química.

Costa se sintió como electrizado, aunque en ese momento no sabía muy bien de dónde procedía ese nerviosismo. En cualquier caso, la sola idea de que alguien pudiera operar sin narcóticos le resultaba algo incómoda.

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