Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– Aquí Marlow… Sí, señor… Ya hemos tomado las medidas de seguridad para eso. -Y, mientras seguía hablando sobre, al parecer, el juicio de Andrew Constable, el capitán dejó el sobre en su regazo. Sujetó el auricular entre el mentón y el hombro, se volvió de cara a Sachs y continuó su conversación mientras desataba el cordón rojo que había enroscado a los cierres que mantenían el sobre sellado.

Y hablaba y hablaba sobre el juicio, sobre los nuevos cargos contra Constable y otros miembros de la Unión Patriótica, sobre las redadas en Canton Fails. Sachs advirtió el tono perfectamente matizado y respetuoso que empleaba el capitán, lo bien que le bailaba el agua a su interlocutor. Tal vez estaba hablando con el alcalde o con el gobernador.

Tal vez con el miembro del Congreso Ramos.

Bailar el agua, jugar a la política…, ¿era eso lo que significaba ser policía? Estaba tan lejos de su carácter, que se preguntó si le merecía la pena tener tal ocupación.

Ocupabobos.

Ese pensamiento la desgarró. Ay, Rhyme, ¿qué vamos a hacer?

Lo superaremos, diría él. Pero la vida no es cuestión de superaciones. Superar es perder.

Marlow, que todavía sujetaba el auricular entre el cuello y la oreja, seguía divagando sin cesar con la jerga oficial. Por fin abrió el sobre y echó la placa de Sachs en su interior.

A continuación introdujo la mano y sacó algo que estaba envuelto en papel de seda.

– … No tengo tiempo para una ceremonia. Ya haremos algo más adelante. -Este último mensaje lo dijo en un susurro, y a Sachs le pareció que se estaba dirigiendo a ella.

¿Ceremonia?

Una mirada hacia Sachs. Otra vez en voz baja, con la mano tapando el auricular.

– Estos líos con los seguros…, ¿quién los entiende? Tengo que conocer al dedillo todo lo referente a índices de mortalidad, anualidades, dobles indemnizaciones…

Marlow retiró el papel de seda bajo el cual había una placa de oro del NYPD.

Volvió a su voz normal mientras decía delante del auricular:

– Sí, señor; mantendremos la situación controlada… También tenemos efectivos en Bedford Junction. Y en Harrisonburg, un poco más arriba. Nos adelantamos por completo a los acontecimientos.

– Le he mantenido el mismo número, oficial -dijo dirigiéndose de nuevo a ella en voz baja y enseñándole la placa, de un amarillo brillante que deslumbraba. Los números eran los mismos que los de su placa de agente de patrulla: 5885. Marlow introdujo la placa en la funda de cuero y después buscó otra cosa en el sobre amarillo: una tarjeta de identificación provisional, que también metió en la funda. Luego se la devolvió a Sachs.

La tarjeta la identificaba como Amelia Sachs, detective de tercer grado.

– Sí, señor, ya nos hemos enterado, y nuestra evaluación sobre la amenaza es que la situación se puede manejar… Bien, señor. -Marlow colgó y negó con la cabeza-. Prefiero mil veces el juicio de un fanático que mantener reuniones sobre seguros. Bueno, oficial, pues tendrá que hacerse una fotografía para la tarjeta definitiva. -Se quedó pensando algo, y luego añadió cautelosamente-: Lo que voy a decirle no es un comentario machista, así que no se lo tome a mal, pero prefieren a las mujeres que llevan el pelo recogido hacia atrás. No suelto y todo eso, ya sabe; bueno, suelto . Supongo que así el aspecto es más duro. ¿Tiene usted algún inconveniente con eso?

– Pero ¿no me habían suspendido?

– ¿Suspendida? No, aprobó para detective. ¿No la llamaron? Se supone que tenía que hacerlo O'Connor. O su ayudante o no sé quién.

Dan O'Connor, el jefe de la Agencia de Detectives.

– No me ha llamado nadie, salvo su secretaria.

– Ah, bien, pues se supone que tendrían que haberlo hecho.

– ¿Qué pasó?

– Ya le dije que haría todo lo que pudiera. Y lo he hecho. Es decir, digamos las cosas claras: yo no iba a consentir que le suspendieran de empleo y sueldo. No puedo permitirme perderla. -Dudó por un instante, miró a la serie de archivos-. Eso sin contar que habría sido una pesadilla ir en su contra en un pleito o arbitraje con la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla. Hubiera estado muy feo.

Pensaba: ¡Oh!, sí señor, sí que lo habría estado. Muy, muy feo.

– Entonces, ¿el año? Usted ha dicho algo de un año…

– Me refería al examen para sargento . No puede presentarse de nuevo hasta el próximo mes de abril. Son funcionarios y no he podido hacer nada al respecto. Pero reasignarla a la Agencia de Detectives, eso es discrecional. Ramos no pudo pararlo. Su superior será Lon Sellitto.

Sachs se quedó mirando la placa dorada.

– No sé qué decir.

– Puede decir: «Muchas gracias, capitán Marlow. Ha sido un placer para mí trabajar con usted en los Servicios de Patrulla todos estos años. Y lamento que no volveré a dedicarme a eso».

– Yo…

– Es una broma, oficial. Yo tengo mi sentido del humor, a pesar de lo que haya oído. Ah, tiene usted el tercer grado, no sé si se ha dado cuenta…

– Sí, señor -se esforzaba para borrar de su cara la sonrisa entrecortada-. Yo…

– Si quiere llegar hasta el primer grado y ser sargento, yo me lo pensaría dos veces antes de arrestar, o detener, a alguien en las Escenas del Crimen. Y también debe cuidar cómo habla y ante quién. Sólo es un consejo.

– Tomo nota, señor.

– Ahora, si me disculpa, oficial…, es decir, detective. Tengo unos cinco minutos para aprenderme todo lo que hay que saber sobre seguros.

Afuera, en Centre Street, Amelia Sachs dio un rodeo alrededor de su Camaro y examinó los daños producidos en el lateral y en la parte delantera a consecuencia del choque con el Mazda de Loesser en Harlem.

Volver a poner en forma al pobre vehículo precisaría una reparación en profundidad.

Los coches eran su fuerte, desde luego. Era una entendida: conocía la posición así como la forma, la longitud y el par de torsión de cada uno de los tornillos y pernos que había en el automóvil. Y era probable que en su garaje de Brooklyn tuviera los reparadores de abolladuras, los martillos redondeados, las rectificadoras y cualquier otra herramienta que le hiciera falta para reparar ella misma casi todos los daños.

Pero a Sachs no le gustaba el trabajo físico. Lo consideraba aburrido -como también había sido aburrido, de alguna manera, el trabajo como modelo o salir con policías guapos, creídos y hábiles con las armas-. No se trataba de una interpretación psicoanalítica del asunto, pero tal vez había algo en ella que la hacía desconfiar de lo aparente, de lo superficial. Para Amelia Sachs la sustancia de los coches estaba en sus corazones y en sus almas calientes: en el furioso redoble de las varillas y los pistones, en el gruñido de las correas, en el beso perfecto de los engranajes que convertían una tonelada de metal, cuero y plástico en pura velocidad.

Decidió que llevaría el coche a un taller de Astoria, en Queens. Ya había acudido a él con anterioridad: los mecánicos que trabajaban allí tenían talento, eran más o menos honrados y veneraban los coches potentes como éste.

Se acomodó en el asiento delantero y puso en marcha el motor, cuyo traqueteo atrajo la atención de media docena de policías, abogados y empresarios que andaban por allí. Conforme se alejaba de la zona policial tomó otra decisión. Hacía algunos años, después de unos arreglos de zonas oxidadas, había decidido cambiar el color negro que el coche traía de fábrica y lo había pintado de un amarillo muy vivo. La elección había obedecido a un impulso, pero, ¿por qué no? ¿No debían reservarse los caprichos para las decisiones acerca del color con el que una iba a pintarse las uñas de los pies, el pelo o el coche?

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