Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– ¡Joder! -soltó el criminalista.

Sellitto caminaba de un lado a otro de la habitación, saltando por encima de los cables y echando miradas a las pizarras del caso de El Prestidigitador. El detective acabó por sentarse en una silla, que crujió bajo su peso. Se masajeó un michelín que se le formó debajo de la cintura; aquél último caso había afectado seriamente a su régimen.

– Una cosa… -empezó a decir en un tono suave y con cierto aire de conspiración.

– ¿Sí?

– Hay un tipo; ese tipo que yo conozco…, el que acabó con la corrupción de la Dieciocho.

– ¿Donde desaparecían continuamente crack y caballo del armario de las pruebas, hace unos pocos años?

– Sí, ése. Tiene grandes contactos en todo el Gran Edificio. El inspector le escuchará a él, y él me escuchará a mí. Está en deuda conmigo. -Hizo un gesto despectivo con el brazo dirigido a las pizarras con las pruebas-. ¡Y mira lo que acabamos de hacer, joder! Hemos atrapado a un asesino de primera. Déjame que le llame, que toque algunos resortes para ayudarla.

Los ojos de Rhyme recorrieron también las pizarras, los equipos, las mesas de examen, los libros, todo dedicado a la ciencia de analizar las pruebas que Sachs había logrado conseguir, a base de ingenio o de fuerza física, de Escenas de Crímenes a lo largo de los últimos años en que habían estado juntos.

– No sé -dijo Rhyme.

– ¿Qué pasa?

– Si se convirtiera en sargento por esos medios, no sería gracias a su propio esfuerzo.

– Tú sabes lo que significa para ella esta promoción, Linc.

Sí, lo sabía.

– Mira, lo que estamos haciendo es jugar según las reglas de Ramos. Lo que quiere es asegurarse de que nosotros hagamos lo mismo. Que equilibremos la partida, vaya. -A Sellitto le agradó su idea-. Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado. Y lo hará.

Tú sabes lo que significa para ella esta promoción…

– Entonces, ¿qué piensas? -preguntó el detective.

Rhyme guardó silencio un momento. Buscaba la respuesta en los callados equipos de investigación forense que le rodeaban y, después, en la neblina verde de los brotes primaverales que coronaban los árboles de Central Park.

* * *

Habían reparado todas las rozaduras de la carpintería y habían «escamoteado» todos los rastros del fuego, según lo expresó Thom (con mucho ingenio, en opinión de Rhyme). Aún quedaba cierto olor a humo, pero eso le recordaba al criminalista a un buen whisky escocés y, por tanto, no suponía problema alguno.

En ese momento, medianoche, con la habitación a oscuras, Rhyme estaba tendido en su cama Flexicair mirando por la ventana. Afuera se oyó el revoloteo de un halcón, una de las más elegantes criaturas de Dios, que se posó en la cornisa. En función de la luz y de su grado de alerta, los pájaros parecían encoger o aumentar de tamaño. Esa noche parecían más grandes que durante el día, con unas formas espléndidas. Aunque también amenazadoras: no les gustaba el ruido que llegaba del Cirque Fantastique de Central Park.

Bueno, tampoco puede decirse que Rhyme estuviera muy contento al respecto. Hacía diez minutos que se había quedado dormido y un estallido de aplausos procedente de la carpa le había despertado.

– Deberían imponer un toque de queda para eso -se quejó Rhyme a Sachs, tendida junto a él en la cama.

– Yo podría disparar al generador -respondió con una voz nítida. Al parecer, ella no se había dormido. Tenía la cabeza sobre la almohada, junto a la de él; los labios rozándole el cuello, en el que Rhyme sentía el ligero cosquilleo de su pelo y la fresca y tersa suavidad de su piel. Y más cosas: los pechos de ella contra el pecho de él, el vientre contra la cadera, la pierna sobre la pierna. Rhyme lo sabía sólo porque lo veía, por supuesto; no tenía una prueba sensorial del contacto. Pero saboreaba igual esa proximidad.

Sachs obedecía siempre la regla de Rhyme en virtud de la cual los encargados de recorrer una cuadrícula no llevaran perfume, ya que podían pasar por alto pruebas olfativas de la escena. Pero en ese momento no estaba de servicio, y él detectó en su piel un agradable y complejo olor que asoció con el jazmín, las gardenias y el aceite sintético de motor.

Estaban solos en el apartamento. Habían mandado a Thom al cine con su amigo Peter, y habían pasado la noche con unos CD nuevos, cien gramos de caviar sevruga , galletitas Ritz y abundante Móet , a pesar de la dificultad que le suponía beber champán con pajita. En ese momento, en la oscuridad, Rhyme pensaba de nuevo en la música, en cómo un sistema tan puramente mecánico de tonos y ritmo podía arrebatarle a uno por completo. Era algo que le fascinaba. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que la cuestión no debía de ser tan misteriosa como parecía. La música estaba, después de todo, fuertemente enraizada en su mundo: ciencia, lógica y matemáticas.

¿Cómo se acometería la composición de una melodía? Si la terapia de ejercicios que estaba realizando surtiera efecto al final…, ¿podría apretar los dedos contra un teclado? Mientras pensaba esto, advirtió que Sachs levantaba los ojos y le miraba a la cara en la penumbra.

– ¿Te has enterado de lo del examen para sargento?

Un instante de duda.

– Sí -respondió. Toda la noche había evitado escrupulosamente sacar el tema; ya se encargaría Sachs de ello cuando estuviera preparada. Hasta entonces, la cuestión no se había suscitado.

– ¿Sabes lo que pasó?

– Todos los detalles, no. Supongo que pertenece a la categoría de «funcionario del Estado casi corrupto y que actúa por interés propio contra poli encargada de Escena del Crimen, heroica y que trabaja demasiadas horas». ¿Algo así?

Una carcajada.

– Muy parecido.

– Yo también he estado en esa situación, Sachs.

La música procedente del circo continuaba con su sonido machacón, y producía respuestas dispares. Por una parte, uno sentía que debería estar irritado, pero por otra era inevitable disfrutar del ritmo.

– ¿Te habló Lon de tocar algunas teclas para ayudarme? ¿De hacer algunas llamadas al Ayuntamiento? -le preguntó Sachs.

Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado…

Rhyme se rió entre dientes.

– Sí, lo hizo. Ya conoces a Lon.

La música cesó y los aplausos llenaron la noche. A continuación se oyó la voz, lejana y evocadora, del maestro de ceremonias.

– He oído que él podría conseguir que todo esto se quedara en agua de borrajas, saltándose a Ramos.

– Es probable. Tiene buenas agarraderas.

– ¿Y tú qué opinas de eso?

– ¿Tú qué crees?

– Soy yo la que pregunta.

– Yo diría que no. No le dejaría hacerlo.

– ¿No?

– No. Le dije que tú te harías con el cargo por ti misma; si no, no.

– ¡Maldita sea! -farfulló.

Rhyme la miró, alarmado por un instante. ¿La habría juzgado mal?

– Me revienta incluso que se le haya pasado por la cabeza.

– Él lo hacía con buena intención.

Le pareció que el brazo que ella tenía rodeándole el pecho le estrechaba aún más.

– Lo que tú le has dicho, Rhyme, para mí significa más que cualquier otra cosa.

– Lo sé.

– La cosa puede ponerse fea. Ramos quiere la suspensión. Doce meses sin empleo ni sueldo. No sé qué haré.

– Asesorar. Conmigo.

– Un civil no puede recorrer la cuadrícula, Rhyme. Tendría que quedarme sentadita…, me volveré loca.

Si te mueves no pueden cogerte…

– Lo superaremos.

– Te quiero -susurró ella. La respuesta que él le dio fue inhalar su perfume Quaker State y decirle que él también la quería.

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