Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– Exacto.

– Lincoln, ¿adonde quieres llegar con todo esto? -le preguntó Bell.

– A donde quiero llegar es a que Loesser aparcó la ambulancia de forma que causara el mayor daño, aunque dando la oportunidad de escapar a unas cuantas personas que ocupaban las localidades de palco. ¿Cómo sabía él dónde tenía que aparcar exactamente?

– No lo sé -respondió Kadesky-. Es probable que lo verificara con anterioridad y llegara a la conclusión de que ése era el mejor lugar…, es decir, el mejor desde su punto de vista; el peor desde el nuestro.

– Pudo haberlo verificado con anterioridad -caviló Rhyme-. Pero tampoco desearía que le vieran merodeando por el circo, ya que teníamos oficiales apostados allí.

– Cierto.

– Entonces, ¿no sería posible que alguien de dentro le hubiera dicho que aparcara allí?

– ¿De dentro? -preguntó Kadesky con extrañeza-. ¿Quiere decir que alguien le estaba ayudando? No, ninguno de mis empleados haría algo así.

– Rhyme, ¿adonde quieres llegar con todo esto? -le preguntó Sachs.

Sin responder a la pregunta, se volvió hacia Kara otra vez.

– ¿Cuándo te envié al circo para que buscaras al señor Kadesky?

– Calculo que serían como las siete y cuarto.

– ¿Y estuviste en la zona de los palcos? -Kara asintió-. ¿Cerca de la fila próxima a la salida?

Incómoda, la joven paseó la mirada por la habitación.

– Supongo que sí. Sí. -Miró a Sachs-. ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Qué pasa?

– Te lo pregunto -contestó Rhyme-, porque recuerdo algo que nos contaste, Kara. Sobre las personas que participan en un acto de ilusionismo. Primero está el ayudante, es decir, la persona que sabemos que trabaja con el ilusionista; luego está el voluntario que sale entre los espectadores; y, después, hay otra persona más: el cómplice. Los cómplices son personas que trabajan con el mago, aunque no parecen tener nada que ver con él. Aparentan ser tramoyistas o voluntarios.

– Exacto, muchos magos utilizan cómplices -dijo Kadesky.

Rhyme se volvió hacia Kara y dijo con dureza:

– Y eso es lo que tú has sido todo el tiempo, ¿verdad?

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Bell, con un acento más pronunciado que de costumbre debido a la sorpresa.

La joven ahogó un grito y negó con la cabeza.

– Ella ha estado trabajando con Loesser desde el principio -le dijo Rhyme a Sachs.

– ¡No! -exclamó Kadesky-. ¿Ella?

– Necesita dinero desesperadamente -continuó Rhyme-, y Loesser le pagó cincuenta mil por ayudarle.

– ¡Pero si Loesser y yo ni siquiera nos habíamos conocido hasta hoy! -dijo Kara, desesperada.

– No era necesario que le vieras en persona. Balzac era el intermediario. El también está metido en esto.

– ¿Kara? -dijo Sachs en un murmullo-. No. No me lo creo. ¡No sería capaz de hacer una cosa así!

– ¿Que no? ¿Tú qué sabes de ella? Ni siquiera sabes su verdadero nombre.

– Yo… -Consternada, Sachs se volvió hacia la joven-. No, nunca me lo ha dicho -susurró.

Con lágrimas en los ojos, la joven negaba con la cabeza. Por fin, admitió:

– Amelia, lo siento… Pero es que tú no lo entiendes… El señor Balzac y Weir eran amigos. Pasaron años actuando juntos, y él se quedó destrozado cuando Weir murió en el incendio. Loesser le dijo al señor Balzac lo que iba a hacer y me obligaron a ayudarle. Pero, tienes que creerme, yo no sabía que iban a hacer daño a nadie. El señor Balzac dijo que sólo se trataba de una extorsión, para vengarse de Kadesky. Cuando me di cuenta de que Loesser estaba matando a la gente era ya demasiado tarde. Me dijeron que si no seguía ayudándoles me entregarían a la policía. A la cárcel de por vida. Y el señor Balzac también… -Se secó la cara-. Yo no podía hacerle eso.

– A tu venerado maestro -dijo con amargura Rhyme.

Con una mirada de pánico reflejada en sus brillantes ojos azules, la joven se abrió paso entre Sachs y Kadesky y se abalanzó hacia la puerta.

– ¡Detenla, Roland! -gritó Rhyme.

Bell salió corriendo tras ella y se produjo un forcejeo. Fueron a caer en el rincón de la habitación. Ella era fuerte, pero Bell logró esposarla. Se puso en pie, jadeando por el esfuerzo, sacó su Motorola del cinturón y solicitó efectivos para trasladar a un preso al Centro de Detención.

Indignado, volvió a guardar el radiotransmisor y le leyó a Kara sus derechos.

Rhyme suspiró.

– Intenté decírtelo antes, Sachs. Pero no logré dar contigo por teléfono. Me gustaría que no fuera verdad, pero así son las cosas. Ella y Balzac han estado todo el tiempo con Loesser. Nos embaucaron como si fuéramos su público.

Capítulo 51

En un susurro, la oficial de policía dijo:

– Es que yo… No sé cómo lo hizo.

– Ella manipuló las pruebas, nos mintió, dejó pistas falsas… -le explicó Rhyme a Bell-. Roland, acércate a las pizarras, te enseñaré algo.

– ¿Que Kara dejó pruebas? -preguntó Sachs, atónita.

– ¡Ah!, ya lo creo. Y lo hizo muy bien, además. Desde la primera escena, antes incluso de que la conocieras. Me dijiste que ella te hizo una seña para que os encontrarais en la cafetería. Estaba todo pensado desde el principio.

Bell estaba junto a las pizarras y, conforme señalaba aspectos de las pruebas, Rhyme iba explicando cómo las había manipulado Kara.

Momentos después se oyó la voz de Thom desde lejos:

– Ha venido un oficial.

– Hazle pasar -dijo Rhyme.

En la puerta apareció una oficial de policía, que se unió a Sachs, Bell y Kadesky, y les observó a través de unas elegantes gafas, con expresión de curiosidad. Saludó con un gesto a Rhyme y, con acento hispano, le preguntó a Bell:

– ¿Ha solicitado usted el traslado de un preso, detective?

Bell señaló con la cabeza hacia el rincón de la habitación.

– Ahí está. Ya le he leído sus derechos.

La mujer miró hacia la esquina, donde se hallaba Kara boca abajo, y dijo:

– Muy bien, pues me la llevo. -Dudó un instante-. Pero antes me gustaría hacer una pregunta.

– ¿Una pregunta? -dijo Rhyme frunciendo el ceño.

– ¿Pero qué dice, oficial? -preguntó Bell.

Haciendo caso omiso del detective, la oficial examinó a Kadesky.

– ¿Podría enseñarme algún documento de identificación, señor?

– ¿Yo? -preguntó el empresario circense.

– Sí, señor. Necesito ver su permiso de conducir.

– ¿Quiere mi carné otra vez? Ya se lo enseñé el otro día.

– Señor, se lo ruego…

De mala gana, el hombre se echó mano al bolsillo y sacó la cartera.

Pero esa cartera no era la suya.

Kadesky se quedó mirando la gastada billetera de piel de cebra.

– Un momento, yo…, yo no sé qué es esto.

– ¿No es suya? -le preguntó la agente.

– No -dijo él, preocupado. Empezó a palparse los bolsillos-. No sé…

– ¿Ve? Eso es lo que me temía -dijo la agente-. Lo siento, señor. Queda arrestado por carterista. Tiene derecho a permanecer en silencio…

– ¡Menuda gilipollez! -dijo Kadesky entre dientes-. Debe de haber algún error. -Abrió la billetera y se quedó mirándola unos instantes. Acto seguido soltó una carcajada de asombro y mostró a todos el carné de conducir: era el de Kara.

En el interior había una nota manuscrita. Se cayó al suelo. La recogió.

– Dice «Has caído en la trampa» -leyó Kadesky, entornando los ojos y estudiando atentamente a la agente primero, y después el permiso de conducir.

– Espere un poco; ¿no es ésta?

La «oficial» se rió y se quitó las gafas. A continuación, la gorra de policía y la peluca morena que llevaba debajo, dejando al descubierto de nuevo el pelo rojizo y corto. Con una toalla que le ofreció Roland Bell -que ahora se reía abiertamente-, la joven se limpió el maquillaje de color moreno, se quitó las pobladas cejas y las uñas rojas postizas que tapaban las suyas, de un negro brillante. Le quitó al atónito Kadesky su cartera y le devolvió la suya, que había cogido cuando se abrió paso entre él y Sachs en su «huida» hacia la puerta.

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