Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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– Sí. Creo que es lo mejor.

Él asintió.

– Bueno, pues… -dijo Kara.

– Adiós, entonces. -Fue la despedida formal del ilusionista, que se colocó detrás del mostrador y no dio pie a nada más.

Luchando por contener las lágrimas, Kara se dirigió hacia la puerta.

– ¡Espera! -le gritó cuando ya casi estaba fuera. Balzac se metió en la parte trasera de la tienda y volvió hasta donde estaba Kara. Llevaba algo en la mano y lo dejó bruscamente en las de ella. Era la caja de puros que contenía los pañuelos de seda de colores de Tarbell.

– Toma, toma esto… Me gustó cómo te salió. Fue un truco contundente.

Ella recordó la ovación que recibió. Ah…

Kara se acercó a él y le dio un abrazo rápido. Pensó que era el primer contacto físico que habían tenido desde que le estrechó la mano al conocerle, hacía dieciocho meses.

Él le contestó con un abrazo torpe y envarado, tras el que se apartó de ella.

Kara salió de la tienda, se detuvo y se volvió para decir adiós a Balzac con la mano. Pero había desaparecido en la penumbra de algún rincón del establecimiento. Metió la caja con los pañuelos en el bolso y se dirigió hacia la Sexta Avenida, que la llevaría hasta el sur, hasta su apartamento.

Capítulo 52

El homicidio era, en efecto, enigmático.

Un doble asesinato en una zona desierta de Roosevelt Island, esa franja estrecha de apartamentos, hospitales y ruinas fantasmales en el East River. Ya que el tranvía deja a los residentes cerca del edificio de Naciones Unidas en Manhattan, muchos diplomáticos y empleados de la ONU vivían en esa isla.

Y fue a dos de esos vecinos, dos subdelegados de los Balcanes, a los que se encontró asesinados, con dos disparos cada uno en la nuca y las manos atadas.

Había unas cuantas cosas curiosas que Amelia Sachs había localizado al investigar la Escena del Crimen. Había encontrado ceniza procedente de un tipo de cigarrillo que no figuraba en las bases de datos de tabaco, ni federales ni estatales; restos de una planta que no pertenecía a la flora autóctona, y huellas de una maleta pesada que, según los indicios, habían colocado y abierto junto a las víctimas, después de haberles disparado.

Y lo más extraño de todo era el hecho de que a cada uno de ellos le faltaba el zapato derecho. No los pudieron encontrar por ninguna parte.

– El zapato derecho a ambos, Sachs -dijo Rhyme mirando a la pizarra con las pruebas, frente a la cual se hallaban, él sentado y ella paseando de un lado a otro de la habitación-. ¿Qué conclusión podemos sacar de eso?

Pero la pregunta se quedó en el aire, ya que el móvil de Sachs comenzó a sonar. Era la secretaria del capitán Marlow, que preguntaba si Sachs podía acudir a una reunión. Ya habían transcurrido varios días desde que cerraron el caso del Prestidigitador, y otros cuantos desde que se había enterado de las acciones que había emprendido Víctor Ramos contra ella. No había tenido ninguna otra noticia sobre su suspensión de empleo y sueldo.

– ¿Cuándo? -preguntó Sachs.

– Bueno, pues ahora -respondió la mujer.

Sachs desconectó y, lanzando una mirada y una sonrisa hermética a Rhyme, dijo:

– Aquí está. Tengo que ir.

Se quedaron mirándose el uno al otro unos instantes; luego, Rhyme le hizo un gesto con la cabeza y ella se dirigió a la puerta.

Media hora después, Sachs estaba en el despacho del capitán Gerald Marlow, sentada al otro lado de la mesa, mientras él leía uno de sus expedientes escritos en papel Manila.

– Un segundo, oficial. -Continuó revisando fuera lo que fuese que tanto le absorbía, haciendo de vez en cuando alguna anotación.

Sachs comenzó a sentirse inquieta. Se hurgaba las cutículas, las uñas… Transcurrieron dos minutos interminables. Oh, por Dios bendito, pensó ella, y acto seguido dijo al fin:

– Bueno, señor, ¿qué ha pasado con él? ¿Se ha echado para atrás?

Marlow hizo una marca en la hoja que estaba leyendo y levantó la vista.

– ¿Quién?

– Ramos. Me refiero al examen para sargento.

Y también a ese otro gilipollas vengativo, al poli libidinoso del ejercicio de valoración.

– ¿Echarse para atrás? -preguntó Marlow. Le sorprendió la ingenuidad de Sachs-. Bueno, oficial, eso no ha estado nunca entre las posibilidades.

En cuyo caso, sólo había un motivo para aquel encuentro cara a cara, y Sachs lo comprendió de pronto con la cruda claridad del primer disparo de pistola en un campo de tiro al aire libre. Ese primer tiro… antes de que los disparos repetidos entumezcan los músculos, las orejas y la piel. Sólo había una razón para que la hubieran convocado. Marlow iba a reclamar a Sachs el arma y la placa. Ya estaba suspendida.

Mierdamierdamierda…

Se mordió la parte interior del labio.

Cerrando la carpeta con cuidado, Marlow lanzó a Sachs una mirada paternal que la incomodó; era como si el castigo que le habían impuesto fuera tan severo que era necesario amortiguarlo con un poco de amabilidad.

– A las personas como Ramos, oficial, no se les vence. No en su territorio. Usted ganó la batalla al esposarle en la Escena del Crimen. Pero él ha ganado la guerra. La gente así siempre gana la guerra.

– ¿Se refiere a los estúpidos? ¿A los mezquinos? ¿A los codiciosos?

De nuevo, la experiencia acumulada como oficial de carrera le impidió siquiera darse por enterado de la pregunta.

– Mire este escritorio -dijo, mirándolo él mismo. Estaba rebosante de papeles. Pilas y montones de carpetas e informes-. Recuerdo que yo solía quejarme de todo el papeleo cuando era un agente de patrulla. -Revolvió entre una de las pilas, buscando algo, al parecer. Renunció. Lo intentó con otra. Al final sacó varios documentos, que tampoco eran los que quería y, con toda parsimonia, se puso a organizados de nuevo, tras lo cual reanudó la búsqueda.

Ay, papá, nunca pensé que la suspensión saliera adelante.

Acto seguido, el pesar y la desilusión que sentía por dentro formaron una roca. Y pensó: «Vale, así es como quieren jugar, ¿no? Tal vez yo salga malparada, pero ellos lo van a pasar mal. Ramos y todos esos gilipollas como él van a lamerse la sangre».

Hora de apretar los puños…

– Aquí está -dijo el capitán, finalmente, cuando encontró lo que buscaba: un sobre grande al que había grapado un trozo de papel. Lo leyó rápidamente. Consultó un reloj en forma de timón-. ¡Caray, qué tarde es! A ver si acabamos con esto, oficial. Déjeme su placa.

Abatida, se buscó en el bolsillo.

– ¿Cuánto tiempo?

– Un año, oficial -dijo Marlow-. Lo siento.

¡Un año de suspensión!, pensó desesperada. Ella había imaginado que serían tres meses como máximo.

– Es lo mínimo que he podido conseguir. Un año. La placa, le decía. -Marlow negó con la cabeza-. Discúlpeme por las prisas, pero tengo otra reunión ahora. ¡Reuniones!…, me vuelven loco. Ésta va a ser sobre seguros. La gente se cree que sólo nos dedicamos a atrapar malhechores. Incluso peor, piensan que lo que hacemos es no atrapar a los malhechores. ¡Puf! La mitad del trabajo no es más que llenar el tiempo. ¿Sabe usted cómo llamaba mi padre a los negocios? Ocupabobos. Estuvo treinta y nueve años trabajando para la American Standard. Representante de ventas. Ocupado en bobadas. Pues eso también puede decirse de nuestra profesión. -Extendió la mano hacia Sachs.

La desolación la rodeaba, la invadía. Le dio la gastada funda de cuero en la que guardaba la placa de plata y la tarjeta de identificación.

Placa número Cinco Ocho Ocho Cinco…

¿Qué podría hacer? ¿Convertirse en una maldita guarda jurado?

Sonó el teléfono que había a espaldas del capitán, quien se volvió para cogerlo.

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