– ¿Sabes lo que eres? -preguntó con afable tono de voz.
– Deje… que me vaya… por favor… -rogó la chica, apretándose contra la pared.
– ¿Sabes lo que eres? -insistió él.
– Me… me llamo… -Le dijo un nombre, incluso una edad, ambos falsos, sin duda. Él le sonrió con tranquilidad.
– No te pregunto quién eres. Te pregunto si sabes lo que eres. Te diré algo: tienes «mono», ¿verdad? ¿Desde cuándo hace que te pones? No estarás comprando ese último derivado que te hace polvo el cerebro, ¿verdad? ¿Ves ese programa de Canal Joven, «Sé tú»? ¿El de Michelle, la doctora rubia alemana? Hablaron hace un par de semanas de esa droga y entrevistaron a chicos que se la inyectan. Dios, ¿no lo viste? Michelle los defiende, pero… ¿cómo se puede defender ese estado espantoso en el que quedan? Eran momias. Peor aún: las chicas de tu edad parecían machos. Borrachos de tasca jurando y escupiendo. ¿No lo viste…? Mira, espera… Tengo algo para ti. -Ella no lo escuchaba: miraba angustiada a un lado y a otro con sus grandes canicas color carbón que, al moverse, dejaban una medialuna marfil en el lado opuesto de los ojos, pero fijó la vista en la mano del hombre cuando este la sacó del bolsillo.
El hombre hizo crujir frente a ella los billetes. Entonces sacó la otra mano.
– Y aquí tengo una tarjeta con un número de teléfono. Es una clínica privada. Puedes llamar y pedir cita diciendo que vas en mi nombre. Nada de listas de espera, ni cinco minutos para cada paciente, ni pastillas para que aguantes a solas. Te tratarán como a una reina, te quitarán la abstinencia, te curarán. Puedes llevarte una de las dos cosas. -Movió ambas manos, mostrando los euros en una y la tarjeta en la otra, como un mago-. Tú eliges: seguir comprando porquería y arruinándote la vida, o acabar con el vicio y darle un nuevo rumbo a tu existencia, desmentir a esos vecinos «respetables» que afirman que sois ganado, miseria humana…
La chica se había quedado mirándolo, totalmente absorta. Los mechones de su cabello oscuro rebosaban fuera de la gorra de lana como una capucha, y la quincallería que colgaba de su cuello destellaba cuando movía el delgado pecho con los jadeos.
– ¿Por… por qué hace esto? -preguntó.
El se limitó a encogerse de hombros. La chica lo miró una vez más, y de improviso, con un veloz gesto de culebra, cogió el dinero y se alejó corriendo. Fue un visto y no visto. El hombre sonrió, guardó la tarjeta -que no era de ninguna clínica sino de un salón de fitness- y tuvo que reprimir un acceso de hilaridad al pensar que el dinero que la chica se había llevado era de ella misma: un par de billetes arrugados de cinco euros que él le había quitado del bolsillo de la cazadora durante el forcejeo. «Tú robas, yo robo», pensó. Se dijo que tenía futuro como carterista. Pero, tras la diversión de la pequeña broma, dedicó un instante a reflexionar, meneando la cabeza. Por supuesto, había sabido desde el principio lo que ella iba a elegir. ¿Acaso podía esperarse que aquella ladronzuela colgada optara por mejorar su suerte? Así eran las cosas, y así habían sido siempre: oro antes que plomo, apariencia antes que sinceridad, los cofres de Porcia. «Madrid, a la altura del resto de metrópolis hipócritas», se dijo.
Percibió primero el arañazo de la mano, que ya sangraba, y trató de calmarse recordando que en casa tenía todo lo necesario para la desinfección. Regresó a por las bolsas, volvió al coche, las guardó en el maletero, y, antes de dirigirse al almacén a recoger la carretilla hidráulica sintió la tentación de comprobar si todo estaba en orden en su magnífico vehículo.
Y entonces lo vio. El otro arañazo, esta vez en la carrocería de azul cromado, junto al manillar de la portezuela, oblicuo, no muy largo pero visible, sin duda la huella de alguna herramienta utilizada por manos torpes y nerviosas de toxicómano.
La casa se hallaba en la sierra, rodeada de bosque. «Soledad y naturaleza cerca de la capital», decía el anuncio de la agencia que hizo que se fijara en ella. Era un antiguo pabellón de caza que había pertenecido a una familia aristocrática, y lo único que el hombre conservaba de la vieja decoración era un taburete que tenía en el primer sótano. A veces colocaba sobre él la ropa desgarrada.
El hombre condujo en meditabundo silencio, solo distraído por el continuo ronroneo del motor. Aquel silencio le hizo recordar su propia biblioteca, cuyas estanterías llegaban hasta el techo, y, por pura asociación de ideas, a una estudiante de filología con gafas redondas que había conocido dos meses atrás. Se fijó en que el cielo estaba lleno de nubes grises otra vez -todo el fin de semana había sido igual- y esa noche también llovería. La luz poseía cierta sucia cualidad, como si pasara a través de un fondo de botella.
Un suelo de hojas otoñales crepitó mientras aparcaba frente a la amplia entrada. A la izquierda se hallaba la puerta del garaje, que albergaba otros dos coches y varias máquinas de pintura automática y manipuladores de carrocería, pero, tras sacar las bolsas y dejar la carretilla nueva cerca de dicha puerta, el hombre utilizó la entrada principal y encendió las luces del comedor moviendo la mano en el aire. En el interior reinaba un silencio pulcro con olor a diversas mezclas de abrillantadores de madera y ambientadores. La nueva chica de la limpieza, que era de Ciempozuelos y cobraba por horas, estaba resultando bastante eficiente. La anterior, una señora mayor, rumana, contratada desde que el hombre tenía la casa, lo había llamado un par de semanas antes, llorando, para decirle que un hijo suyo estaba gravemente enfermo y que sentía mucho tener que ausentarse unos días para marchar a su país. «Serán solo dos días», dijo. La pobre mujer parecía tan afectada por interrumpir el trabajo como por lo sucedido con su hijo, y el hombre intentó tranquilizarla. No había ningún problema, podía tomarse el tiempo que quisiera, lo importante era la salud de su hijo. En cuanto colgó, el hombre bloqueó las llamadas de los teléfonos de aquella mujer, borró sus números y habló con una agencia para conseguir una chica nueva que se incorporase al día siguiente. Cuando la rumana logró localizarle, tras una semana de infructuosos intentos en varios teléfonos, él le dijo que estaba despedida.
La nueva chica era muy buena, lo bastante tonta para carecer de curiosidad, lo bastante lista como para no joderlo con hijos enfermos.
– ¿Hola? -dijo el hombre en voz alta-. Estoy aquí. ¿Hola? ¿Ayudante?
Pero no recibió respuesta.
Su «ayudante», como él lo había bautizado -el nombre gustaba a ambos-, no se encontraba en aquella planta. «Estará abajo», pensó.
Silbando la tonada de una vieja película, entró en su dormitorio, dejó las bolsas en el suelo y pasó al cuarto de baño. Allí se lavó cuidadosamente el arañazo con dos clases de jabón. Luego orinó y estuvo un rato jugando con el pene: lo estiró entre el índice y el pulgar frotando el glande con el primero hasta sentir que se endurecía. Con el miembro aún fuera del pantalón, regresó al dormitorio y se desnudó íntegramente, arrojando toda la ropa al suelo: chaqueta de esquiador, jersey, camiseta, pantalones de lana, botas, calcetines, hasta el reloj con ordenador de pulsera.
Entonces comenzó a gritar.
Abrió mucho la boca y arrojó saliva. Las venas del cuello se le hincharon y la cara se le enrojeció. Lo hizo frente a la pared, adoptando la actitud de quien desafía a su oponente a un duelo salvaje donde todo está permitido. Sin dejar de aullar, alzó los puños y los descargó una, dos, tres, cuatro veces contra el tabique. Sintió dolor, pero no el suficiente. La chica, el arañazo de la mano, el de la carrocería… imágenes que daban vueltas ante sus ojos. ¿Sabes lo que eres? ¿Sabes lo que eres?
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