Mientras me dejaba arrastrar por la furia, me quité la camiseta.
El hombre entró en el pequeño sótano descalzo, con un albornoz atado a la cintura, saludó a su ayudante y dejó sobre la única mesa libre su pesada carga. Se trataba de dos bolsas con casi todos los productos que había logrado conseguir aquel domingo, ya que lo más grande lo había dejado un par de plantas más arriba, en el garaje.
Metió las manos en la primera bolsa y sacó dos clavadoras-grapadoras neumáticas y un taladro con batería recargable, así como un juego completo de brocas finas que venían dispuestas en una bonita caja. Al sacar esta última vio el resguardo del tíquet de compra adherido a ella, lo cogió, abrió la incineradora instalada en la pared y lo arrojó dentro, junto con la bolsa ya vacía. Comprobó que había varias etiquetas de ropa todavía sin quemar. Cerró la incineradora y decidió que lo quemaría todo más tarde.
De la segunda bolsa extrajo dos enormes tijeras de sastre guardadas en material reciclable, así como -muy importante, menos mal que se acordó- una bomba de engrase neumática de tamaño manejable. Había tenido problemas últimamente con la máquina del segundo sótano, que chirriaba cada vez que la utilizaba hasta el punto de que ya le resultaba insoportable, y los botes de aceite lubricante no surtían efecto.
Por último colocó sobre la mesa los frascos de Betadine y las cajas con ampollas de Disodol, que había comprado en la farmacia de guardia. Se deshizo igualmente de la bolsa y el segundo tíquet. Con todos los objetos ya sobre la mesa, encontró un momento para respirar hondo y serenarse.
Estaba algo enojado, porque era domingo y había tenido que salir apresuradamente en busca de un centro comercial abierto. Por regla general, se tomaba su tiempo para comprar, y obtenía notables descuentos en las viejas tiendas especializadas del centro de Madrid, o en los contactos que tenía en la red. Pero aquella semana el trabajo había sido de locura, sin permitirle apenas un descanso, por lo que el sábado por la noche se percató de que debía reponer una serie de herramientas con urgencia, y ya no podría hacerlo hasta el domingo. Se decidió por Leroy-Merlin, pese a que odiaba aquellas grandes superficies repletas de falsas ofertas, en las que nunca podías regatear el precio, a diferencia de lo que ocurría con los pequeños comerciantes o en las webs.
Además, estaba el arañazo. Se fijó de nuevo en él, observándolo a la luz de los fluorescentes azulados que iluminaban la habitación: formaba una línea casi recta y rojiza de cuatro centímetros y medio de longitud justo encima del nacimiento del pulgar, en el dorso. Había leído que los arañazos y mordeduras de seres humanos eran muy peligrosos, por eso nada más llegar a casa se lo había lavado seis veces, tres con jabón normal y otras tantas con Hiposán, un desinfectante quirúrgico. Había dejado de sangrar, e incluso la irritación de la piel era menor.
Desde luego, aquel arañazo no le irritaba tanto como el otro.
Pero había decidido olvidar el asunto, y para ello tenía un método infalible: recordarlo por última vez y arrojarlo a la incineradora de su memoria.
El arañazo de la mano se lo había hecho la chica. Puede que el otro también, pero no estaba seguro.
En parte el primero era culpa suya, porque incluso antes del forcejeo se había percatado de que las uñas de la chica eran largas y afiladas, con el esmalte raspado hasta la mitad, lo cual indicaba probablemente que no eran postizas y que las usaba para todo. Una gata menor de edad con malas pulgas. Sin duda, llevaría uno de esos estúpidos tatuajes de guerra en el lomo o el pubis, representando cualquier tontería falsamente esotérica, y puede que hasta varios piercings en lugares delicados. A primera vista le había parecido hindú por las facciones y el bronceado, pero luego resultó que era sudaca, quién sabía de qué país con exactitud, entre aquel mosaico de acentos. Al chico que la acompañaba no lo había visto bien, pero casi podía imaginarse las largas greñas y los bíceps desnudos mostrando más tatuajes.
Pese a todo, admitía haber tenido suerte. Acababa de efectuar la compra en Leroy-Merlin y decidió dejar la pequeña carretilla hidráulica de repuesto en el almacén y bajar solo las dos bolsas al coche. De haberse entretenido más intentando bajarlo todo al aparcamiento subterráneo, puede que a esas horas estuviese todavía declarando en la comisaría de policía. Pero el destino lo quiso de otra forma, y a ello contribuyó que fuese domingo y el aparcamiento estuviera bastante despejado, solo con un coche estorbando la visión de su nuevo Mercedes Bluefire ranchera, por lo que advirtió enseguida, incluso desde lejos, las sombras que se movían junto a él.
De inmediato supo lo que sucedía. Dejó las bolsas de la compra en el suelo y se acercó todo lo sigilosamente que pudo, pero no lo bastante como para impedir que la chica -que era la que montaba guardia- lo viera y avisara a su compañero.
– ¡Eh! -exclamó él al verlos correr-. ¡Eh!
El chaval se alejaba a toda pastilla, ya inaccesible, pero a ella sí pudo alcanzarla. Y mientras lo hacía, el primer pensamiento que se le vino a la cabeza, curiosamente, fue: «Vaya, tiene el pelo de Jessie». Porque Jessie lo tenía de la misma forma, era fácil verlo pese al gorro de lana negro que cubría la coronilla de la chica: largo, castaño oscuro, lacio como una bufanda. Y por cierto, Jessie había sido tan delgada y de tan baja estatura también. Se acordaba perfectamente de Jessie, por mucho que hubiesen pasado más de diez años de su muerte.
Sea como fuere, alargó la zancada y logró atrapar el delgado brazo bajo la astrosa cazadora negra.
– ¡Eh, eh! -repitió.
– ¡Suéltame! -gritó la chica.
Él dijo: «Vale, vale». Pero no la soltó. En cambio, aprovechó que ella se entretenía en gritar para aferraría de los brazos. No fue muy difícil. La hizo girar hacia él, y hubo un forcejeo durante el cual, sin duda, ella le arañó.
– Chis -le indicó él, arrastrándola como si ella fuese ingrávida hasta la pared junto a su coche y atajando el ataque de nervios con una mano en su boca-. Calma, oye… No voy a hacerte nada… Si sigues gritando, el vigilante del aparcamiento acabará asomando la cabeza por la ventanilla, te oirá, y tendrás un problema. Vendrá la policía. Te arrestarán, ¿comprendes? Así que cálmate.
Retiró las manos con suma lentitud, pero no la suficiente. Nada más soltarla, la escurridiza figura se apartó de la pared y se movió ante él como una estrella del fútbol, haciendo una finta. Sin embargo, estaba preparado. Volvió a atraparla en el último segundo y ahogó su grito con el mismo gesto.
– He visto chicas de tu edad arrestadas -le dijo-. Es un rato muy jodido, aunque te suelten pronto. Te obligan a ducharte delante de otros. A veces delante de hombres, ¿lo sabías? -Le gustó contarle aquella idiotez y ver cómo ella fruncía el espeso ceño negro sobre la mano que la amordazaba-. Quizá te suelten pronto, pero te aseguro que jode…
– Yo… no he hecho nada… -gimió ella cuando él le dejó hablar.
– Estabais intentando robarme el coche. Yo diría que eso es algo.
– No… Yo no…
Ahora que la chica parecía más sumisa, se apartó para mirarla. Detectó enseguida los temblores que le hacían entrechocar los dientes y el brillo de sudor que cubría su rostro. Recordó que no debía juzgarse a nadie por las apariencias: sabía que no existían solo lo blanco y lo negro, sino una infinitud de grises de ligerísimas diferencias tonales. Sin embargo, muy a su pesar, admitía que comportamientos como el de aquella chica daban la razón a la ideología de derechas, que siempre parecía pensar que toda medida de seguridad y represión en Madrid se quedaba corta. Eso le hizo recordar el liberalismo progresista de Cristina, su última compañera sentimental, de veintitrés bonitos años.
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