No, no la amaba. Y, en realidad, solo había fingido desearla. Pero no se me ocurría nadie más -ni siquiera Miguel- con quien poder confesarme sin tapujos. Salvo el señor Peoples, por supuesto, a quien aún no había llamado, y en quien no quería pensar.
– Tienes un aspecto estupendo, Cecé. La playa te sienta bien.
– Sí, Jirafa. Muy bien.
– Te he traído algo.
Nely nos había dejado solas «hasta la hora del zumo», de modo que ocupé un escabel a los pies de Claudia y extraje un visor de «holos» del bolsillo de mi cazadora.
– ¿Sabes quién es? El niño de Tere Obrador… Cumplió cinco años el mes pasado y estuve en la fiesta… Hice estas fotos para ti… Y esta es Tere… ¿La reconoces? -Yo confiaba en que reconociese el nombre antes que las imágenes tridimensionales que aparecían como humo de colores frente a su rostro.
– La Mandona.
Reí, emocionada.
– Sí, es la Mandona… Quería que vieras a su chico… Es la misma cara de Tere…
Claudia y yo habíamos hablado mucho de Tere, y era obvio que seguía recordándola porque había mencionado el mote que le habíamos puesto por el papel dominante que Gens le hacía interpretar en los ensayos. Teresa Obrador había comenzado los estudios con nosotras pero los había abandonado cuando su madre cambió de opinión respecto de ella y amenazó con acudir a los tribunales si no se le devolvía a su hija. Todo se arregló al final con una indemnización, y aunque Teresa casi enfermó por haber dejado el trabajo que tanto le gustaba, estudió otra cosa y se casó. Yo había ido a su boda y procuraba asistir a casi todos los cumpleaños del pequeño Víctor (no deseaba saber por qué le habían puesto precisamente ese nombre). Era un niño de carita redonda, como su madre, un pequeño duende de manos gorditas. A mí me encantaba verlo.
– Puedo descargar estas imágenes en tu ordenador cuando quieras -le dije. Claudia no respondió, y de repente me sentí como una idiota, apagué el visor y volví a guardarlo en la cazadora-. En realidad, Cecé, había venido a contarte otra cosa…
Entonces empecé. Se lo conté todo, a ella y a su perrito de peluche. Ya le había hablado en otras ocasiones del Espectador, de modo que pasé con rapidez a la desaparición de Elisa y a la impulsiva decisión de Vera, que había motivado la mía. Ella solo escuchaba, o parecía hacerlo, con sus grandes ojos abiertos como pozos hacia mí.
– Tengo miedo, Cecé… Estoy cagada… No solo por Vera, también por mí… Ese tío es peligroso… Una pieza grande… No puedo dejar que Vera lo haga…
– Anda, bah, Jirafa… -decía Claudia sin énfasis. ¿Me comprendía? No me importaba. Seguí confesándome.
– No sé si cazaré esta vez. Es un hijo de puta muy listo. Tiene a los perfis confundidos. Solo sé que debo intentarlo… Hasta ahora van veinte, ¿te imaginas? Una bestia de las grandes, Cecé. ¡Tengo tres noches antes de que Vera salga! Debo hacerlo… Debo ser yo, y cuanto antes, pero me da tanto miedo… No se lo digo a nadie, pero tengo mucho miedo, Cecé… -Pensé que iba a llorar, pero entonces sucedió algo.
De repente cinco gélidos objetos atraparon mi mano.
– Lo harás -dijo Claudia-. Eres la super-woman.
Las manos de Claudia eran como ella misma: nervudas, flacas, tensas. En la muñeca se apreciaban las cicatrices de los grilletes con que el monstruo de Renard la había tenido encadenada durante un mes en aquel zulo al sur de Francia «de paredes de tierra y techo de vigas en aspa», como lo describía una y otra vez la pobre Claudia durante el período inmediatamente posterior a su rescate, hacía ya casi tres años. Por extraño que pudiese parecer, aunque había soportado una inconcebible serie de tormentos, Claudia no había sufrido grandes lesiones físicas. El único destrozo había sido el de su cordura: en el interior de su mente, Renard había arrasado.
– Lo harás -repitió Claudia, aunque yo ni siquiera sabía si ella misma comprendía lo que estaba diciendo-. Eres la super-woman, Jirafa.
Permanecimos así, cogidas de la mano, hasta que apareció Nely con el zumo de frutas. Me despedí en ese instante y durante el trayecto de regreso a casa las frases de Claudia seguían sonando en mi cabeza:
– Eres la super-woman… Lo harás. Lo harás.
El Sueño de una noche de verano, una de las obras de juventud que, según Víctor Gens, Shakespeare habría escrito por orden del clandestino Círculo Gnóstico de Londres, es una pieza sorprendente: un mundo de hadas, duendes, nobles y actores aficionados transformados en asnos, donde una hierba mágica exprimida sobre los ojos puede incitar a la víctima a enamorarse del primer ser que contemple, por horrendo que sea, lo cual constituye, en palabras de Gens, «la clave de la filia de Enigma».
La máscara de Enigma pertenecía al grupo de Rechazo, es decir, aquellas en las que la presa se enganchaba precisamente porque no le gustaba lo que veía. Los movimientos, actitudes y tonos de voz del cebo producían una inquietud expectante, ansiosa, en el objetivo, así como la represión temporal de sus deseos de daño. Gens me había hecho ensayar aquella máscara por primera vez en exteriores -una carretera de campo como decorado-, disfrazada solo con unas botas y un pareo enrollado en forma de cuerda, abierta de piernas en el suelo. Años después, encontró una manera más «elegante» de practicarla, sin disfraz ni vestuario alguno, usando solo un objeto para frotar contra el cuerpo, como una de las columnas de mármol de su casa de Barcelona.
No había columnas ni carreteras en mi apartamento, pero no las necesitaba si podía utilizar el respaldo de la silla. Apoyándome en esta, me despojé del pantalón del chándal, y estaba a punto de quitarme la camiseta cuando uno de los canales permitidos de mi teléfono me hizo pasar una llamada al altavoz. Decidí escuchar sin contestar.
– Sé que estás ahí, cielo, ensayando, y sé que si discutimos voy a joder todo tu teatro, y no quiero, de verdad… Te diré lo que te dije ayer, cuando me contaste que querías seguir cazando: eres una maldita tozuda, pero es lo que me gusta de ti… -Sonreí, de pie e inmóvil ante las lámparas encendidas, las manos aferradas a la camiseta en el gesto de quitármela. Pensé que lo echaba de menos, que deseaba sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo y su boca contra la mía. Y mientras lo pensaba, la voz suave de Miguel seguía sonando, como si él también se confesara ante una Claudia remota y vacía-: ¿Sabes? Desde que empezó nuestra relación, vivo en un temor constante a que te pase algo… Supongo que es comprensible, ya que debo decirle, señorita, que estoy como loco por el mejor cebo de la policía española… -Volví a sonreír-. Pero, por comprensible que sea, uno nunca se acostumbra a esto…
No obstante, repito, eres una tozuda, y me esperaba algo así… Tus cartas siempre tienen posdata, como decía mi abuela. Todo lo que comienzas lo acabas. -Se detuvo un instante y agregó-: Ese hábito no es malo en ciertas situaciones, claro, pero confío en que no lo hagas extensivo al conjunto de nuestra relación. No quiero que lo nuestro acabe nunca…
Había susurrado esto último de una manera que me hizo intervenir. Dije en voz alta «contestar», y cuando supe que Miguel me escuchaba repliqué:
– Déjame empezar contigo sin trabajo pendiente antes de pensar en acabar.
Hubo una breve pausa.
– Comprendo -admitió Miguel-. Tan solo quiero saber esto… Padilla te ha dado tres noches. ¿Qué harás si no lo cazas el domingo?
– No lo sé -respondí con sinceridad.
Hizo otra pausa y al final optó por respetarme. «Te amo», agregó.
– Yo también te amo -contesté y colgué. Recordaba de repente algo que los perfis me habían dicho aquella mañana: «Si quieres que te elija, hazte suya del todo, conscientemente. Intenta amarlo»-. Te amo, te amo, te amo… -seguí diciendo en voz alta, como una Titania ante un Bottom con cara de monstruo, dirigiéndome al Espectador-. Y voy a joderte vivo, amor mío…
Читать дальше