José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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Y era fílico de Holocausto. Enorme, fogoso, de los que dolía mirar a los ojos porque era como mirar a un perro famélico. Aquel deseo le llevaba a disimular. El señor Caramba hacía estallar fuegos de artificio y mantenía oculto el magma del volcán. Allí, en esa profundidad, podía haber cualquier cosa.

Yo confiaba en que hubiese locura.

– No le hagas caso -decía su compañero, sentado tras él, con el cuerpo vuelto hacia mí-. Leo es un poco bestia, pero buena persona… Ahorra tus fuerzas, Leo. La señorita pasa de ti.

– Claro, ahorra tus fuerzas, Leo -dije.

Leo lanzó una carcajada, pero su compañero solo sonrió, mirándome a través de la penumbra del coche como si me dijera: «Tú y yo compartimos algo que Leo no puede entender». Su apariencia encajaba con aquella actitud: delgado, de barba bien recortada y ojos grandes y bonitos donde giraba como un torbellino su propia filia. Yo me había percatado, tras media hora de gestos de prueba, que era un deseador de lo Líquido, proclive a engancharse con una máscara básica de actitudes cambiantes. Me parecía lógico que uno de sus «empleados» fuese un Líquido, porque se trataba de una filia que podía mostrar propiedades de otras, y quizá ahí radicaba la confusión de los perfis. Un Holocausto ayudado en la elección por un Líquido: el conjunto sonaba bien y me hacía concederle crédito a la posibilidad de éxito. Pero también podían ser dos yuppies aburridos, con trajes y coches caros, que habían salido a desmelenarse tras esnifar un poco de una de esas cocas de diseño que venden en la red, cuya propaganda afirma que carecen de riesgos y te provocan maravillosas erecciones. Era pronto para saberlo.

– ¿Queda mucho? -pregunté.

Leo, que había cesado por una vez de hablar y se limitaba a destrozar una melodía de Hará Mess con un tarareo insoportable, contestó «Sí, un huevo», al tiempo que su amigo me decía: «No».

– Estamos cerca -añadió Pedro, tranquilizador.

– ¿Qué pasa, Elenovska, rusa putita? -estalló alegremente Leo-. ¿Tienes prisa?

Le divertía llamarme «rusa», me había dicho, aunque sabía que yo no lo era. Y le divertían otras muchas cosas que aún no había confesado.

– No, no tengo prisa, pero tampoco tengo toda la noche. Y dijisteis que la casa estaba cerca, calvo cabrón.

– ¿Qué me has llamado?

Pedro reía. Leo giró el grueso cuello de toro y tomó una curva haciendo entrechocar las copas de martini colocadas en la pequeña mesita del minibar situado entre su compañero y yo. Mientras, chillaba en mi dirección.

– Eh, oye, superputa, te hemos pagado ya más dinero del que has visto en todo el mes, ¿eh? Y te pagaremos el resto al final. Así que no jodas con prisas. Ah, caramba. Estás rentada por toda la jodida noche, ¿oyes? Eres nuestra.

– No, no oigo. ¿Puedes gritar más?

Yo quería subir el dial de la provocación grado a grado. «Quítate el disfraz, Leo, vamos, Leo, muestra lo macho que eres y lo pirado que estás…» Con la excusa de explorarme una bota, me incliné en el asiento y, al incorporarme, sonreí, me puse seria, estiré los brazos. Todo aquel ramillete de gestos deleitó al siempre movedizo fílico de lo Líquido, que me miraba con ojos que parecían despedir luz. Me habían hecho pasar al asiento posterior cuando subí al coche, y yo había optado por mantener a Pedro al borde del enganche y dejar a Leo libertad para expresarse. Pedro dejó de reír para comentar:

– La señorita tiene razón, Leo, le dijimos que la casa estaba cerca…

– Bueno, ¿y? No son todavía la una. ¿Es que tienes que irte con mamá, capulla? ¿O es que te preocupa perder la virginidad? Te hemos pagado, ¿no? Eres nuestra toda la noche, así que cierra la puta boca hasta que te diga que la abras bien grande. Ah, caramba, cierra la boca, ¿quieres? ¿Eh? ¿Quieres?

– Por favor, Leo, ya vale -dijo el Líquido en tono suplicante-. Elena colaborará.

Todavía no había llegado el momento de convertirme en el manjar sumiso de Leo, así que no dije nada. Pedro volvió a mirarme.

– Leo tiene su carácter, yo el mío. Pero somos buenos chicos, te lo aseguro. La pasarás bien. A tu salud. -Levantó la copa de martini y volvimos a beber. Yo confiaba en que hubiese una droga en mi copa. O que alguno de ellos me rociara con un anestésico con olor a rosas. Confiaba, confiaba.

Mientras bebía, dejé de escuchar a Leo y a su comparsa y miré de nuevo a mi alrededor, como había hecho al entrar en el coche. Las medidas de seguridad proseguían: inhibidor de llamadas y señales en el salpicadero, bloqueo de puertas, el ojo rojizo de un escáner para cerciorarse de que yo no llevara ni un cortaplumas encima y un radar para los coches que nos rodeaban. Los típicos juguetes de la gente que desea seguridad y privacidad. Me hallaba prisionera, incapaz de llamar por el móvil o de ser seguida o rastreada por equipos de largo alcance, sentada en un Audi negro que me llevaba como un bólido hacia un lugar desconocido. Probablemente me estaban drogando. Eran un par de hijos de puta, desde luego. Pero yo necesitaba que fueran mis hijos de puta.

La primera noche, la del viernes, todavía me sentía optimista. Había visitado más de la mitad de las áreas de caza, todas las de probabilidad alta y la mitad de baja, y había acabado extenuada, sin más resultado que algunos borrachos, grupos desordenados de gamberros con líderes de Holocausto y un policía de la misma filia que no dejó de mirarme y seguirme hasta que comprendí que no iba a intentar nada contra mí. Pero confiaba en las noches que me quedaban. El sábado detecté a dos posibles candidatos en sendos coches que se detuvieron a mi lado, primero en carretera, en la zona de los clubes, y luego en la ciudad, cerca de Santa Ana. Uno se me reveló bruscamente como un falso positivo, un fílico de Desinhibición borracho que acabó hablándome de lo mala que era su madre con él y me expulsó del coche. El otro me llevó a una zona apartada, se abrió la cremallera y pidió que usara mi boca. Lo abandoné de inmediato, ya que sabía con certeza que mi amor secreto no iba a exigirme sexo en el momento de la elección.

La mañana del domingo, mareada por la falta de descanso y la tensión, había llenado la pequeña e incómoda bañera de casa con agua tibia y espuma y me había sentado dentro encogiendo mis largas piernas. Apagué las luces del techo dejando solo las que adornaban las esquinas de la bañera, luces frías sin riesgo de cortocircuito. Era un decorado muy semejante a cierto famoso ensayo sobre la máscara Líquida. Las luces y el vapor hacían pensar en farolas en la niebla, como el escenario de Jack, el de Whitechapel, otro «Espectador» dedicado a destripar a sus propias prostitutas en un Londres que aún ignoraba la existencia de las máscaras y el psinoma y que veía en Shakespeare tan solo a su autor nacional.

Mientras me relajaba, pronuncié en voz alta el número de teléfono de Miguel. Su agradable voz (Dios, cuánto lo echaba de menos) resultaba tan suave como el agua tibia.

Por desgracia, el resto no fue tan grato.

– No puedo influir en Padilla para que te conceda más noches, cielo -dijo tras escuchar mi petición-. Y lo sabes.

– La verdad, no lo sabía -repliqué, sintiéndome de pronto irritada-. Pensé que eras el director adjunto de entrenamiento de cebos. Solo te pido…

– Diana…

– Solo te pido -insistí- que sigas llamando a Vera a los teatros por las noches para hacerla ensayar, digamos, durante toda la semana. Solo eso. ¿Tengo que escribirte una petición oficial? ¿Firmar un documento?

– Diana, cielo, no puedes seguir sola en esto…

– Ya tengo dieciocho años, papá.

– No soy tu padre ni he pretendido serlo. -Como todos los hombres heridos, Miguel reaccionó con una súbita, falsa frialdad-. Es que, sinceramente, te estoy viendo correr al precipicio sola… Incluso aunque te eligiera a ti… ¿Sabes lo que es el Espectador? Es un billete solo de ida para el cebo. Si quieres matarte, prueba a echar el secador del pelo en la bañera. Será mucho más rápido y menos doloroso…

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