Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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El oficial dio media vuelta y caminó hacia la calle una vez más.

En un instante, Thompson quedó fuera del campo visual del policía, y corrió a la parte de atrás del edificio, contando: tres, cuatro, cinco, seis

Sin hacer ruido, gracias a sus zapatos Bass, Thompson mantuvo los ojos fijos en la espalda del muchacho. El policía no miraba alrededor. El asesino llegó al muro en ocho , se apoyó, recuperó el aliento, se volvió hacia el callejón donde pronto aparecería el policía uniformado.

Once. El policía habría llegado ya a la calle y estaría dando la vuelta y regresando. Uno, dos, tres

Thompson Boyd respiró más lentamente.

Seis, siete

Thompson Boyd cogió la porra con ambas manos.

Nueve, diez, once

Ruido de pisadas en los ásperos adoquines.

Thompson corrió velozmente hacia el callejón, sacudiendo la porra como un bate de béisbol, rápido como una mordedura de serpiente de cascabel. Se fijó en el completo estupor del rostro del joven. Oyó el silbido del bastón y el grito ahogado del policía, que se interrumpió en el momento en que la porra le golpeó la frente. El chico cayó de rodillas; de su garganta escapó un gorgoteo. Y entonces el asesino le asestó un golpe en la coronilla.

El oficial dio con la cara en el suelo mugriento. Thompson arrastró al joven tembloroso, que todavía estaba parcialmente consciente, hasta la parte trasera del edificio, donde no pudiera ser visto desde la calle.

Al oír el ruido de un disparo, Roland Bell fue de un salto a la ventana del apartamento, y miró la calle detenidamente. Se desabotonó la americana y cogió su radio.

Hizo caso omiso de la amiga de la tía Lilly, que dijo con los ojos como platos:

– Dios mío, ¿qué está pasando?

Sin decir palabra, la tía abuela tenía la vista fija en la enorme arma que el detective tenía en la cadera.

– Bell -dijo el detective al micrófono-. ¿Qué tenemos?

Luis Martínez respondió sin aliento:

– Un disparo. Vino de la parte posterior del edificio, jefe. Pulaski estaba allí. Barbe ha ido a ver.

– Pulaski -dijo Bell por la radio-. Responda.

Nada.

– ¡Pulaski!

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Lilly, aterrada-. ¡Dios mío!

Bell le hizo un gesto para que se callara.

– Posiciones. Informen -dijo por su radio.

– Todavía estoy en el porche del frente -respondió Martínez-. No sé nada de Barbe.

– Vayan al corredor de la planta baja, presten atención a la puerta del fondo. Si yo fuera él, entraría por ahí. Pero cubran ambas entradas.

– Entendido.

Bell se giró hacia Geneva y las dos mujeres mayores.

– Nos vamos. Ahora mismo.

– Pero…

Ahora , señorita. Si me obliga, la llevaré en brazos; pero eso sería todavía más peligroso para usted.

Finalmente, Barbe Lynch respondió.

– Pulaski ha caído. Llamó al 10-13, oficial necesita asistencia, y pidió que enviaran ayuda médica.

– ¿Entrada posterior intacta? -preguntó.

– La puerta está cerrada con llave. Eso es todo lo que puedo decirle -respondió Lynch.

– Quédense en sus posiciones. Cubran el callejón trasero. Voy a sacarla de aquí. Salgamos -dijo a la chica.

La expresión desafiante había desaparecido del rostro de Geneva, pero de todas maneras, señalando a las mujeres con la cabeza, le respondió:

– No voy a dejarlas solas.

– Dime inmediatamente de qué se trata todo esto -dijo su tía abuela, mirando enojada a Bell.

– Es una cuestión de policías. Alguien podría intentar herir a Geneva. Quiero que se marchen. ¿Tienen alguna amiga en cuya casa puedan quedarse un rato?

– Pero…

– Insisto, señoras. ¿Hay alguna? Díganmelo rápido.

Se miraron la una a la otra con ojos atemorizados, y asintieron con la cabeza.

– Ann-Marie, quizás -dijo la tía-. Al final del pasillo.

Bell se dirigió al pasillo y miró fuera. El corredor estaba vacío.

– De acuerdo. Ya. Salgan.

Las mujeres mayores cruzaron el pasillo a toda prisa. Bell las vio llamar a una puerta. Ésta se abrió y oyó unas palabras pronunciadas en voz baja; luego vio el rostro de una anciana negra que se asomaba. La mujer desapareció en el interior de su apartamento, tras lo cual se oyeron cadenas y cerrojos. El detective y la chica bajaron velozmente las escaleras; con su gran pistola automática negra en la mano, Bell se detuvo en cada planta para cerciorarse de que la inmediata inferior estuviera despejada.

Geneva no decía nada. Tenía el rostro tenso; se la veía furiosa otra vez.

Se detuvieron en el vestíbulo. El detective llevó a Geneva a un rincón a la sombra, detrás de él.

– ¿Luis? -gritó.

– ¡Planta baja despejada, jefe, al menos por el momento! -gritó el policía en un áspero susurro en medio del corredor oscuro que conducía a la puerta del fondo.

– Pulaski todavía está vivo. Le encontré con su arma en la mano; hizo un disparo. Fue ése el ruido que oímos. No hay señales de que le haya dado a nadie -dijo Barbe con su tranquila voz.

– ¿Qué ha dicho?

– Está inconsciente.

«Quizás le haya dado al tipo», pensó Bell.

«O quizás éste haya planeado otra cosa». ¿Sería más seguro esperar a los refuerzos aquí? La respuesta lógica sería que sí. Sin embargo, el verdadero problema era otro: ¿se trataba de la respuesta correcta a la pregunta de qué era lo que tenía en mente SD 109?

Bell tomó una decisión.

– Luis, voy a sacarla de aquí. Ahora. Necesito tu ayuda.

– Lo que usted diga, jefe.

Thompson Boyd estaba nuevamente en el edificio en ruinas frente al bloque de viviendas en el que habían entrado Geneva Settle y los policías.

Hasta ahora, el plan estaba funcionando.

Tras golpear al policía, había extraído un proyectil de la Glock del hombre. Con una banda elástica, la había fijado a un cigarrillo encendido, y había colocado el petardo casero en el callejón. Y le había puesto el arma en la mano al policía inconsciente.

Se quitó el pasamontañas y se escabulló por otro callejón, al este del edificio, hacia la calle. Cuando el cigarrillo se consumió e hizo detonar la bala, y los dos policías de paisano desaparecieron, corrió hacia el Crown Victoria. Tenía una barreta para forzar la puerta del coche, pero no le hizo falta: estaba abierto. Cogió varios objetos de la bolsa que había preparado la noche anterior, los ensambló y los escondió debajo del asiento del conductor, y cerró cuidadosamente la puerta.

El artefacto improvisado era bastante simple: un frasco bajo y ancho de ácido sulfúrico en el que había un pequeño candelero de vidrio. Y apoyada en el extremo de éste, una bola de papel de aluminio con varias cucharadas de polvo de cianuro. Cualquier movimiento del coche haría que la bola cayera dentro del ácido, el cual derretiría el papel y disolvería el veneno. El gas letal se esparciría y reduciría a los ocupantes antes de que tuvieran tiempo de abrir una puerta o una ventanilla. Estarían muertos -o con muerte cerebral- poco después.

Miró por la grieta que separaba la cartelera de lo que quedaba en pie de la pared frontal del edificio. En el porche estaba el detective de cabellos castaños que parecía estar a cargo de la guardia. A su lado estaba el policía de civil, y entre ambos, la muchacha.

El trío se detuvo en el porche mientras el detective inspeccionaba la calle, los tejados, los coches y los callejones.

Tenía un arma en la mano derecha. Las llaves en la otra. Iban a correr hasta el coche de la muerte.

Perfecto.

Thompson Boyd se dio la vuelta y dejó el edificio rápidamente. Tenía que poner distancia entre él y ese lugar. Pronto llegarían otros policías; las sirenas sonaban cada vez más fuerte. Mientras se escapaba por el fondo del edificio, oyó que arrancaba el coche del detective. Y luego el ruido de las llantas rechinando.

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