Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Le parecía gracioso, porque últimamente había estado muy absorbido en una búsqueda antes del caso de SD 109 y de la aparición de la carta adivinatoria. Lincoln Rhyme tenía que tomar una decisión.

Un cambio de dirección

No se quedó en el dormitorio, sino que condujo su silla a la habitación que era el epicentro de sus debates: la sala de terapia, donde había pasado cientos de horas de esforzado trabajo cumpliendo el régimen de ejercicios del doctor Sherman.

Deteniendo la silla de ruedas en la puerta, examinó el equipo de rehabilitación en la sala casi a oscuras: la bicicleta ergométrica, la cinta de locomoción. Luego miró hacia abajo, hacia su mano derecha, sujeta con una correa al brazo acolchado de su silla de ruedas Storm Arrow.

Decisión

«Adelante», se dijo a sí mismo.

«Inténtalo. Ahora. Mueve la mano».

Respirando con fuerza. Los ojos clavados en su mano derecha.

No…

Dejó caer los hombros, en la medida que podía hacerlo, y miró la habitación. Pensando en todos los extenuantes ejercicios. Seguro, el esfuerzo había hecho que mejorara la densidad ósea y la masa muscular y la circulación; había reducido las infecciones y la posibilidad de un accidente cerebro vascular.

Pero la verdadera cuestión que rodeaba a los ejercicios podía resumirse en un eufemismo de dos palabras que usaban los especialistas médicos: beneficio funcional. La traducción de Rhyme era menos oscura: sentir y moverse.

Precisamente esos aspectos de su recuperación a los que él había restado importancia cuando había hablado con Sherman ese mismo día.

Para decirlo con franqueza, le había mentido al médico. En su corazón, sin que se lo hubiera confesado a nadie, bullía la ardiente necesidad de saber una cosa: esas torturantes horas de ejercicio, ¿le habían hecho recuperar sensibilidad y le habían dado la capacidad de mover músculos que no había podido mover en años? ¿Podría, ahora, girar la perilla de un microscopio Bausch & Lomb para enfocar una fibra o un cabello? ¿Podía sentir la palma de la mano de Amelia Sachs contra la suya?

En cuanto a la sensación, tal vez había habido alguna ligera mejoría. Pero un tetrapléjico con un nivel C4 de lesiones flota en un mar de dolores imaginarios y sensaciones falsas, fabricadas por el cerebro, que son un continuo hostigamiento y generan permanente confusión. Se sienten moscas arrastrándose por la piel en donde no se ha posado ninguna mosca. No se siente ninguna sensación, de ningún tipo, aun cuando uno baja la vista y ve café hirviendo quemándole capas de carne. Rhyme creía, sin embargo, que la sensación había experimentado una ligerísima mejoría.

Ah, pero, ¿qué decir del gran premio: el movimiento? Éste era la joya de la corona de la recuperación de las lesiones de la médula espinal.

Bajó la vista para volver a mirarse la mano, la mano derecha, la que no había sido capaz de mover desde el accidente.

Esta pregunta se podía responder de una forma simple y definitiva. Nada de ese asunto de los dolores imaginarios, nada de «creo que tal vez me parece que siento algo». Se podía responder ahora mismo. Sí o no. No necesitaba una tomografía por emisión de positrones ni una medición de resistencia ni cualquier artilugio de los que traían los médicos en sus pequeños bolsos negros. Ahora mismo, simplemente él podía enviar impulsos infinitesimales dirigidos a los músculos por las autopistas de neuronas y luego ver qué sucedía.

¿Llegarían los mensajeros y harían que el dedo se torciera, lo que sería el equivalente de un récord mundial de salto de longitud? ¿O chocarían y se detendrían ante un ramal nervioso muerto?

Rhyme creía ser un hombre valiente, tanto en lo físico como en lo espiritual. En la época anterior al accidente, no había nada que no hiciera por su trabajo. Una vez, al proteger el escenario de un crimen, él y un agente habían mantenido a raya a una turba enloquecida de cuarenta personas que intentaba saquear la tienda en la que se había producido un tiroteo cuando los polis podrían haberse echado a un lado para ponerse a salvo. En otra ocasión, tratando de encontrar pruebas que pudieran guiarle al paradero de una niña que había sido raptada, se había puesto a investigar el lugar a quince metros de donde estaba parapetado un criminal, mientras éste le disparaba al azar. Luego, hubo esa vez en que había puesto en peligro toda su carrera al arrestar a un oficial de policía de alto rango que estaba contaminando el escenario de un crimen sólo para presumir ante la prensa.

Pero ahora su coraje le estaba fallando.

Sus ojos le perforaban la mano derecha, no podía quitarle la vista de encima.

Sí, no…

Si intentaba mover el dedo y era incapaz de hacerlo, si ni siquiera iba a poder vanagloriarse de una de las pequeñas victorias de las que hablaba el doctor Sherman en la agotadora batalla que había estado librando, eso supondría el fin para él.

Volverían los pensamientos negativos, como una marea que sube y sube contra la costa, y finalmente llamaría una vez más a un médico… ah, pero no a Sherman. A un médico muy diferente. Al hombre de la Asociación Lete, un grupo pro eutanasia. Unos años atrás, cuando intentó poner fin a su vicia, no era tan independiente como ahora. Había menos ordenadores, no había sistemas de UCM ni teléfonos de control por reconocimiento de voz. Irónicamente, ahora que su estilo de vida era mejor, también era más autosuficiente para matarse por sí mismo. El médico podía ayudarle a montar algún artilugio conectado a la UCM, o dejarle píldoras o un arma cerca.

Por supuesto, ahora había gente en su vida, no como hacía unos años. Su suicidio sería terrible para Sachs, sí, pero la muerte había sido siempre un aspecto de su amor. Con sangre de poli en las venas, a menudo ella era la primera en atravesar la puerta cuando había que entrar a por un sospechoso, aun cuando no tuviera ninguna necesidad de hacerlo. Había sido condecorada por su coraje en tiroteos, y conducía a la velocidad del rayo, algunos hasta dirían que ella misma tenía una vena suicida en su interior.

En el caso de Rhyme, cuando se conocieron -llevando un caso difícil, muy difícil, un crisol de violencia y muerte, hacía unos años- él estuvo muy cerca de matarse. Sachs comprendía este aspecto suyo.

Thom también lo aceptaba. (Rhyme le había dicho al asistente en la primera entrevista: «Es posible que no dure mucho. Asegúrese de cobrar el talón de su paga en cuanto lo tenga en la mano»).

Aun así, detestaba pensar en lo que su muerte les provocaría a ellos y a las otras personas que conocía. Por no mencionar el hecho de que los crímenes quedarían sin resolver, y que las víctimas morirían, si él no estaba sobre la tierra para llevar a cabo el artesanal trabajo que era parte esencial de su ser.

Ésa era la razón por la que había estado aplazando los exámenes. Si no había mejoría, eso sería suficiente para ponerle al borde del abismo.

¿Sí…

A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas como son .

… o no?

Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior .

Y fue en ese momento cuando Lincoln Rhyme tomó la decisión: tiraría la toalla. Dejaría los ejercicios, dejaría de pensar en la operación de médula.

Después de todo, si uno no tiene esperanzas, entonces la esperanza no se puede destruir. Se había construido una buena vida. Su existencia no era perfecta, pero era tolerable. Lincoln Rhyme aceptaría su curso, y se contentaría con ser lo que Charles Singleton había rechazado: un pedazo de hombre, tres quintos de hombre.

Se contentaría, más o menos.

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