También era por eso por lo que silbaba. Creía que la música podía transportarle a esos viejos tiempos, antes de la cárcel. La gente a la que le gustaba la música no estaba entumecida. Las personas que silbaban sentían cosas, tenían familias, con un buen trino hacían que los desconocidos volvieran la cabeza. Eran personas a las que uno podía parar en una esquina y decirles algo, personas a las que podías ofrecerles una patata frita, directamente de tu plato con la hamburguesa Harley, con música frenética retumbando en la sala de al lado, ¿los músicos no son una cosa maravillosa, hijo? ¿Qué te parece?
Haz las cosas siguiendo las reglas al pie de la letra y el entumecimiento desaparecerá. Y volverá el sentimiento.
¿Estaba funcionando, se preguntó, el régimen que había desarrollado y se había impuesto a sí mismo para lograr que el sentimiento volviera a su alma? ¿Silbar, enumerar las cosas que creía que debía enumerar, uva, cereza y leche, decir palabrotas, reír? Tal vez un poco, creía. Recordó cuando miraba a la mujer de blanco, esa mañana, ir de un lado a otro. Podía decir sinceramente que había disfrutado viéndola hacer su trabajo. Un pequeño placer, pero cuando menos era un sentimiento. No estaba mal.
Espera un momento.
– ¡Joder!, no estaba nada mal -susurró.
Ahí tienes, una palabrota.
A lo mejor debería probar otra vez lo del sexo (normalmente, una vez al mes, por la mañana; podía arreglárselas, pero la verdad es que sencillamente no le apetecía nada, y si no había ganas , ni el Viagra resultaba de mucha ayuda). Reflexionaba. Sí, eso es lo que haría: esperar un par de días e intentarlo con Jeanne. La idea le provocó inquietud. Tal vez eso fuera el empujón que necesitaba. Sería un buen experimento. Sí, lo intentaría y vería si mejoraba.
Uva, cereza, leche …
Ahora Thompson se detuvo en una cabina telefónica frente a una charcutería griega. Marcó otra vez el número de su buzón de voz y tecleó el código. Escuchó un mensaje nuevo, por el que supo que casi había habido una posibilidad de matar a Geneva Settle en el instituto, pero que la estaban vigilando demasiados policías. El mensaje seguía: daba su dirección, en la calle 118, e informaba que cerca había aparcados al menos un coche camuflado de la policía y un coche patrulla, y que los cambiaban de lugar de tanto en tanto. El número de agentes que la vigilaban parecía oscilar entre uno y tres.
Thompson memorizó la dirección y borró el mensaje, y luego prosiguió con su andar laberíntico hasta un edificio de apartamentos de seis pisos que estaba considerablemente más deteriorado que la casa de Jeanne. Dio la vuelta y entró por la puerta trasera. Subió las escaleras hasta el apartamento que constituía su principal escondite. Entró, echó el cerrojo y luego desactivó el sistema que había montado para detener a los intrusos.
Este lugar era un poco más bonito que el de la calle Elizabeth. Las paredes estaban forradas con paneles de madera clara cuidadosamente claveteadas y tenía una moqueta color tabaco que olía exactamente como debía de oler el tabaco rubio. Había media docena de muebles. A Thompson el apartamento le recordaba la sala de juegos que construyeron entre su padre y él los fines de semana en el bungalow de Amarillo, que había reemplazado a la caravana destrozada por el tornado.
De un gran armario de herramientas sacó varios botes y los llevó al escritorio, silbando el tema de Pocahontas . A las niñas les había fascinado esa película. Abrió la caja de herramientas, se puso unos gruesos guantes de goma, una mascarilla y gafas y montó el artefacto que mañana mataría a Geneva Settle… y a cualquiera que estuviese cerca de ella.
Tssssst …
La melodía se convirtió en otra: no más Disney. Forever Young , de Bob Dylan.
Cuando terminó el artefacto lo revisó cuidadosamente, y se quedó satisfecho. Guardó todo y luego fue al cuarto de baño, rasgó los guantes hasta dejarlos hechos jirones y se lavó las manos tres veces. El silbido se fue apagando cuando empezó a recitar mentalmente el mantra de ese día.
Uva, cereza, leche. Uva, cereza, leche …
Nunca interrumpía su preparación para el día en que desapareciera el entumecimiento.
– ¿Cómo va todo, señorita?
– Bien, detective.
El señor Bell estaba de pie en la puerta de la habitación de la chica y le echó una mirada a la cama, que estaba llena de papeles y libros escolares.
– Vaya, debo decir que usted no para de trabajar.
Geneva se encogió de hombros.
– Me voy a casa a ver a mis muchachos.
– ¿Tiene hijos?
– ¿Que si tengo? Dos. Puede que se los presente algún día. Si usted quiere.
– Por supuesto -dijo ella. Y pensó: «Eso no va a suceder nunca»-. ¿Están en casa con su esposa?
– Ahora están en casa de sus abuelos. Mi mujer murió.
A Geneva esas palabras le tocaron el corazón. Percibió en ellas el más puro dolor, por la manera, bastante extraña, en la que a él no le cambió la expresión del rostro al pronunciarlas. Era como si hubiera ensayado cómo decírselas a la gente sin ponerse a llorar.
– Lo siento.
– Oh, eso ocurrió hace años.
Geneva asintió con la cabeza.
– ¿Dónde está el agente Pulaski?
– Se ha ido a su casa. Tiene una hija. Y su mujer está esperando otro.
– ¿Niño o niña? -preguntó Geneva.
– Sinceramente, no sabría decirle. Volverá mañana por la mañana. Entonces podremos preguntárselo. Su tío está en la habitación de al lado y la señorita Lynch se quedará esta noche aquí.
– ¿Barbe?
– Sí, señorita.
– Es una persona agradable. Me estuvo hablando de unos perros que tiene. Y de unos nuevos programas de televisión. -Geneva señaló sus libros con la cabeza-. No tengo mucho tiempo para la tele.
El detective Bell se rio.
– A mis chicos les vendría bien un poco de influencia suya, señorita. Como me llamo Bell que se los voy a presentar para que la conozcan. Bueno, y ahora cualquier cosa que necesite, no dude en llamar a Barbe. -Vaciló un instante-. Incluso si tiene una pesadilla. Sé que es duro a veces que los padres no estén en casa.
– Estaré bien, no me importa quedarme sola -dijo ella.
– No lo dudo. Aun así, si es necesario, pegue un grito. Para eso estamos aquí. -Caminó hasta la ventana, echó un vistazo a través de las cortinas, se aseguró de que el pestillo estuviera cerrado y volvió a soltar la tela-. Buenas noches, señorita. No se preocupe. Nos ocuparemos de atrapar a ese tipo. Es sólo una cuestión de tiempo. No hay nadie mejor que el señor Rhyme y la gente que tiene trabajando con él.
– Buenas noches. -Se alegró de que se fuera. Puede que él tuviera buenas intenciones, pero Geneva detestaba que la trataran como a una cría, lo mismo que detestaba todo lo que le recordara la terrible situación que se había producido. Quitó los libros de la cama y los apiló con esmero al lado de la puerta, de modo que pudiera encontrarlos en la oscuridad y llevárselos consigo si tenía que salir de allí a toda prisa. Hacía eso todas las noches.
Alargó la mano para coger su bolso y encontró la violeta desecada que le había regalado la ilusionista, Kara. Estuvo mirándola durante un largo rato y luego la puso cuidadosamente en el libro que estaba en lo alto del montón, y lo cerró.
Fue deprisa al cuarto de baño, donde limpió el lavabo color perla después de lavarse y cepillarse los dientes. Se dedicó una risa a sí misma, pensando en el escandaloso desorden del baño de Keesh. En el corredor, Barbe Lynch le deseó buenas noches. De regreso en su habitación, Geneva echó el cerrojo, y luego, tras una breve vacilación, sintiéndose como una tonta, apoyó la silla del escritorio trabando el pomo. Se desvistió y se puso un short y una camiseta ya desteñida y regresó a la cama. Apagó la luz y se quedó tendida boca arriba, ansiosa y exaltada, durante unos veinte minutos, pensando en su madre, luego en su padre, luego en Keesh.
Читать дальше