Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Pero el lugar más popular para reunirse en Harlem eran las canchas de baloncesto.

Por supuesto, la gente iba allí a jugar a la pelota. Pero también a decir gilipolleces, a resolver los problemas del mundo, a hablar de mujeres despampanantes y de mujeres de poca monta, a discutir de deportes, a mangonear, y a presumir, en una versión moderna, alucinada, del arte tradicional de contar historias de personajes míticos de la cultura negra, como el criminal Stackolee o el fogonero del Titanic que sobrevivió al helado desastre nadando hasta ponerse a salvo.

Jax localizó el parque más cercano a Langston Hughes que tuviera canchas de baloncesto. A pesar del frío aire de otoño y del sol bajo, estaban llenas de gente. Se aproximó lentamente a la más cercana y se quitó la cazadora, de la que los polis ya estarían al tanto, le dio la vuelta y se la colgó del brazo. Se inclinó contra la alambrada, fumando; parecía faraón Ralph, pero en grande. Se quitó el pañuelo de la cabeza y se cepilló con los dedos el peinado afro.

Su aspecto cambió de inmediato. Vio pasar un coche patrulla, despacio, por la calle de enfrente de las canchas. Jax se quedó donde estaba. Nada atraía más rápidamente a un madero que ponerse a andar (le habían parado cientos de veces por el delito de CSN: caminar siendo negro). Frente a él, un puñado de chavales de instituto se movía mágicamente sobre el asfalto gris, desgastado, de la cancha, mientras otra docena miraba. Jax vio la polvorienta y pequeña pelota marrón rebotando contra el suelo, y después de un instante oyó el ruido de ese rebote. Observó cómo forcejeaban las manos, cómo chocaban los cuerpos entre sí, cómo la pelota volaba hacia el tablero.

El coche patrulla desapareció, y Jax tomó impulso para separarse de la cerca y se acercó a los chicos que estaban en el extremo de la cancha. El ex presidiario les miró detenidamente. No eran una banda, no eran pandilleros. Sólo un puñado de chicos, algunos con tatuajes, otros sin ellos, algunos con cadenillas, otros con una cruz, algunos con malas intenciones, otros con buenas. Pavoneándose ante las chicas, mandando despóticamente a los chavalitos pequeños. Hablando, fumando. Siendo jóvenes.

Mirándolos, Jax se dejó llevar por la melancolía. Siempre había querido tener una gran familia, pero al igual que muchas otras cosas, ese sueño no se había hecho realidad. Había perdido un niño a manos de los servicios sociales y a una niña en una visita que hizo con su novia a una clínica de la calle 125. Un mes de enero, años atrás, para alborozo de Jax, ella le había anunciado que estaba embarazada. En marzo había tenido algunos dolores y habían ido a un hospital gratuito, que era su única posibilidad de recibir atención médica. Pasaron horas en la abarrotada y sucísima sala de espera. Para cuando finalmente la vio un doctor, había tenido un aborto.

Jax cogió al hombre y estuvo a punto de molerle a palos. «No es culpa mía», dijo el hindú pequeñito, encogiéndose contra una camilla. «Nos han recortado el presupuesto. El ayuntamiento, quiero decir». Jax se hundió en la ira y la depresión. Tenía que desquitarse con alguien, tenía que asegurarse de que eso no volvería a ocurrir, ni a su chica ni a ninguna otra. No era consuelo que el médico explicara que al menos le habían salvado la vida a ella, lo que probablemente no habría ocurrido si hubieran sido aprobados los planes de otros recortes presupuestarios del sistema sanitario para indigentes.

¿Cómo podía un puto gobierno hacerle eso a la gente? ¿Acaso la razón de ser del ayuntamiento y del gobierno estatal no era el bienestar de los ciudadanos? ¿Cómo podían permitir que muriera un bebé sólo por el hecho de nacer?

Ni el médico ni la policía, que esa noche se lo llevó del hospital esposado, se habían mostrado dispuestos a responder esas preguntas.

El pesar y la ira abrasadora que le provocó ese recuerdo fortalecieron aún más, mucho más, su decisión de quitarse de encima de una vez lo que estaba haciendo.

Con una expresión adusta, Jax observó a los chicos que estaban en las canchas y le hizo una seña con la cabeza al que le pareció que entraba en la categoría de líder de alguna clase. El que llevaba bermudas holgadas, zapatillas altas de deporte y un jersey de sport. Tenía un corte de cabello estilo Gumby, corto de un lado, largo del otro. El chico le miró de arriba a abajo.

– ¿Qué pasa, abuelo?

Los otros soltaron algunas risotadas.

Abuelo .

En el Harlem de antes -bueno, puede que en todos los sitios de antes- ser adulto conllevaba respeto. Ahora significaba que le denigraran a uno. Un hampón habría cogido la pipa que llevaba en el calcetín y hubiera hecho sudar a aquel irrespetuoso. Pero Jax tenía los suficientes años de calle y la suficiente experiencia conseguida en la cárcel como para saber que no era ésa la manera de moverse, no allí. Se lo tomó a broma. Luego susurró:

– ¿Pasta gansa?

– ¿Quieres un poco?

– Yo quiero darte un poco. Si te interesa, mamón. -Jax se dio una palmadita en el bolsillo, donde tenía su fajo de billetes, un grueso rollo.

– No vendo nada.

– Y yo no quiero comprar nada de lo que piensas. Ven. Vamos a dar un paseo.

El chaval asintió con la cabeza y empezaron a andar alejándose de la cancha. Mientras lo hacían, Jax sintió que el chaval le estudiaba, y que había percibido su cojera. Ajá, es una cojera tipo «me han disparado», pero podría haber sido perfectamente una cojera de matón. Y luego el chico miró los ojos de Jax, fríos como el lodo, y luego los músculos y el tatuaje carcelario. Tal vez pensando: por la edad, Jax no podía ser el capo de una banda, de esos a los que es peligroso joder. Los capos tenían AKs y Uzis y Hummers y una docena de mamones en sus filas. Los capos eran los que usaban a chavales de doce años para liquidar testigos y camellos rivales porque los tribunales no los enviaban para siempre al sistema penitenciario, como hacían cuando uno tenía diecisiete o dieciocho años.

El capo de una banda te reventaría la cabeza por llamarle «abuelo».

El chico empezó a inquietarse.

– Vale, ¿qué quieres exactamente, hombre? ¿Adónde vamos?

– A dar una vuelta, sencillamente. No quiero hablar delante de todo el mundo. -Jax se detuvo detrás de unos arbustos. Los ojos del chaval miraron rápidamente a su alrededor. Jax se rio-. No te voy a follar, chaval. Tranqui.

El chaval también se rio. Pero nerviosamente.

– Estoy dabuti , hombre.

– Tengo que encontrar el nido de una persona. Alguien que va al Langston Hughes. ¿Tú también vas a ese instituto?

– Ajá, casi todos nosotros. -Señaló las canchas con la cabeza.

– Estoy buscando a la chica que salió esta mañana en las noticias.

– ¿A ella? ¿A Geneva? ¿A la que esta mañana quiso violar un tipo? ¿La zorra que siempre saca sobresalientes?

– No lo sé. ¿Saca siempre sobresalientes?

– Ajá. Es lista.

– ¿Dónde vive?

El chaval se quedó callado, tenía sus reservas. Reflexionó. ¿Le iban a joder por pedir lo que quería? Decidió que no.

– ¿Estabas hablando de pasta?

Jax le deslizó algunos billetes.

– Yo no conozco a esa zorra personalmente, hombre. Pero puedo ponerte en contacto con un hermano que sí. Un negro amigo mío que se llama Kevin. ¿Quieres que le llame?

– Ajá.

De las bermudas del chico emergió un minúsculo teléfono móvil.

– Hola, tronco. Habla Willy… En las canchas del parque… Ajá. Oye, un tío aquí, que tiene unos billetes, está buscando a tu zorra… Geneva. La zorra esa, Settle… Eh, tranqui, tronco. Estoy de guasa, ¿sabes lo que te digo?… Eso es. Ahora, este tío, él…

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