Jax le arrancó el teléfono de la mano a Willy.
– Doscientos si me sueltas su dirección -dijo.
Un momento de duda.
– ¿En efectivo? -preguntó Kevin.
– No -le espetó Jax-, con la puta American Express. Claro que en efectivo.
– Voy para las canchas. ¿Tienes esos billetes encima?
– Ajá, están sentados justo al lado de mi pipa, por si te interesa. Y cuando digo pipa no me refiero a algo para fumar.
– Dabuti , hombre. Sólo estaba preguntando. No ando fastidiando a la gente.
– Estaré por aquí con mi banda -dijo Jax, sonriéndole burlonamente al nervioso Willy. Desconectó el teléfono y se lo arrojó al chaval. Luego volvió hacia la alambrada, y se apoyó en ella para ver el partido.
A los diez minutos llegó Kevin; a diferencia de Willy, él era un auténtico chulito, alto, guapo, desenvuelto. Se parecía a algún actor que Jax no podía identificar. Para lucirse delante del tío viejo, mostrar que no estaba demasiado ansioso por ganarse unos billetes de cien -y para impresionar a algunas de las chicas bling-bling , por supuesto-, Kevin se tomó su tiempo. Se detuvo, saludó intercambiando choques de puños, abrazó a uno o dos chicos. Soltó unos cuantos «hola, hola, amigo», y luego se metió en la cancha, se apropió de la pelota e hizo un par de impresionantes lances.
El tío sabía jugar con un aro delante, no había duda.
Finalmente Kevin se acercó de una zancada a donde estaba Jax y le observó detenidamente, porque eso era lo que se hacía cuando un extraño se metía en la manada, tanto si era en las canchas, como en un bar o en las barberías de la época victoriana de Alonzo Henderson, supuso Jax. Kevin trató de adivinar dónde llevaba Jax la pipa, cuántos papeles tenía encima en realidad y en qué andaba. Jax preguntó:
– Sólo dime cuánto tiempo vas a estar mirándome con mala cara, ¿vale? Porque me estoy aburriendo.
Kevin no sonrió.
– ¿Dónde están los billetes?
Jax le deslizó el dinero a Kevin.
– ¿Dónde está la chica?
– Ven. Te lo mostraré.
– Sólo quiero la dirección.
– ¿Me tienes miedo?
– Sólo la dirección. -Ni se le inmutaron los ojos.
Kevin sonrió.
– No sé el número, hombre. Sé cuál es el edificio. La acompañé una vez la primavera pasada. Te lo voy a señalar.
Jax asintió con la cabeza.
Se encaminaron hacia el oeste y el sur, lo que sorprendió a Jack; él pensaba que la chica viviría en una de las zonas más chungas, más al norte, hacia el río Harlem, o al este. Las calles de ahí no eran elegantes, pero estaban limpias, y parecía que muchos de los edificios habían sido rehabilitados. También había un montón de nuevas construcciones recién empezadas.
Jax frunció el ceño, mirando a su alrededor las agradables calles.
– ¿Estás seguro de que estamos hablando de Geneva Settle?
– Es la zorra por la que me has preguntado. Yo te estoy mostrando su redil… Eh, hombre, ¿quieres comprar un poco de hierba, o de crack ?
– No.
– ¿Seguro? Tengo una mierda muy buena.
– Una puta pena, tan jóvenes y os estáis quedando sordos.
Kevin se encogió de hombros.
Llegaron a una manzana cerca del parque Morningside. En la parte superior de la pendiente rocosa estaba el campus de la Universidad de Columbia, un lugar que había bombardeado con frecuencia con su Jax 157 , años atrás.
Iban a doblar la esquina, pero ambos se detuvieron enseguida.
– Oye, ahí lo puedes ver -susurró Kevin. Había un Crown Vic (evidentemente, un coche de la policía camuflado) aparcado en doble fila frente a un viejo edificio.
– ¿Ése es su redil? ¿Donde está aparcado el coche?
– No. El de ella son dos portales antes. Ése de allí. -Señaló el edificio.
Era antiguo, pero estaba en perfecto estado. Había flores en las macetas de las ventanas, todo limpio. Bonitas cortinas. Parecía recién pintado.
– ¿Vas a darle su merecido a la zorra? -preguntó Kevin y miró a Jax de arriba a abajo.
– Lo que yo haga es asunto mío.
– Asunto tuyo, asunto tuyo… Por supuesto que lo es -dijo Kevin en voz baja-. Sólo que… la razón por la que te lo pregunto es que si a ella fueran a darle su merecido, cosa que no me parecería nada mal, te aclaro, pero si algo le sucediera a ella, mira, óyeme bien: yo sabría que has sido tú. Y alguien podría venir por aquí y querer hablar conmigo sobre ello. De modo que, esto es lo que creo, con toda esa pasta gansa que llevas encima, ahí en tu bolsillo, tal vez a mí me podría tocar un poco más, y podría olvidarme de que te he visto. Por otra parte, es posible que yo pudiera acordarme mucho de ti y de tu interés en la pequeña zorra.
Jax ya tenía a sus espaldas bastante experiencia. Después de haber sido un rey del graffiti, soldado en la Operación Tormenta del Desierto, de haber conocido a miembros de bandas criminales dentro y fuera de la cárcel y haber recibido un disparo en… Si había una regla en este loco mundo era que por muy estúpida que uno pensara que era la gente, nunca le importaba serlo un poco más.
En una fracción de segundo, Jax cogió al chaval por el cuello y le hundió el puño con todas sus fuerzas en las tripas, tres veces, cuatro, cinco…
– Cagüen … -fue todo lo que pudo exteriorizar el chico.
El modo en que se peleaba en la cárcel. Nunca darles ni un segundo para que se recuperen.
Otra vez, otra vez, otra vez…
Jax le soltó y el chico rodó por el callejón, gimiendo de dolor. Con el lento y calculado movimiento de un jugador de béisbol que está escogiendo un bate, Jax se agachó y extrajo la pistola de su calcetín. Mientras Kevin miraba aterrorizado, sin poder hacer nada, el ex convicto corrió el seguro de la automática para cargar un proyectil en la recámara y luego envolvió con su pañuelo negro el cañón, dándole varias vueltas. Ésta era, tal como Jax había aprendido de DeLisle Marshall en el pabellón S, una de las mejores y más baratas maneras de silenciar el ruido de un disparo.
Esa tarde, a las siete y media, Thompson Boyd acababa de terminar de pintar la caricatura de un oso en la pared de la habitación de Lucy. Dio un paso atrás y miró su obra. Había hecho lo que había aprendido a hacer leyendo el manual y, por cierto, la figura se parecía mucho a un oso. Era lo primero que pintaba desde que había dejado la escuela, y por eso, ese día, había estado estudiando el libro con ahínco en su escondite.
Parecía que a las chicas les había encantado. Pensó que él mismo debería estar satisfecho con el dibujo. Pero no estaba seguro. Se lo quedó mirando un rato largo, esperando sentir orgullo. Pero no sucedió nada. Ah, vaya. Se dirigió al vestíbulo, miró su teléfono móvil.
– Tengo un mensaje -dijo distraídamente. Marcó-. Hola, soy Thompson. ¿Cómo estás? He visto que has llamado.
Jeanne le miró y luego volvió a la cocina a seguir secando los platos.
– No, ¿en serio? -Thompson soltó una risita. Para ser un hombre que nunca reía, pensó que había sonado auténtico. Claro, que había hecho lo mismo esa mañana, en la biblioteca, riendo para que la chica Settle estuviera tranquila, pero no había dado resultado. Se recordó a sí mismo que no debía sobreactuar-. Hombre, eso es una lata -dijo al teléfono apagado-. Por supuesto. No va a llevar mucho tiempo, ¿no? Tengo esa reunión mañana otra vez, sí, las negociaciones que se pospusieron… Vale, dame diez minutos, te veo allí.
Cerró el teléfono y le dijo a Jeanne:
– Vern está en el bar de Joey. Se le ha reventado una llanta.
Vernon Harber había existido en una época, pero ya no. Thompson le había matado hacía unos años. Pero puesto que conocía a Vern antes de su muerte, Thompson lo había convertido en un ficticio amiguete del barrio, que veía de tanto en tanto. Un colega. Igual que el verdadero Vern -el muerto-, el vivo y ficticio tenía un Supra y una novia llamada Renee y contaba cantidad de anécdotas graciosas sobre la vida en el puerto y sobre la carnicería y sobre su barrio. Thompson sabía mucho más sobre Vern, y conservaba los detalles en su mente. (Cuando uno miente, él lo sabía, hay que mentir a lo grande, con coraje y con precisión.)
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