La imagen de Kevin Cheaney apareció en escena; malhumorada, trató de quitársela de la cabeza.
Luego sus pensamientos terminaron recayendo en su antepasado, Charles Singleton.
Corriendo, corriendo, corriendo.
El salto al Hudson.
Pensando en su secreto. ¿Qué era tan importante que lo había arriesgado todo por mantenerlo oculto?
Pensando en el amor que sentía por su esposa, por su hijo.
Pero el horrible hombre de esa mañana en la biblioteca se entrometía una y otra vez en su mente. Ah, ella habló tranquila y muy segura de sí misma delante de la policía. Pero por supuesto que estaba asustada. El pasamontañas, el tonc que hizo la porra al golpear el maniquí, las pisadas sonando ruidosamente en el suelo, persiguiéndola. Y ahora también el otro, el negro con la pistola en el patio del instituto.
Estos recuerdos eliminaron rápidamente cualquier posibilidad de dormir.
Abrió los ojos y se quedó acostada, despierta, intranquila, pensando en otra noche en la que no había podido dormir, años atrás: la pequeña Geneva, de siete años, se había bajado de la cama y había ido hasta el salón del apartamento. Una vez allí, había encendido la televisión y durante diez minutos había mirado una estúpida telecomedia, hasta que vino su padre.
– ¿Qué haces viendo eso? -había dicho él, parpadeando al mirar el destello de la televisión.
– No puedo dormir.
– Lee un libro. Es mejor.
– No tengo ganas de leer.
– De acuerdo. Yo lo haré. -Y entonces el padre se acercó a la estantería-. Éste te va a gustar. Uno de los mejores libros de todos los tiempos.
Cuando él se sentó en su sillón, que crujió y bufó bajo su peso, ella miró el libro de edición barata, pero no pudo ver la cubierta.
– ¿Estás cómoda? -preguntó él.
– Ajá. -Estaba recostada en el sofá.
– Cierra los ojos.
– No tengo sueño.
– Cierra los ojos y así podrás imaginarte lo que te leo.
– De acuerdo. ¿Qué…?
– Shhhh.
– De acuerdo.
Él comenzó a leer el libro, Matar a un ruiseñor . Toda esa semana se convirtió en un ritual que él se lo leyera cuando ella se iba a la cama.
Geneva Settle llegó a la conclusión de que era uno de los mejores libros que se habían escrito, y a esa edad ya había leído o escuchado muchos. Amaba a los protagonistas: el tranquilo y fuerte padre viudo; el hermano y la hermana (Geneva siempre quiso tener hermanos). Y la historia sobre el coraje que hay que tener para enfrentarse al odio y la estupidez era fascinante.
El libro de Harper Lee se le quedó grabado en la memoria. Y, cosa curiosa, cuando lo releyó a los once años, halló un montón de cosas nuevas. Y luego a los catorce todavía comprendió más. Volvió a leerlo el año anterior y escribió un trabajo sobre él para la clase de lengua inglesa. Obtuvo un sobresaliente cum laude.
Matar a un ruiseñor era uno de los libros del montón que había junto a la puerta de la habitación en ese momento, la de «en caso de incendio coja estos libros». Era un libro que solía llevar consigo en su mochila, aun cuando no lo estuviera leyendo. Ése era el libro en el que había colocado la violeta de la buena suerte.
Esa noche, sin embargo, cogió otro del montón. Oliver Twist , de Charles Dickens. Se recostó, apoyó el libro en el pecho y lo abrió por donde estaba el gastado marcapáginas (nunca doblaba las páginas de ningún libro, ni aunque fueran de edición barata). Empezó a leer. Al principio, los crujidos del viejo inmueble la asustaron, y le vino otra vez la imagen del hombre con el pasamontañas, pero enseguida se dejó llevar por la historia. Y a la hora, más o menos, a Geneva Settle empezaron a pesarle los párpados hasta que finalmente cayó dormida, no a causa del arrullo y el beso de buenas noches de una madre, ni por la profunda voz de un padre recitando una plegaria, sino por la letanía de las hermosas palabras de un extraño.
– Hora de ir a la cama.
– ¿Qué? -preguntó Rhyme, levantando la vista de la pantalla de su ordenador.
– A la cama -repitió Thom. Se le notaba cierto recelo. A veces era una pelea lograr que Rhyme dejara de trabajar.
Pero el criminalista dijo:
– Vale. A la cama.
De hecho, se sentía agotado, y desanimado también. Estaba leyendo un correo electrónico del alcaide J. T. Warden de Amarillo, en el que informaba de que nadie de la cárcel había reconocido el retrato robot de SD 109.
El criminalista dictó un breve agradecimiento y se desconectó. Luego le dijo a Thom:
– Sólo una llamada, y luego iré con todo gusto.
– Voy a ordenar un poco -dijo el asistente-. Le veo arriba.
Amelia Sachs se había ido a su casa para pasar la noche, y para ver a su madre, que vivía cerca y que últimamente había estado enferma con problemas cardíacos. Eran más las noches que se quedaba a dormir con Rhyme que las que no, pero ella conservaba su apartamento de Brooklyn, en donde tenía otros parientes y amigos. (Jennifer Robinson -la agente que había llevado a las adolescentes al apartamento de Rhyme esa mañana- vivía en su misma calle, a pocas manzanas). Además, Sachs, al igual que Rhyme, necesitaba estar sola de vez en cuando, y este arreglo les venía bien a ambos.
Rhyme llamó por teléfono y habló brevemente con la madre de Amelia, y le expresó sus buenos deseos. Luego se puso Sachs, y él le contó las últimas novedades, aunque eran pocas.
– ¿Estás bien? -preguntó Sachs-. Tienes voz de preocupado.
– Cansado.
– Ah. -Ella no le creyó-. Duerme un poco.
– Tú también. Que duermas bien.
– Te quiero, Rhyme.
– Yo también a ti.
Después de colgar, movió su silla de ruedas hacia la tabla de las pruebas.
De todas maneras, no estaba mirando las precisas anotaciones sobre el caso escritas por Thom. Estaba observando la hoja impresa sobre la carta de tarot, pegada con cinta adhesiva en la pizarra, la carta número doce, el hombre colgado. Volvió a leer el párrafo que hacía referencia al significado de la carta. Estudió el rostro plácido, cabeza abajo. Después se dio la vuelta y se acercó al pequeño ascensor que comunicaba el laboratorio de la planta baja con el dormitorio de la planta alta, ordenó al ascensor que subiera y luego salió de éste.
Reflexionó sobre la carta de tarot. Al igual que Kara, su amiga ilusionista, Rhyme no creía en el espiritismo o los poderes psíquicos. (Ambos eran, cada uno a su manera, científicos). Pero no pudo evitar que le impactara el hecho de que una carta en la que aparecía un cadalso fuera una prueba en un caso en el que la palabra gallows , «horca», apareciera destacadamente. La palabra «colgado» era también una curiosa coincidencia. Los criminalistas tienen que conocerlo todo sobre los métodos para matar, por supuesto, y Rhyme sabía perfectamente cómo funcionaba el ahorcamiento. (La causa efectiva de muerte en las ejecuciones por ahorcamiento era la sofocación, aunque no por la compresión y oclusión de la garganta, sino porque se interrumpían las señales nerviosas enviadas a los pulmones). Eso era lo que casi le había sucedido a Rhyme en el accidente del escenario del crimen en el metro, unos años atrás.
Gallows Heights… El hombre colgado …
El significado de la carta de tarot, sin embargo, era el aspecto más notable de toda esta casualidad: «Su aparición en una tirada indica una búsqueda espiritual encaminada a una decisión, una transición, un cambio de dirección. A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas como son. Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior, aunque ese mensaje parezca contradecir la lógica».
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